viernes, 20 de enero de 2017

Hoy te doy, Señor

Santa Teresa de Calcuta

Jesús ¿quieres mis manos para pasar este día
ayudando a los pobres y enfermos que lo necesitan?
Señor, hoy te doy mis manos
Señor, ¿quieres mis pies para pasar este día
visitando a aquellos que tienen necesidad de un amigo?
Señor, hoy te doy mis pies
Señor, ¿quieres mi voz para pasar este día
hablando con aquellos que necesitan palabras de amor?
Señor, hoy te doy mi voz
Señor, ¿quieres mi corazón para pasar este día
amando a cada hombre solo porque es un hombre?
Señor, hoy te doy mi corazón. Amén.

La tetera

Érase una vez una tetera muy arrogante; estaba orgullosa de su porcelana, de su largo pitón, de su ancha asa; tenía algo delante y algo detrás: el pitón delante, y detrás el asa, y se complacía en hacerlo notar. Pero nunca hablaba de su tapadera, que estaba rota y encolada; o sea, que era defectuosa, y a nadie le gusta hablar de los propios defectos, ¡bastante lo hacen los demás! Las tazas, la mantequera y la azucarera, todo el servicio de té, en una palabra, a buen seguro que se había fijado en la hendidura de la tapa y hablaba más de ella que de la artística asa y del estupendo pitón. ¡Bien lo sabía la tetera!
- «!Las conozco! -decía para sus adentros-. Pero conozco también mis defectos y los admito; en eso está mi humildad, mi modestia. Defectos los tenemos todos, pero una tiene también sus cualidades. Las tazas tienen un asa, la azucarera una tapa. Yo, en cambio, tengo las dos cosas, y además, por la parte de delante, algo con lo que ellas no podrán soñar nunca: el pitón, que hace de mí la reina de la mesa de té. El papel de la azucarera y la mantequera es de servir al paladar, pero yo soy la que otorgo, la que impero: reparto bendiciones entre la humanidad sedienta; en mi interior, las hojas chinas se elaboran en el agua hirviente e insípida.»
Todo esto pensaba la tetera en los despreocupados días de su juventud. Estaba en la mesa puesta, manejada por una mano primorosa. Pero la primorosa mano resultó torpe, la tetera se cayó, se rompió el pitón y se rompió también el asa; de la tapa no valía la pena hablar; ¡bastante disgusto había causado ya antes! La tetera yacía en el suelo sin sentido, y se salía toda el agua hirviendo. Fue un duro golpe, y lo peor fue que todos se rieron: se rieron de ella y no de la torpe mano.
- ¡Este recuerdo no se borrará nunca de mi mente! -exclamó la tetera cuando, más adelante, relataba su vida-. Me llamaron inválida, me pusieron en un rincón, y al día siguiente me regalaron a una mujer que vino a mendigar un poco de grasa del asado. Descendí al mundo de los pobres, tan inútil por dentro como por fuera, y, sin embargo, allí empezó para mí una vida mejor. Se empieza siendo una cosa y, de pronto, se pasa a ser otra distinta... Me llenaron de tierra, lo cual, para una tetera, es como si la enterrasen; pero entre la tierra pusieron un bulbo. Quién lo hizo, quién me lo dio lo ignoro; el caso es que me lo regalaron. Fue una compensación por las hojas chinas y el agua hirviente, por el asa y el pitón rotos. Y el bulbo depositado en la tierra, en mi seno, se convirtió en mi corazón, mi corazón vivo; nunca lo había tenido. Desde entonces hubo vida en mí, fuerza y energías. Latió el pulso, el bulbo germinó, estalló por la expansión de sus pensamientos y sentimientos, que cristalizaron en una flor. La vi, la sostuve, me olvidé de mí misma ante su belleza.
¡Dichoso el que se olvida de sí por los demás! No me dio las gracias ni pensó en mí; a él iban la admiración y los elogios de todos. Si yo me sentía tan contenta, ¿cómo no iba a ser ella admirada? Un día oí decir a alguien que se merecía una maceta mejor. Me partieron por la mitad; ¡ay, cómo dolió!, y la flor fue trasplantada a otro tiesto más nuevo, mientras a mí me arrojaron al patio, donde estoy convertida en cascos viejos. Mas conservo el recuerdo, y nadie podrá quitármelo.

