sábado, 23 de septiembre de 2023

Oración al Padre Pío de San Juan Pablo II

Enséñanos, te rogamos, la humildad de corazón
para estar entre los pequeños del Evangelio
a quienes el Padre prometió revelar los misterios de Su Reino.
Danos una mirada de fe capaz de reconocer
en los pobres y en los que sufren el mismo rostro de Jesús.
Sostennos en la hora del combate y de la prueba
y, si caemos, haznos experimentar la alegría del sacramento del perdón.
Transmítenos la tierna devoción hacia María, madre de Jesús y nuestra.
Acompáñanos en la peregrinación terrenal hacia la Patria Celestial,
a donde esperamos llegar también nosotros para contemplar
por toda la eternidad la Gloria del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Amén

El convicto liberado

Cada año, con motivo de las fiestas de aniversario de su coronación, el rey de un pequeño condado liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años como monarca, él mismo quiso ir a la prisión acompañado de su Primer Ministro y toda la corte para decidir cuál prisionero iba a liberar.
– «Majestad, dijo el primero, yo soy inocente pues un enemigo me acusó falsamente y por eso estoy en la cárcel».
– «A mí, añadió otro, me confundieron con un asesino pero yo jamás he matado a nadie».
– «El juez me condenó injustamente», dijo un tercero.
Y así, todos y cada uno manifestaba al rey porque razones merecían precisamente la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón que no se acercaba y que, por el contrario, permanecía callado y algo distraído. Entonces, el rey le preguntó:
– «Tu, ¿por que estás aquí?
– «Porque maté a un hombre majestad, yo soy un asesino», contestó el hombre
– «¿Y por qué lo mataste?», inquirió el monarca.
– «Porque estaba muy violento en esos momentos», contestó el recluso.
– «¿Y por qué te violentaste?», continuó el rey.
– «Porque no tengo dominio sobre mi ira»
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía a quien liberaría. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acaba de interrogar:
– «Tú sales de la cárcel».
– Pero majestad, replicó el Primer Ministro, ¿acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?
– «Precisamente por eso, respondió el rey, saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos.»

REFLEXIÓN: El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces tratamos de aparentar.

jueves, 21 de septiembre de 2023

Salmo 32: Himno al poder y a la providencia de Dios

Aclamad, justos, al Señor,
que merece la alabanza de los buenos.
Dad gracias al Señor con la cítara,
tocad en su honor el arpa de diez cuerdas;
cantadle un cántico nuevo,
acompañando los vítores con bordones:
que la palabra del Señor es sincera,
y todas sus acciones son leales;
Él ama la justicia y el derecho,
y su misericordia llena la tierra.
La palabra del Señor hizo el cielo;
el aliento de su boca, sus ejércitos;
encierra en un odre las aguas marinas,
mete en un depósito el océano.
Tema al Señor la tierra entera,
tiemblen ante él los habitantes del orbe:
porque él lo dijo, y existió, Él lo mandó y surgió.

El granjero y el panadero

Un granjero vendía mantequilla en un pueblo muy pequeño.
El panadero era uno de sus clientes más fieles. Pero un día este empezó a sospechar que la barra de mantequilla pesaba menos de lo que estaba pagando por la libra.
Así que, decidió pesar la barra de mantequilla en la balanza de su propio negocio y descubrió que sus temores no eran infundados.
Reunió a varios vecinos como testigos y se encaminó a los tribunales para demandar al granjero.
Una vez allí, el juez le preguntó al granjero si usaba una medida para vender las libras de mantequilla.
Con una voz segura y con mucho temple el acusado respondió que, al trabajar con instrumentos primitivos, no tenía un mecanismo para pesar su mercancía. Sin embargo, sí tenía un método que usaba como escala.
- Señor juez, mucho antes de que el panadero empezara a comprarme mantequilla, yo le compro una libra de pan todos los días. Él me lo trae temprano por la mañana, lo que hago es ponerlo en una balanza y le doy la misma cantidad de mantequilla por el peso que él me da de pan.
Todos volvieron la cara y miraron de forma despectiva al panadero. Este decidió retirar los cargos y nunca más se quejó al respecto del peso de la mantequilla.

