Alexander
Nikoalevich
Hubo
una vez un campesino pobre y muy astuto apodado Escarabajo, que quería adquirir
fama de adivino.
Un
día robó una sábana a una mujer, la escondió en un montón de paja y se empezó a
alabar diciendo que estaba en su poder el adivinarlo todo. La mujer lo oyó y
vino a él pidiéndole que adivinase dónde estaba su sábana. El campesino le
preguntó:
-
¿Y qué me darás por mi trabajo?
-
Un kilo de harina y una libra de manteca.
-
Está bien.
Se
puso a hacer como que meditaba, y luego le indicó el sitio donde estaba
escondida la sábana.
Dos
o tres días después desapareció un caballo que pertenecía a uno de los más
ricos propietarios del pueblo. Era Escarabajo quien lo había robado y conducido
al bosque, donde lo había atado a un árbol.
El
señor mandó llamar al adivino, y éste, imitando los gestos y procedimientos de
un verdadero mago, le dijo:
-
Envía tus criados al bosque; allí está tu caballo atado a un árbol.
Fueron
al bosque, encontraron el caballo, y el contento propietario dio al campesino
cien rublos. Desde entonces creció su fama, extendiéndose por todo el país.
Por
desgracia, ocurrió que al zar se le perdió su anillo nupcial, y por más que lo
buscaron por todas partes no lo pudieron encontrar.
Entonces
el zar mandó llamar al adivino, dando orden de que lo trajesen a su palacio lo
más pronto posible. Los mensajeros, llegados al pueblo, cogieron al campesino,
lo sentaron en un coche y lo llevaron a la capital. Escarabajo, temblando de
miedo, pensaba así: «Ha llegado la hora de mi perdición. ¿Cómo podré adivinar
dónde está el anillo? Se encolerizará el zar y me expulsarán del país o mandará
que me maten.»
Lo
llevaron ante el zar, y éste le dijo:
-
¡Hola, amigo! Si adivinas dónde se halla mi anillo te recompensaré bien; pero
si no haré que te corten la cabeza.
Y
ordenó que lo encerrasen en una habitación separada, diciendo a sus servidores:
-
Que le dejen solo para que medite toda la noche y me dé la contestación mañana
temprano.
Lo
llevaron a una habitación y lo dejaron allí solo. El campesino se sentó en una
silla y pensó para sus adentros: «¿Qué contestación daré al zar? Será mejor que
espere la llegada de la noche y me escape; apenas los gallos canten tres veces
huiré de aquí.»
El
anillo del zar había sido robado por tres servidores de palacio; el uno era
lacayo, el otro cocinero y el tercero cochero. Hablaron los tres entre sí,
diciendo:
-
¿Qué haremos? Si este adivino sabe que somos nosotros los que hemos robado el
anillo, nos condenarán a muerte. Lo mejor será ir a escuchar a la puerta de su
habitación; si no dice nada, tampoco lo diremos nosotros; pero si nos reconoce
por ladrones, no hay más remedio que rogarle que no nos denuncie al zar.
Así
lo acordaron, y el lacayo se fue a escuchar a la puerta. De pronto se oyó por
primera vez el canto del gallo, y el campesino exclamó:
-
¡Gracias a Dios! Ya está uno; hay que esperar a los otros dos.
Al
lacayo se le paralizó el corazón de miedo. Acudió a sus compañeros,
diciéndoles:
-
¡Oh amigos, me ha reconocido! Apenas me acerqué a la puerta, exclamó: «Ya está
uno; hay que esperar a los otros dos.»
-
Espera, ahora iré yo -dijo el cochero; y se fue a escuchar a la puerta.
En
aquel momento los gallos cantaron por segunda vez, y el campesino dijo:
-
¡Gracias a Dios! Ya están dos; hay que esperar sólo al tercero.
El
cochero llegó junto a sus compañeros y les dijo:
-
¡Oh amigos, también me ha reconocido!
Entonces
el cocinero les propuso:
-
Si me reconoce también, iremos todos, nos echaremos a sus pies y le rogaremos
que no nos denuncie y no cause nuestra perdición.
Los
tres se dirigieron hacia la habitación, y el cocinero se acercó a la puerta
para escuchar. De pronto cantaron los gallos por tercera vez, y el campesino,
persignándose, exclamó:
-
¡Gracias a Dios! ¡Ya están los tres!
Y
se lanzó hacia la puerta con la intención de huir del palacio; pero los
ladrones salieron a su encuentro y se echaron a sus plantas, suplicándole:
-
Nuestras vidas están en tus manos. No nos denuncies al zar. Aquí tienes el
anillo.
-
Bueno; por esta vez os perdono -contestó el adivino.
Tomó
el anillo, levantó una plancha del suelo y lo escondió debajo.
Por
la mañana el zar, despertándose, hizo venir al adivino y le preguntó:
-
¿Has pensado bastante?
-
Sí, y ya sé dónde se halla el anillo. Se te ha caído, y rodando se ha metido
debajo de esta plancha.
Quitaron
la plancha y sacaron de allí el anillo. El zar recompensó generosamente a nuestro
adivino, ordenó que le diesen de comer y beber y se fue a dar una vuelta por el
jardín.
Cuando
el zar paseaba por una vereda, vio un escarabajo, lo cogió y volvió a palacio.
-
Oye -dijo a Escarabajo-: si eres adivino, tienes que adivinar qué es lo que
tengo encerrado en mi puño.
El
campesino se asustó y murmuró entre dientes:
-
Escarabajo, ahora sí que estás cogido por la mano poderosa del zar.
-¡Es
verdad! ¡Has acertado! -exclamó el zar.
Y
dándole aún más dinero lo dejó irse a su casa colmado de honores.