viernes, 18 de septiembre de 2020

Sentarte con el que fuiste

                      José María Rodríguez Olaizola SJ 

A veces te gustaría sentarte con el que eras hace años; y contarle lo que ahora sabes; y decirle que no tenga miedo a vivir, a equivocarse, a arriesgar... Decirle que se quiera más, y querrá mejor a otros. 
Contarle que muchas batallas no las ganas hasta que aceptas que seguirán ahí siempre. Y otras las ganas cuando las afrontas. Y entonces, por un camino, o por otro, dejan de tener poder sobre ti. 
Decirle que Dios es mucho mayor de lo que ahora mismo intuye, y que lo va a ir descubriendo sin sospecharlo. 
Le contarías que las heridas cicatrizan. 
No le hablarías de algunos nombres que aún están por llegar, y de los que siempre seguirán, quizás para no arruinarle el descubrimiento y la sorpresa de amistades tan plenas. 
Le dirías que procure no hacer demasiado drama de algunas contrariedades. Y que sonría más. 
Le aconsejarías que cuide la espalda, pero no te haría mucho caso, porque hay momentos en que uno cree que siempre va a ser joven. Y quizás está bien así. 
Es un buen ejercicio, sentarse con aquel que fuiste, y contarle el camino que os trajo hasta aquí

La manta para el abuelo

Don Roque era ya un anciano cuando murió su esposa. Durante largos años había trabajado con ahínco para sacar adelante a su familia. Su mayor deseo era ver a su hijo convertido en un hombre de bien, respetado por los demás, ya que para lograrlo dedicó su vida y su escasa fortuna.
A los setenta años, don Roque se encontraba sin fuerzas, sin esperanzas, solo y lleno de recuerdos.
Esperaba que su hijo, ahora brillante profesional, le ofreciera su apoyo y comprensión, pero veía pasar los días sin que éste apareciera y decidió, por primera vez en su vida, pedirle un favor.
Don Roque llamó a la puerta de la casa donde vivía el hijo con su familia.
- ¡Hola, papá! Qué milagro que vengas por aquí...
- Ya sabes que no me gusta molestarte, pero me siento muy solo, además, estoy cansado y viejo.
- Pues a nosotros nos da mucho gusto que vengas a visitarnos, ya sabes que ésta es tu casa.
- Gracias, hijo. Sabía que podía contar contigo, pero temía ser un estorbo. Entonces, ¿no te molestaría que me quedara a vivir con vosotros? ¡Me siento tan solo!
- ¿Quedarte a vivir aquí?... Sí... claro... Pero no sé si estarías a gusto. Tú sabes, la casa es pequeña... mi esposa es muy especial... y luego los niños...
- Mira, hijo, si te voy a causar molestias, olvídalo. No te preocupes por mí, alguien me tenderá la mano.
- No, padre, no es eso. Sólo que... no se me ocurre dónde podrías dormir. No puedo sacar a nadie de su cuarto, mis hijos no me lo perdonarían... Tal vez, espero que no te moleste...
- ¿Qué hijo?
- Dormir en el almacén del patio...
- Dormir en el almacén está bien.
El hijo de don Roque llamó a su hijo de doce años.
- Dime, papá.
- Mira, hijo, tu abuelo se quedará a vivir con nosotros. Tráele una manta para que se tape por la noche.
- Sí, con gusto... ¿Y dónde va a dormir?
- En el almacén del patio; no quiere que nos incomodemos por su culpa.
El niño subió por la manta, tomó unas tijeras y la cortó en dos. En ese momento apareció su padre.
- ¿Qué haces, hijo? ¿Por qué cortas la manta de tu abuelo?
- Sabes, papá, estaba pensando...
- ¿Pensando en qué?
- En guardar la mitad de la manta... para cuando tú seas viejo y vengas a vivir a mi casa... 

jueves, 17 de septiembre de 2020

Oración de san Ambrosio

Si deseo curar mis heridas, eres médico. 
Si necesito alimentarme, eres comida.
Si necesito ayuda, eres fuerza.
Si me oprimen las culpas, eres perdón.
Si temo la muerte, eres vida.
Si deseo el cielo, eres camino.
Si me invaden las tinieblas, eres luz.