Moraleja: "No hagas a otros, lo que no quieres que te hagan a ti".

martes, 19 de septiembre de 2023

Salmo 23: El camino del Señor

Del Señor es la tierra y cuanto la llena,
el orbe y todos sus habitantes:
Él la fundó sobre los mares,
Él la afianzó sobre los ríos.
- ¿Quién puede subir al monte del Señor?
¿Quién puede estar en el recinto sacro?
- El hombre de manos inocentes y puro corazón,
que no confía en los ídolos
ni jura contra el prójimo en falso.
Ese recibirá la bendición del Señor,
le hará justicia el Dios de salvación.
- Este es el grupo que busca al Señor,
que viene a tu presencia, Dios de Jacob.

El veneno

La hija llega y le dice a su Madre:
- ¡Mamá, ya no aguanto más a la vecina! Quiero matarla, pero tengo miedo que me descubran. ¿Puedes ayudarme con eso?
- Claro que sí mi amor, le responde la madre, pero hay una condición... Tendrás que hacer las paces con ella para que después nadie desconfíe que fuiste tu cuando ella muera. Tendrás que cuidarla muy bien, ser amable, agradecida, paciente, cariñosa, menos egoísta, escucharla más... ¿Ves este frasquito? Todos los días pondrás un poco en su comida. Así ella morirá poco a poco.
Pasados 30 días, la hija vuelve a decir al Madre:
- Ya no quiero que ella muera. La amo. ¿Y ahora qué hago para cortar el efecto del veneno?
- ¡No te preocupes! -Le responde la madre-. Lo que te di fue polvo de arroz. Ella no morirá, porque el veneno estaba en ti. Cuando alimentamos rencores, morimos de a poco. Aprendamos a hacer las paces con quienes nos ofenden y nos lastiman.

Aprendamos a tratar a los demás como queremos ser tratados. Aprendamos a tener la iniciativa de amar, de dar, de donar, de servir, de regalar, y no solo querer ganar y ser servido.

 

domingo, 17 de septiembre de 2023

Himno de alabanza a Diois

En esta luz del nuevo día que me concedes, oh Señor,
dame mi parte de alegría y haz que consiga ser mejor.
Dichoso yo, si al fin del día un odio menos llevo en mí,
si una luz más mis pasos guía y si un error más yo extinguí.
Que cada tumbo en el sendero me vaya haciendo conocer
cada pedrusco traicionero que mi ojo ruin no supo ver.
Que ame a los seres este día, que a todo trance ame la luz,
que ame mi gozo y mi agonía, que ame el amor y ame la cruz. Amén.

El Maestro (don de Entendimiento)

