viernes, 20 de octubre de 2017

Salmo 114

Amo al Señor, porque escucha mi voz suplicante,
porque inclina su oído hacia mí, el día que lo invoco.
Me envolvían redes de muerte,
me alcanzaron los lazos del abismo, caí en tristeza y angustia.
Invoqué el nombre del Señor: «Señor, salva mi vida».
El Señor es benigno y justo, nuestro Dios es compasivo;
el Señor guarda a los sencillos: estando yo sin fuerzas me salvó.
Alma mía, recobra tu calma, que el Señor fue bueno contigo:
arrancó mi alma de la muerte, mis ojos de las lágrimas,
mis pies de la caída.
Caminaré en presencia del Señor en el país de la vida.

El maestro y la vaquita

Un maestro paseaba por un bosque con su fiel discípulo, cuando vio a lo lejos un sitio de apariencia pobre, y decidió hacer una breve visita al lugar. Durante la caminata le comentó al aprendiz sobre la importancia de realizar visitas, conocer personas y las oportunidades de aprendizaje que obtenemos de estas experiencias. Llegando al lugar constató la pobreza de los habitantes: una pareja y tres hijos, la casa de madera, vestidos con ropas sucias y rasgadas, sin calzado. Entonces se aproximó al señor el padre de familia y le preguntó:
- En este lugar no existen posibilidades de trabajo ni puntos de comercio tampoco, ¿cómo hacen usted y su familia para sobrevivir aquí?
El padre respondió con calma:
- Amigo mío, nosotros tenemos una vaquita que nos da varios litros de leche todos los días. Una parte del producto la vendemos o lo cambiamos por otros géneros alimenticios en la ciudad vecina y con la otra parte producimos queso, Cuajada y otros, para nuestro consumo y así es como vamos sobreviviendo.
El sabio agradeció la información, contempló el lugar por un momento, luego se despidió y se fue. En medio del camino, se volvió hacia su fiel discípulo y le ordenó:
- Busca la vaquita, llévala al precipicio de allí enfrente y empújala al barranco.
El joven espantado miró al maestro y le cuestionó sobre el hecho de que la vaquita era el medio de subsistencia de aquella familia. Mas como percibió el silencio absoluto del maestro, fue a cumplir la orden. Así que empujó la vaquita por el precipicio y la vio morir. Aquella escena quedó grabada en la memoria de aquel joven durante algunos años.
Un hermoso día el joven agobiado por la culpa decidió abandonar todo lo que había aprendido y regresar a aquel lugar para contarle todo a la familia, pedir perdón y ayudarlos.
Así lo hizo, y a medida que se aproximaba al lugar veía todo muy bonito, con árboles floridos, todo habitado, con coche en el garaje de una gran casa y algunos niños jugando en el jardín. El joven se sintió triste y desesperado imaginando que aquella humilde familia tuviese que vender el terreno para sobrevivir, aceleró el paso y llegando allá, fue recibido por un señor muy simpático.
El joven preguntó por la familia que vivía allí hacia unos cuatro años, el señor respondió que seguían viviendo allí. Espantado el joven entró corriendo a la casa y confirmó que era la misma familia que visitó hacía algunos años con el maestro. Elogió el lugar y le preguntó al señor (el dueño de la vaquita):
- ¿Qué has hecho para mejorar este lugar y cambiar de vida?
El señor entusiasmado le respondió:
- Nosotros teníamos una vaquita que cayó por el precipicio y murió, de ahí en adelante nos vimos en la necesidad de hacer otras cosas y desarrollar otras habilidades que no sabíamos que teníamos, así alcanzamos el éxito que tus ojos ven ahora.