miércoles, 18 de enero de 2017

Sabiduría para comprender tu Ley

Señor, Tú nos ofreces tu palabra y tu ley,
para compartir con nosotros tu sabiduría,
para conducirnos por el camino de bien,
para construir la concordia y la paz,
para ayudarnos a encontrarnos contigo.
No permitas que utilicemos la ley para condenar,
para someter a las personas más débiles,
para defender los intereses de los poderosos,
para justificar injusticias y atropellos,
para convertirla en un ídolo sin corazón.
Señor, danos sabiduría para comprender tu ley,
confianza y voluntad para aceptarla y cumplirla
y acierto para mostrarla a los demás como camino de vida.

Valorarse a sí mismo

Jorge Bucay

Érase una vez un joven que acudió a un sabio en busca de ayuda.
- Vengo, maestro, porque me siento tan poca cosa que no tengo ganas de hacer nada. Me dicen que no sirvo, que no hago nada bien, que soy torpe y bastante tonto. ¿Cómo puedo mejorar? ¿Qué puedo hacer para que me valoren más?
El maestro, sin mirarlo, le dijo:
- «Cuánto lo siento, muchacho. No puedo ayudarte, ya que debo resolver primero mi propio problema. Quizá después…». Y, haciendo una pausa, agregó: «Si quisieras ayudarme tú a mí, yo podría resolver este tema con más rapidez y después tal vez te pueda ayudar».
- E… encantado, maestro -titubeó el joven, sintiendo que de nuevo era desvalorizado y sus necesidades postergados.
- Bien -continuó el maestro. Se quitó un anillo que llevaba en el dedo meñique de la mano izquierda y, dándoselo al muchacho, añadió-:
- Toma el caballo que está ahí fuera y cabalga hasta el mercado. Debo vender este anillo porque tengo que pagar una deuda. Es necesario que obtengas por él la mayor suma posible, y no aceptes menos de una moneda de oro. Vete y regresa con esa moneda lo más rápido que puedas.
El joven tomó el anillo y partió. Apenas llegó al mercado, empezó a ofrecer el anillo a los mercaderes, que lo miraban con algo de interés hasta que el joven decía lo que pedía por él.
Cuando el muchacho mencionaba la moneda de oro, algunos reían, otros le giraban la cara y tan sólo un anciano fue lo bastante amable como para tomarse la molestia de explicarle que una moneda de oro era demasiado valiosa como para entregarla a cambio de un anillo. Con afán de ayudar, alguien le ofreció una moneda de plata y un recipiente de cobre, pero el joven tenía instrucciones de no aceptar menos de una moneda de oro y rechazó la oferta.
Después de ofrecer la joya a todas las personas que se cruzaron con él en el mercado, que fueron más de cien, y abatido por su fracaso, montó en su caballo y regresó.
Cuánto hubiera deseado el joven tener una moneda de oro para entregársela al maestro y liberarlo de su preocupación, para poder recibir al fin su consejo y ayuda.
Entró en la habitación.
- Maestro -dijo-, lo siento. No es posible conseguir lo que me pides. Quizás hubiera podido conseguir dos o tres monedas de plata, pero no creo que yo pueda engañar a nadie respecto del verdadero valor del anillo.
- Eso que has dicho es muy importante, joven amigo -contestó sonriente el maestro-. Debemos conocer primero el verdadero valor del anillo. Vuelve a montar tu caballo y ve a ver al joyero. ¿Quién mejor que él puede saberlo? Dile que desearías vender el anillo y pregúntale cuánto te da por él. Pero no importa lo que te ofrezca: no se lo vendas. Vuelve aquí con mi anillo.
El joven volvió a cabalgar.
El joyero examinó el anillo a la luz del candil, lo miró con su lupa, lo pesó y luego le dijo al chico:
- Dile al maestro, muchacho, que si lo quiere vender ya mismo, no puedo darle más de cincuenta y ocho monedas de oro por su anillo.
– ¿Cincuenta y ocho monedas? -exclamó el joven.
– Sí -replicó el joyero-. Yo sé que con tiempo podríamos obtener por él cerca de setenta monedas, pero si la venta es urgente.
El joven corrió emocionado a casa del maestro a contarle lo sucedido.
- Siéntate -dijo el maestro después de escucharlo-. Tú eres como ese anillo: una joya, valiosa y única. Y como tal, sólo puede evaluarte un verdadero experto. ¿Por qué vas por la vida pretendiendo que cualquiera descubra tu verdadero valor?
Y, diciendo esto, volvió a ponerse el anillo en el dedo meñique de su mano izquierda.