       María Inés Casalá

Un anciano tenía fama de sabio y la gente acudía a él en busca de ayuda o de consejo. Y cuando un forastero preguntaba por qué le decían maestro, en qué consistía la sabiduría, o qué ciencia dominaba ese hombre que parecía un humilde campesino, la gente no sabía muy bien qué responder.
– Es un hombre feliz, vive en paz con todos, era una de las respuestas.
Un joven que escuchó hablar de él y que ansiaba adquirir conocimientos, se presentó una noche para pedirle que le enseñara. El anciano se sorprendió de la petición, pero aceptó con agrado. Hacía muchos años que vivía solo y le gustó la idea de tener a alguien con quien compartir su tiempo nuevamente.
A la mañana siguiente, se levantaron y encendieron el fuego para calentar agua y cocinar el pan que habían dejado preparado la noche anterior. Mientras esperaban que el desayuno estuviera listo, el maestro se sentó en un banquito y se puso a contemplar por la ventana. El discípulo, parado detrás de él, trataba de poner la mirada en el mismo lugar que el maestro, para descubrir qué estaba mirando tan concentrado. Por la ventana sólo se veía el campo, flores silvestres, el gallinero y los perros recibiendo los primeros rayos del sol. A los pocos minutos, el joven se aburrió y se fue a sentar. Tomó un libro de su mochila y comenzó a leer. Sin embargo, a cada momento se distraía y pensaba cómo el maestro podía perder el tiempo sin hacer nada. Cuando el olor a pan inundó la habitación, el maestro se levantó, preparó el té, colocó dos tazas en la mesa y el pan sobre una servilleta. Se sentó, indicó, con un gesto de su mano, al discípulo que hiciera lo mismo y comenzó a comer el pan cortándolo en pedacitos y mojándolos en el té caliente. El discípulo estaba asombrado: el maestro se había olvidado de agradecer la comida. Sin disimular y para que el otro se diera cuenta de su error, agachó la cabeza durante unos instantes como si estuviera rezando. Después, comenzó a comer. Cuando terminaron el desayuno, colocaron cada cosa en su lugar y el maestro le preguntó al joven de qué quería conversar. En el instante en que le iba a contestar, se abrió la puerta de golpe y entró un niño corriendo:
– Maestro, maestro, mire el pescado que he sacado del agua, hoy vamos a comer como reyes.
El maestro se levantó, aplaudió la hazaña del niño y se ofreció para ayudarlo a limpiar el pescado. Mientras tanto, le preguntó por toda la familia, y le explicó varias maneras de cocinarlo. Antes de que se fuera, le regaló un pequeño recipiente con un condimento especial para darle más sabor al guiso.
El discípulo estaba asombrado y desconcertado. Ya había pasado más de medio día y no había aprendido nada.
A partir del momento en que el niño dejó la casa, cada vez que el maestro se iba a poner a conversar con él, alguien interrumpía la conversación. Iban a pedirle algo o a llevarle un pequeño regalo -una patata, una lechuga, un pastel, como agradecimiento por alguna ayuda que él les había dado. Pasó el día y anocheció. El maestro cortó las verduras y puso el caldo en el fuego, mientras amasaba con mucha dedicación el pan para el día siguiente. Cenaron y se fueron a dormir.
Los días siguientes fueron más o menos iguales: pasaban las horas yendo de un lugar a otro, ayudando o visitando a las personas del pueblo; trabajaban la pequeña huerta; alimentaban a las gallinas y juntaban los huevos que regalaban al que los necesitaba. Una noche, entre la respiración profunda del maestro y el enfado por no aprender nada nuevo, el discípulo daba vueltas en la cama sin poder dormir. No sabía si irse o quedarse. Por fin, de madrugada, decidió seguir un día más. Al amanecer, el maestro se levantó, se desperezó y comenzó a encender el fuego para el desayuno.
Puso el agua a calentar, el pan a cocinar, y se sentó en el banquito a mirar por la ventana.
Así lo encontró el joven cuando despertó. Se dio cuenta de que todo iba a seguir igual que los días anteriores. Al enfado que había acumulado se le sumó el mal dormir y estalló:
– ¡Yo vine a buscar sabiduría, a entender las cosas de la vida, a aprender a vivir mejor, y lo que me encuentro es alguien con una vida corriente, diría que vulgar, que ni siquiera es capaz de tener un momento para reflexionar y agradecer al Creador por todo lo que recibió de él!
El maestro lo miró con los ojos tristes; una expresión que nunca antes le había visto. Y le contestó:
– Cuando contemplo la mañana por la ventana, veo las flores, huelo su perfume y de esa manera, con mis ojos y mi olfato gozo de lo que Dios hizo para nosotros, lo alabo. El campo y el gallinero, son los que nos ofrecen la comida de cada día y, al mirarlos, no hago más que agradecer la vida. Los perros descansando me recuerdan que pasaron toda la noche en vela cuidándonos mientras dormimos. Esto me lleva, necesariamente, a agradecer a Dios que en todo momento y sin descansar tiene sus ojos puestos en nosotros para acompañarnos, para cuidarnos y para hacernos felices. Eso me llena de alegría y paz.
Ya no necesito nada más, porque estoy seguro de que Dios está conmigo. Cada persona que toca mi puerta me hace sentir útil, necesario, querido. Cada vez que recibo un pequeño regalo de la gente humilde de la aldea, siento que es Dios mismo quien me lo da, sirviéndose de las manos de los demás y me recuerda así, que no soy el único que puede dar.
El discípulo estaba tan enfadado que casi no escuchó las palabras del anciano. Agradeció el hospedaje y volvió a su pueblo, olvidándose de lo que el maestro le había dicho.
Allí, conoció una chica de quien se enamoró. Se casaron y formaron una familia.
Cierto día, al volver de trabajar en el campo, vio desde lejos a sus hijos jugando. Se acercó despacio y desde atrás de un árbol se quedó mirando. Así lo descubrió su esposa que le preguntó:
– ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Qué haces mirando a los niños jugar?
– Estoy mirando la maravilla más grande que Dios nos ha regalado, estoy alabándolo mientras escucho sus voces y sus cantos, estoy dando gracias por el trabajo que me permite traerles todos los días un pedazo de pan, y estoy dando gracias a Dios, porque si yo, que soy muy débil, cuido de ellos y me preocupo, cuánto más Él con todo su poder y su inmenso amor.
Ese día el hombre recordó las palabras de su maestro y entendió.