Todos nosotros tenemos una vaquita que nos proporciona alguna cosa básica para nuestra supervivencia, que convive con la rutina y nos hace dependientes de ella, y nuestro mundo se reduce a lo que la vaquita nos brinda. Esto es lo que se ha llamado zona de confort. Estamos tan conformes con el estado de cosas que nos rodea que no desarrollamos otras posibilidades. ¿Tú sabes cuál es tu vaquita?... No dudes un segundo para empujarla por el precipicio.

jueves, 19 de octubre de 2017

Pedid… y se os dará

Pedí Fuerza...
y Dios me dio dificultades para hacerme fuerte.
Pedí Sabiduría...
y Dios me dio problemas para resolver.
Pedí Prosperidad...
y Dios me dio un cerebro y un cerebro para trabajar.
Pedí Valentía...
y Dios me dio peligros que debía vencer.
Pedí Amor...
y Dios me dio gente con problemas a las que ayudar.
Pedí favores...
y Dios me dio oportunidades.
No Recibí nada de lo que quería...
y recibí todo lo que necesitaba.

La fuerza de la mariposa

Un hombre halló el capullo de una mariposa en el árbol de su terraza. Cada día lo observaba detenidamente, hasta que un día, surgió un pequeño agujero. Se sentó y observó cómo la mariposa luchaba durante varias horas para forzar el paso de su cuerpo a través de ese estrecho agujero. Entonces le pareció que la situación se había estancado y ya no había progreso. Parecía como si la mariposa se hubiera quedado sin fuerza y no le era posible continuar. Así que el hombre decidió ayudarla. Cogió unas tijeras y cortó el resto del capullo. La mariposa salió con facilidad. 
Tenía el cuerpo hinchado y unas alas pequeñas y arrugadas. El hombre continuó observando a la mariposa porque esperaba que sus alas se abrieran en cualquier momento y su cuerpo se contrajera al momento. Nada de eso ocurrió. De hecho, la mariposa pasó el resto de sus días arrastrándose con el cuerpo hinchado y unas alas pequeñas y arrugadas. Nunca pudo volar.
Lo que el hombre no había entendido, en su ayuda amable y precipitada, es que ese capullo tan sofocador y la fuerza que la mariposa tenía que hacer para poder pasar por tan estrecha apertura eran el modo divino de forzar la salida de fluidos desde el cuerpo a las alas para que ésta fuera capaz de volar una vez que se librara del capullo.
A veces el esfuerzo es exactamente lo que necesitamos en nuestra vida. Si Dios permitiera que viviéramos sin obstáculos podría ser terrible para nosotros. No seríamos tan fuertes como debiéramos. Jamás podríamos volar.

martes, 17 de octubre de 2017

Jugueteando

¡Cuánta alegría siento, Amigo mío,
cuando nos cuentas las historias del banquete!
Las aprendí, de tanto oírlas, de memoria,
como en la guardería…
Te veo sonreír y yo también sonrío.
Te veo entusiasmado y yo también me enciendo.
¿Habrá un banquete? ¿Habrá música y baile?
¡Cómo apretaban dientes aquellos fariseos
cuando les anunciaste que el novio y sus amigos
no pensaban hacer ayuno!
Y cuando a aquellos saduceos echaban chispas,
porque los acusaste de rehusar tu invitación.
En la comunidad, a carcajadas nos reíamos
y esperábamos signos deslumbrantes.
Pero, al instante, ¡zas!,
alguien gritó: Nos estropean la parábola.
Dejamos de reír.
Otra añadió: Se han olvidado de la misericordia.
Otra indicó: Escuchemos, que son avisos serios.
Pero enseguida vuelven las ganas de cantar y de reír.
Y yo quisiera echar un trago en tu banquete
y dar mil besos y danzar…
Voy a hacerte una foto clandestina, Señor,
cuando te pille dando abrazos a todo el mundo.
Me gustaría repartirla a mucha gente
y conseguirles un vestido nuevo para tu boda.

Los zapatos del otro

Nos cuenta Plutarco en una de sus historias, que en aquellos tiempos de la antigüedad había un romano que decidió separarse de su mujer abandonándola. Sus amigos le recriminaron por ello, pues no veían claros los motivos de aquel divorcio:
– ¿No es hermosa? -preguntaban.
- Sí. Lo es. Y mucho.
- ¿No es, acaso, casta y honrada?
- Sí. También lo es.
Extrañados, insistían en conocer el motivo que había llevado a su amigo a tomar una decisión tan extrema. El romano, entonces, se quitó un zapato y mostrándolo a sus amigos, preguntó:
- ¿Es bonito?
- Sí. Lo es -dijeron ellos.
- ¿Está bien hecho?
- Sí. Eso parece -todos aprobaron.
Y entonces él, volviéndoselo a calzar, les aseguró:
- Pero ninguno de ustedes puede decir dónde me aprieta.