lunes, 16 de enero de 2017

Reconfigurar la vida

Florentino Ulibarri


Reconfigurar la vida:
irse contigo siguiendo tus huellas,
no dar importancia a nuestros proyectos y cosas,
cargar con la cruz que nos venga
sin perder la dignidad y la sonrisa.
Reconfigurar la vida:
ponernos en tus manos humanas y divinas,
o al alcance de tu brisa que va y viene
por esos lugares de la historia
tan poco frecuentados y llenos de sorpresas.
Reconfigurar la vida:
aceptar los golpes, marcas y heridas,
pero no arrugarse ni detener el paso;
vibrar menos sin perder la música
y mantener fresca la memoria.
Reconfigurar la vida:
admirar tus surcos y huellas
en nuestra carne vieja y correosa;
abrirse a tus sugerencias
aunque no lleguemos a entenderlas.
Reconfigurar la vida:
jugar al juego que tú jugaste,
partiéndonos en tiras, esquejes o estrellas,
y compartirse con dignidad dándose en fraternidad.
Reconfigurar la vida:
aceptar como centro, eje y motor
tu Espíritu en nuestra vida;
poner todas las cruces bajo su presencia
y exponernos con esperanza a su brisa.
Reconfigurar la vida:
descubrirnos como flor florecida
-hermosa, perfumada y distinta-;
acercarnos a los otros dignamente
y hacer un jardín para los caminantes.
Reconfigurar la vida:
vivir siendo plenamente en la tierra
aunque la situación sea pasajera;
admirar a las personas y agradecer la vida.
Reconfigurar la vida:
no malograrla en tonterías,
no conservarla escondida
sino compartirla, sin medida, gratis y con alegría.

¿Es usted judío?

Prejuicios

Por lo general, la realidad no es lo que es, sino lo que nosotros hemos decidido que sea:
Una viejecita judía ocupa su asiento en un avión, junto a un enorme sueco al que se queda mirando fijamente. Luego, dirigiéndose a él, le dice:
- «Perdone, señor... ¿es usted judío?».
- «No», le responde el sueco.
Pocos minutos más tarde, ella vuelve a insistir:
- «¿Podría usted decirme, y perdone la molestia, si es usted judío?».
- «¡Le aseguro a usted que no!», responde él.
Ella se queda escudriñándole durante unos minutos y vuelve a la carga:
- «Habría jurado que era usted judío...».
Para acabar con tan enojosa situación, el hombre le dice a la anciana:
- «¡Está bien; sí, soy judío!».
Ella vuelve a mirarle, sacude su cabeza y dice:
- «Pues la verdad es, que no lo parece».
Primero sacamos nuestras conclusiones... y luego hallamos la forma de llegar a ellas.