viernes, 2 de agosto de 2024

Oración para rezar en todo momento

            San Ignacio de Loyola

Ayúdame a clarificar mis intenciones, purifica mis sentimientos,
santifica mis pensamientos y bendice mis esfuerzos,
para que todo en mi vida sea de acuerdo a tu voluntad.
Tengo tantos deseos contradictorios…
Me preocupo por cosas que ni importan ni son duraderas.
Pero sé que si te entrego mi corazón
haga lo que haga seguiré a mi nuevo corazón.
En todo lo que hoy soy, en todo lo que intente hacer,
en mis encuentros, reflexiones,
incluso en las frustraciones y fallos,
y sobre todo en este rato de oración, en todo ello,
haz que ponga mi vida en tus manos.
Señor, soy todo tuyo. Haz de mí lo que Tú quieras. Amén.

Quiero ser doctora

              Víctor Manuel Cruz Castañón, profesor mexicano 

Leticia fue mi alumna en la escuela 'Justo Sierra", en plena Sierra. Tenía 11 años de edad. Once años conociendo las carencias y la mugre de la vida. Siempre con la misma ropa, heredada por una tradicional necesidad familiar. Once años batallando con los bichos de día y de noche. Con una nariz que como vela escurría todo el tiempo. Con el pelo largo y descolorido sirviendo de tobogán a los piojos. Aun así, era de las primeras en llegar a la escuela.
Tal vez iba por los momentos necesarios para soñar que era lo que no podía ser; aunque enfrentara el rechazo y el asco de los demás. A la hora del trabajo en equipo nadie la quería. No dieron la oportunidad para demostrar lo inteligente que era: el repudio fue lo que Leticia conoció.
Me desconcertaba el hecho de ver que algunos chicos con características semejantes a las de Leticia eran aceptados por el resto de las niñas y los niños, pero no ocurría lo mismo con Leticia y las niñas. A mí sólo se me ocurría hacer recomendaciones que nunca fueron atendidas.
En ese tiempo me preguntaba: ¿de qué sirve leer cuentos a esos niños que no han comido?; ¿serviría de algo alimentarlos con fantasías? Yo creía que sí, pero no sabía hasta dónde. Constantemente les brindaba relatos, sobre todo en la mágica hora de lectura, dos veces por semana.
Un día conté "La Cenicienta" y cuando llegué a la parte en que el hada madrina transformó a la jovencita andrajosa en una bella señorita de vestido vaporoso y zapatillas de cristal, Leticia aplaudió con entusiasmo el milagro realizado. Había una súplica en su rostro que provocó la burla de los que no tenían la misma capacidad ni la misma necesidad de soñar. Esta vez hubo recomendaciones y regaños.
En otra ocasión, pregunté a mis alumnas y alumnos: ¿qué quieren ser cuando sean grandes? Y el cofre de sus deseos se abrió ante mí: alguien quería ser astronauta, otros querían ser maestros, artistas o soldados. Cuando le tocó el turno a Leticia, se levantó y con voz firme dijo: “¡Yo quiero ser doctora!" y una carcajada burlona se escuchó en el salón. Apenada, se deslizó en su pupitre invocando al hada madrina que no llegó.
Mi labor en esa escuela terminó junto con el año escolar. La vida siguió su curso. Después de quince años, regresé a esos lugares, ya con mi plaza de maestro. Hasta entonces encontré algunas respuestas y otras preguntas. Las buenas noticias me llegaron en el autobús, antes de llegar al barco donde pasan los pasajeros que van al otro poblado. Llegaron en la presencia de una señorita vestida de blanco.
— ¡Usted es el maestro Víctor Manuel!... , Usted fue mi maestro! –me dijo- sorprendida y sonriente. El que podía encantar serpientes con las historias que contaba.
Halagado, contesté: - Ése mismo soy yo.
— ¿No me recuerda? -preguntó, y continuó diciendo con la misma voz firme de otro tiempo- yo soy Leticia y soy doctora...
Mis recuerdos se atropellaban para reconstruir la imagen de aquella chiquilla que en otro tiempo nadie quería tener cerca. Se bajó del barco dejando, como La Cenicienta, la huella de sus zapatillas en el estribo del autobús ... Y a mi con mil preguntas.
Todavía alcanzó a decirme:
— Trabajo en Parral... búsqueme en la clínica tal... y se fue…
Un día fui a la clínica que me dijo y no la encontré. No la conocían ni la enfermera ni el conserje. ¡Era demasiado bonito para ser verdad! "Los cuentos son bellos pero no dejan de ser cuentos", me lamentaba. Arrepentido de haber ido, y casi derrotado, encontré a la directora de la clínica y hablé con ella. Lo que me dijo, revivió mi fe en la gente y en la literatura:
— La doctora Leticia trabajaba aquí -me contó-. Es muy humana y tiene mucho amor por los pacientes, sobre todo con los más necesitados.
— Ésa es la persona que yo busco -casi grité.
— Pero ya no está con nosotros -dijo la directora.
— ¿Qué ha ocurrido? -pregunté ansioso.
— Nada. La doctora Leticia solicitó una beca para especializarse y la consiguió... ahora está en Italia

