Durante su infancia,
en las catequesis, le habían insistido una y otra vez en que Dios siempre estaría
con ella, junto a ella, acompañándola; y con esa confianza había vivido su no siempre
fácil vida.
Habían pasado
los años, muchos, sentía acercarse su final, se hacía montones de preguntas… Había
sufrido, no poco; ¿había merecido la pena todo aquello, había tenido sentido su
vida, le había importado a alguien su persona y su existencia?
Una noche, ya
mayor y enferma, en sueños (¿visión o delirio?, quién sabe y qué importa), tuvo
una visión de conjunto de toda su vida. Era un largo caminar por una playa de
cálidas y suaves arenas y, ciertamente, allí estaban las huellas de dos pares
de pies: los suyos, y los de Dios, que le había ido acompañando a lo largo de su
vida.
Pero en aquellas
huellas había algo extraño. De vez en cuando, intermitentemente, un par de
huellas desaparecía y sólo quedaba el otro par. Para mayor extrañeza y sorpresa
de aquella pobre mujer, los momentos en que desaparecía el otro par de huellas coincidían
exactamente con los momentos más duros de su vida: cuando murió su hijo recién
nacido, cuando quedó viuda, cuando aquella enfermedad que estuvo a punto de
terminar con ella en la flor de su vida, cuando aquella calumnia que echaron
sobre su persona y que la obligó a tener que marchar de su ciudad… Siempre, en
los momentos más difíciles, sólo un par de huellas.
Y en aquel
momento, en su visión, aquella mujer descubrió una figura a su lado. Era el propio
Dios que se hacía, al fin, visible para ella. Y la mujer, sin reproches, pero
con una sombra de dolor en su mirada, se dirigió a Él y le dijo:
- Señor, de niña
me enseñaron que Dios siempre estaría a mi lado, que nunca me dejaría sola; yo
confié siempre en esa compañía; pero ahora, al acercarse el final de mi vida y
contemplarla en esta visión, compruebo que eso era cierto sólo en parte, pues
en las situaciones más duras me tocó caminar sola; mira, ahí se ven mis huellas
solitarias en aquellos momentos tan difíciles.
Entonces el
Señor, lleno de ternura, la cogió de la mano y le contestó:
- Observa bien esas
huellas, observa su tamaño, comprobarás que no son las huellas de tus pies sino
las de mis pies; porque en aquellos momentos más duros de tu vida, aunque tú no
lo notaras, aunque no te lo pareciese, aunque no lo sintieras, era yo quien te
llevaba sobre mis hombros, para que pudieras llegar hasta aquí.
El verdadero Buen
Pastor conoce y cuida realmente a sus ovejas, cuidándolas y llevándolas sobre
sus hombros cuando es verdaderamente necesario.