La Fábrica de Sueños

Hace muchos, muchos años, vivió un hombre muy bueno que soñaba con cumplir sueños ajenos. Desde pequeño, los sueños habían sido muy importantes para él. A medida que fue creciendo, se dio cuenta que a muchas personas les era difícil hacer realidad lo que soñaban y, lo que era peor, a muchos otros, les era imposible soñar.Y soñó la manera de ayudar a la gente a concretar sus sueños, y como lo soñó con todo el corazón, lo hizo realidad. Con todos sus ahorros, construyó la primera -y única- “Fábrica de sueños”.
Muchos dijeron que estaba loco, otros tantos no y lo ayudaron a cumplir su meta.
Trabajaron muy duro y construyeron un 
edificio con muchas oficinas. La fábrica tenía diferentes dependencias: “Sueños de grandeza”, “Sueños de gloria”, “Sueños sencillos”, “Sueños de amor” y en el último piso y atendida por su dueño, estaba la oficina de los “Sueños Imposibles”. 
A esta última costaba un poco llegar, pero se llegaba siempre porque para Mario, su dueño, no había ningún sueño que no se pudiera hacer realidad. Después de mucho trabajo, muchas críticas y algunos elogios, la fábrica se inauguró. Como de sueños se trataba y de esos que se sueñan despiertos, cada persona que entraba veía la fábrica de diferente manera. 
A quienes tenían sueños de grandeza, la fábrica les parecía el edificio más imponente que hubiesen visto jamás. Por el contrario, los que soñaban una vida simple, veían en ella una simple construcción, cálida y agradable. Dicen que quienes soñaban con ser artistas, podían escuchar, al entrar, música que nadie tocaba y aplausos que nadie brindaba. 


Los que soñaban con un gran amor, aseguraban haber sido atendidos por un angelito que los guiaba con una flecha a su destino tan ansiado.
Y como siempre se dijo que “soñar no cuesta nada”, Mario jamás cobró por sus servicios.
La fábrica trabajaba día y noche buscando amores correspondidos, teatros llenos de público que aplaudiera de pie, o logrando -simplemente- un helado de siete sabores. Pero, sin dudas, su mayor esfuerzo era enseñar a las personas que para alcanzar los sueños, también hay que trabajar y luchar.
Esta era la parte más difícil del trabajo de Mario. La gente llegaba a su fábrica creyendo que, con sólo expresar en voz alta su deseo ya podría ser cumplido.
- A un sueño, hay que ayudarlo -decía siempre Mario- hay que trabajar para lograr lo que uno desea y a veces, mucho -agregaba a sus sorprendidos clientes.
Muchos no lo entendían y se marchaban de la fábrica enfadados y desilusionados. Por el contrario, quienes sí entendían de qué se trataba, trabajaban con tesón por lograr su cometido.
Y así, podía verse en cada oficina personas estudiando mucho, entrenando, ensayando, reflexionando para poder hacer felices a otros. Magos que aprendían trucos sin trucos, payasos que ensayaban rutinas insólitas para lograr la risa más sonora que se hubiese escuchado jamás. Cocineros probando sabores nuevos, recetas locas, combinaciones exóticas, todo por lograr el plato ideal, la comida más rica jamás preparada. Había muchos escritores que borraban, volvían a escribir, hacían bolitas de papel y todo en busca de su tan ansiado libro y otros, que soñaban con salvar el planeta, iban recolectando y reciclando los residuos que la fábrica generaba.
Fueron tiempos felices, donde la mayoría de la gente empezó a entender que un sueño no sólo se sueña, se construye, se defiende, se sostiene y luego se logra.
Dicen, quienes recuerdan aquellos tiempos, que mientras la fábrica estuvo abierta hubo menos robos y los periódicos daban más noticias buenas que de las otras. También aseguran que la gente enfermaba menos y médicos y enfermeras dedicaban el tiempo libre que tenían a concretar sus propios sueños.
Los ahorros de Mario se iban acabando, mucho había invertido y nada ganaba, sin embargo él no pensaba en eso y seguía adelante.
- Deberíamos empezar a cobrar ¿no te parece Mario?, preguntaba Tomás, fiel colaborador.
- De ninguna manera ¡cobrar por ayudar a cumplir un sueño! ¡Ni soñando!
- Las reservas se acaban, yo sé lo que le digo, insistió el joven.
Sin embargo, Mario hizo oídos sordos a lo que decía su colaborador. Era consciente que ya casi no había dinero para sostener la fábrica funcionando, pero su deseo de seguir ayudando pudo más.
Tomás trataba de ajustar lo más que podía el presupuesto, pero sabía que tarde o temprano, en realidad, más temprano que tarde, el dinero se acabaría por completo.
- ¿Has visto Tomás? Esa joven ha encontrado el amor, comentó entusiasmado Mario.
- No queda dinero en el banco –dijo el joven-.
Mario no respondió. No soportaba la idea de perder la fábrica. Y llegó el día tan temido. La fábrica cerró sus puertas. Sentado en la puerta del gran edificio ya vacío, pensaba que no había hecho las cosas bien y se culpaba por no haber escuchado a Tomás. Le invadió una gran sensación de fracaso.
Al día siguiente de cerrar la fábrica, Tomás volvió a ella, sabiendo que encontraría a Mario, como siempre, como todos los días.
Se sentó a su lado, en el umbral de la puerta. Mario no apartaba la mirada del suelo.
- He fracasado, dijo Mario sin mirar al joven.
- Ya lo veremos, respondió Tomás.
Mario no entendió las palabras de su amigo, pero no tardaría en hacerlo.
Al poco tiempo comenzó a darse cuenta que la mayoría de las personas habían aprendido que soñar era mucho más que desear algo. Vio que el fruto de su esfuerzo se reflejaba en niños sanos, amores correspondidos, aplausos sentidos y gente feliz.
Se dio cuenta que, a pesar de que la fábrica hubiese tenido que cerrar sus puertas, la gente no sólo no había dejado de soñar, sino que trabajaba con ahínco por lograr sus metas.
No había sido en vano, no había soñado un sueño imposible. Había abierto en cada persona una puerta que ya no podría volver a cerrarse.
Y entonces fue feliz, aún más de lo que había sido siempre.