miércoles, 31 de julio de 2024

Señor, Tú me conoces

         San Ignacio de Loyola

Señor, Tú me conoces mejor de lo que yo me conozco a mí mismo.
Tu Espíritu empapa todos los momentos de mi vida.
Gracias por tu gracia y por tu amor que derramas sobre mí.
Gracias por tu constante y suave invitación
a que te deje entrar en mi vida.
Perdóname por las veces que he rehusado tu invitación,
y me he encerrado lejos de tu amor.
Ayúdame a que en este día venidero
reconozca tu presencia en mi vida,
para que me abra a Ti.
Para que Tú obres en mí, para tu mayor gloria. Amén.

No cambies

           Tony de Mello

Durante años fui un neurótico. Era un ser angustiado, deprimido y egoísta. Y todo el mundo insistía en decirme que cambiara. Y no dejaban de recordarme lo neurótico que yo era.
Y yo me ofendía, aunque estaba de acuerdo con ellos, y deseaba cambiar, pero no acababa de conseguirlo por mucho que lo intentara.
Lo peor era que mi mejor amigo tampoco dejaba de recordarme lo neurótico que yo estaba. Y también insistía en la necesidad de que yo cambiara.
Y también con él estaba de acuerdo, y no podía sentirme ofendido con él. De manera que me sentía impotente y como atrapado.
Pero un día me dijo: "No cambies. Sigue siendo tal como eres. En realidad, no importa que cambies o dejes de cambiar. Yo te quiero tal como eres y no puedo dejar de quererte".
Aquellas palabras sonaron en mis oídos como música: "No cambies. No cambies... Te quiero...".
Entonces me tranquilicé. Y me sentí vivo. Y, ¡oh, maravilla!, cambié.

martes, 30 de julio de 2024

Algo hermoso para rezar a Dios

Señor...
Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes
y a no mentir para ganarme el aplauso de los débiles.
Si me das fortuna, no me quites la felicidad.
Si me das fuerza, no me quites la razón.
Si me das éxito, no me quites la humildad.
Si me das humildad, no me quites la dignidad.
Enséñame a perdonar, que es lo más grande de los fuertes
y a entender que la venganza es la señal primitiva del débil.
No me dejes culpar de traición a los demás por no pensar como yo.
Enséñame a no juzgar y a querer a los demás como a mí mismo.
Si yo faltara a la gente, dame valor para disculparme.
Si la gente faltara conmigo, dame valor para perdonar.
Señor, si yo me olvido de ti, Tú no te olvides de mí.

¡Cuidado con el carbón!

Un día, Pablito entró a su casa dando patadas en el suelo y gritando muy molesto. Su padre lo llamó y Pablito lo siguió, diciendo enfadado:
- Papá, ¡Te juro que tengo mucha rabia! Carlitos no debió hacer lo que hizo conmigo. Por eso, le deseo todo el mal del mundo, ¡Tengo ganas de matarlo!…
Su padre, un hombre sencillo, pero lleno de sabiduría, escuchaba con calma al hijo quien continuaba diciendo:
- Imagínate que el estúpido de Carlitos me humilló frente a mis amigos. ¡No acepto eso! Me gustaría que él enfermara y no pudiera ir más a la escuela.
El padre seguía escuchando y fue al garaje de la casa, cogió un saco lleno de carbón y lo llevó hasta una esquina del jardín y le propuso:
- ¿Ves aquella camisa blanca que está en el tendedero? Hazte la idea de que es Carlitos y cada pedazo de carbón que hay en este saco es un mal pensamiento que va dirigido a él. Tírale todo el carbón que hay en el saco, hasta el último pedazo. Después volveré para ver cómo ha quedado.
El niño lo tomó como un juego y comenzó a lanzar los carbones, pero como el tendedor estaba lejos, pocos acertaron la camisa. Cuando el padre regresó, le preguntó:
- Hijo, ¿qué tal te sientes?
- Cansado, pero alegre. Acerté algunos pedazos de carbón a la camisa.
El padre tomó al niño de la mano y le dijo:
- Ven conmigo quiero mostrarte algo.
Lo colocó frente a un espejo que le permitió ver todo su cuerpo…
¡Qué susto! Estaba todo negro y sólo se le veían los dientes y los ojos. En ese momento el padre dijo:
- Hijo, como pudiste observar la camisa quedó un poco sucia pero no es comparable a lo sucio que has quedado tú. El mal que deseamos a otros se nos vuelve multiplicado en nosotros. Por más que queremos o podamos perturbar la vida de alguien con nuestros pensamientos, los residuos y la suciedad siempre quedan en nosotros mismos.