domingo, 15 de octubre de 2017

Maestra de la luz

Teresa de Jesús, doctora de la Iglesia,
maestra de la luz, centella del amor,
enséñanos la senda por la que caminaste
con alma enamorada, buscando en ti al Señor.
La oración es, Teresa, atrio de tu casa
morada amurallada, palacio de interior,
refugio del humilde que aspira a las virtudes,
castillo de diamante o diáfano color.
La luz va iluminando, Teresa, tus sandalias
que van pisando el tiempo para una nueva edad
con fríos y con soles, con lluvias y con nieves,
con grande sed de viento y amor de libertad.
Tu escritura, Teresa, que hiciste de rodillas,
tus sílabas en vuelo, tu verbo celestial,
son fuego que palpita, son llama de amor viva,
palabra que inaugura un canto universal.
Centellas de luz pura, Teresa, son tus ojos
absortos en la noche, prendidos del fulgor.
Reluce y se estremece tu alma que han tocado
los dedos del amado vistiéndola de amor.

El secreto de la felicidad

Paulo Coelho

Cierto mercader envió a su hijo a aprender el Secreto de la Felicidad junto al más sabio de todos los hombres. El muchacho anduvo durante cuarenta días por el desierto, hasta llegar a un hermoso castillo, en lo alto de una montaña. Allí vivía el Sabio que el muchacho buscaba.
Sin embargo, en vez de encontrar a un hombre santo, nuestro héroe entró en una sala y vio una actividad inmensa; mercaderes que entraban y salían, personas que conversaban por los rincones, una pequeña orquesta tocaba suaves melodías y había una mesa cubierta con los platos más deliciosos de aquella región del mundo. El Sabio conversaba con todos, y el muchacho tuvo que esperar dos horas hasta llegar a ser a su vez atendido.
El Sabio escuchó con atención el motivo de la visita del muchacho, pero le dijo que en aquel momento no tenía tiempo de explicarle el Secreto de la Felicidad. Sugirió que el muchacho se diese un paseo por su palacio y volviera al cabo de dos horas.
- Mientras tanto, quiero pedirte un favor, concluyó el Sabio, Y entregó al muchacho una cucharita en la que dejó caer dos gotas de aceite, -mientras vas caminando, lleva esta cucharita sin dejar que se derrame el aceite. El muchacho comenzó a subir y bajar las escalinatas del palacio, manteniendo siempre fijos los ojos en la cucharita. Al cabo de dos horas, volvió a la presencia del Sabio.
- Entonces, preguntó el Sabio, ¿viste las tapicerías de Persia que hay en mi comedor? ¿Viste el jardín que el Maestro de los Jardineros tardó diez años en plantar? ¿Reparaste en los bellos pergaminos de mi biblioteca?
El muchacho, avergonzado, confesó que no había visto nada. Su única preocupación era no derramar las gotas de aceite que el Sabio le había confiado.
- Vuelve, otra vez, y conoce las maravillas de mi mundo, dijo el Sabio. No puedes confiar en un hombre si no conoces su casa.
Ya más tranquilo, el muchacho cogió la cucharita y volvió a pasear por el palacio, fijándose esta vez en todas las obras de arte que pendían del techo y de las paredes. Vio los jardines, las montañas en derredor, la delicadeza de las flores, la exquisitez con que cada obra de arte estaba colocada en su sitio. Al regresar al lado del Sabio, relató con pormenores todo lo que había visto.
- Pero, ¿dónde están las dos gotas de aceite que te confié?, preguntó el Sabio. Mirando hacia la cucharita, el muchacho se dio cuenta de que las había derramado.
- Pues éste es el único consejo que tengo para darte, dijo el más Sabio de los Sabios. El Secreto de la Felicidad está en mirar todas las maravillas del mundo y no olvidarse nunca de las dos gotas de aceite de la cucharita.