domingo, 13 de septiembre de 2020

Setenta veces siete

                            Mari Patxi Ayerra 

Jesús, Tú no eras persona de números, 
pero el setenta veces siete, nos lo dejaste bien claro. 
Es la medida de tu Amor, es la grandeza de tu corazón, 
es la invitación a sanarnos por dentro, 
a dejarnos de palabrerías, de frases hechas, 
de disculpas sin olvidar y concretar perdones. 
Hoy quiero darte las gracias porque, seguro, 
que me has perdonado más de setenta veces siete. 
Hoy quiero pedir perdón a los de alrededor, 
por mis más de setenta veces siete errores. 
Hoy vuelvo a coger la oportunidad que me das 
de empezar de nuevo, como en infinitas ocasiones. 
Gracias, Jesús, porque tu Amor es incontable. 
Gracias, porque tu perdón es interminable. 
Gracias, porque tu corazón es inagotable. 
Gracias, porque tu ilusión conmigo es inacabable. 
Señor, dame un corazón que olvide, tantas veces como Tú, 
que tienda la mano disculpada, tantas veces como Tú, 
que vuelva a creer en el género humano, tantas veces como Tú 
que me limpie de resentimientos y memorias tantas veces como Tú. 
Señor, más de setenta veces siete, quiero seguirte, 
otras tantas, quiero entusiasmarme con tu estilo, 
deseo entretejer mi vida con la tuya 
e igual número de veces te agradezco que insistas en llamarme.

Los dos amigos

Dos amigos iban caminando por el desierto. En algún punto del viaje comenzaron a discutir, y un amigo le dio una bofetada al otro. Lastimado, pero sin decir nada, escribió en la arena:
- “Hoy mi mejor amigo me dio hoy una bofetada.”
Siguieron caminando hasta que encontraron un oasis, donde decidieron bañarse. El amigo que había sido abofeteado comenzó a ahogarse, pero su amigo lo salvó. Después de recuperarse, escribió en una piedra:
- “Hoy mi mejor amigo me ha salvado la vida.”
El amigo que había abofeteado y salvado a su mejor amigo preguntó:
- “Cuando te lastimé escribiste en la arena y ahora lo haces en una piedra. ¿Por qué?”
El otro amigo le respondió:
- “Cuando alguien nos lastima debemos escribirlo en la arena donde los vientos del perdón puedan borrarlo. Pero cuando alguien hace algo bueno por nosotros, debemos grabarlo en piedra donde ningún viento pueda borrarlo.”