Ten mucho cuidado con tus pensamientos porque ellos se transforman en palabras.
Ten mucho cuidado con tus palabras porque ellas se transforman en acciones.
Ten mucho cuidado con tus acciones porque ellas se transforman en hábitos.
Ten mucho cuidado con tus hábitos porque ellos moldean tu carácter.
Y ten mucho cuidado con tu carácter porque de él dependerá tu destino.



domingo, 28 de julio de 2024

El compartir multiplica

        Mari Patxi Ayerra

El milagro más grande que Tú hiciste,
fue cambiar a la gente el corazón,
y compartiendo lo que todos tenían,
la comida para todos fue realidad.
Esta es la tarea que nos ofreces,
continuar esta misma forma de actuar
animando a repartir lo que tenemos
sin que nadie posea nada de más.
Aunque esto, Señor, parece fácil,
y vemos claro que hay que compartir,
la realidad es que tenemos de sobra
y acumulamos mil cosas para vivir.
Tú tomaste, Jesús, el pan de unos,
y el pescado que otros ofrecieron
y al juntarlo y repartirlo justamente
hubo comida para todos, y aún sobró.
El milagro de los panes y los peces,
se produce cada día una y mil veces,
siempre que uno entrega el corazón,
al vivir como hermanos, con justicia y con amor.

Recuerdos de toda una vida

          Canal Asombroso

Estaban sentados en la pequeña sala de estar, la misma donde habían compartido tantas risas y lágrimas a lo largo de los años. Los rayos del sol de la tarde se colaban a través de las cortinas, iluminando suavemente las arrugas en sus rostros.
Ambos sabían que el tiempo se estaba agotando para uno de ellos, pero en ese momento, solo importaba estar juntos.
— ¿Recuerdas cuando nos conocimos? —preguntó él con una sonrisa débil.
— Claro que sí -respondió ella, acariciando suavemente su mano-. Fue en aquel baile de primavera. Llevabas una chaqueta que te quedaba grande y no sabías bailar.
Ambos rieron al recordar aquellos primeros momentos de torpeza y nerviosismo. Era un recuerdo que habían compartido innumerables veces, pero que siempre traía una calidez especial.
— ¿Y la vez que construimos nuestra primera casa? -continuó él, con los ojos llenos de nostalgia-. No teníamos idea de lo que estábamos haciendo, pero lo logramos juntos.
— Cada ladrillo, cada clavo... -añadió ella-. Fue el hogar que llenamos con amor y con las risas de nuestros hijos.
Hablaron de los viajes que hicieron, de las aventuras que vivieron y de los desafíos que enfrentaron. Recordaron las noches de insomnio con bebés llorando y los días largos de trabajo para mantener a la familia. Recordaron los momentos de alegría simple: los paseos por el parque, las cenas en familia y los abrazos al final de un día difícil.
— Hemos vivido una vida llena de momentos hermosos -dijo él, apretando su mano con un poco más de fuerza-. No cambiaría nada de todo lo que hemos pasado juntos.
— Yo tampoco -respondió ella, con lágrimas en los ojos-. Cada momento contigo ha sido un regalo. Incluso ahora, estar aquí contigo, compartiendo estos últimos instantes, es algo que atesoro.
El silencio que siguió no fue incómodo, sino lleno de paz y amor. Ambos sabían que no necesitaban palabras para expresar lo que sentían. Simplemente estar juntos era suficiente. Finalmente, él susurró:
— Gracias por estar siempre a mi lado. No hubiera podido hacerlo sin ti.
— Y yo sin ti -respondió ella, besando su frente-. Gracias por cada momento, cada recuerdo, cada pedacito de vida que compartimos.
Y así, en los últimos momentos, se aferraron a los recuerdos que habían construido juntos, encontrando consuelo en el amor que siempre habían compartido.

Reflexión: Los recuerdos compartidos de toda una vida son el tesoro más valioso que podemos tener: momentos de amor, de risa y de lucha que nos unen y nos fortalecen. Estar presentes hasta el final, acompañando a nuestros seres queridos en sus últimos días, es un acto de amor que trasciende el tiempo.
Es un recordatorio de que, al final del día, lo que realmente importa son los momentos que compartimos y el amor que damos y recibimos. Son un tesoro lleno de valor, porque en ellos reside la verdadera esencia de nuestras vidas.