Mantener siempre atentos los oídos
Al grito del dolor de los demás
Y escuchar su pedido de socorro
Es solidaridad
Mantener la mirada siempre alerta
Y los ojos tendidos sobre el mar,
En busca de algún naufrago en peligro…
Es solidaridad
Sentir como algo propio el sufrimiento
Del hermano de aquí y del de allá;
Hacer propia la angustia de los pobres…
Es solidaridad
Llegar a ser la voz de los humildes,
Descubrir la injusticia y la maldad,
Denunciar al injusto y al malvado…
Es solidaridad
Dejarse transportar por un mensaje
Cargado de esperanza, amor y paz,
Hasta apretar la mano del hermano…
Es solidaridad
Compartir los peligros en la lucha
Por vivir en justicia y libertad,
Arriesgado en amor hasta la vida…
Es solidaridad
Entregar por amor hasta la vida
Es la prueba mayor de la amistada:
Es vivir y morir con Jesucristo
Es solidaridad
sábado, 11 de febrero de 2017
El amor de Madre Teresa de Calcuta
La madre Teresa de Calcuta recogió un día por la calle a una mujer que parecía estar muriéndose de hambre. Le ofreció un plato de arroz. Se quedó mirándolo un largo rato. La madre Teresa trató de convencerla para que comiera.
La misma madre Teresa nos cuenta: Otra noche salimos por Calcuta y recogimos cuatro o cinco personas por las calles. Por su estado las llevamos a nuestra casa del Moribundo. Entre ellas había una anciana que se encontraba muy grave. Dije a las hermanas: «Yo me ocuparé de ella».
Cuando la puse en la cama, me cogió la mano mientras en su rostro aparecía una sonrisa maravillosa. Pronunció una sola palabra: «Gracias», al tiempo que se moría.
Entonces la mujer dijo con sencillez y naturalidad:
- «Yo no… No puedo creer que sea arroz. Llevo mucho tiempo sin comer».
No se quejó contra nadie. Contra nadie pronunció palabras amargas. Simplemente, no podía creer que fuera arroz.
- «Yo no… No puedo creer que sea arroz. Llevo mucho tiempo sin comer».
No se quejó contra nadie. Contra nadie pronunció palabras amargas. Simplemente, no podía creer que fuera arroz.
La misma madre Teresa nos cuenta: Otra noche salimos por Calcuta y recogimos cuatro o cinco personas por las calles. Por su estado las llevamos a nuestra casa del Moribundo. Entre ellas había una anciana que se encontraba muy grave. Dije a las hermanas: «Yo me ocuparé de ella».
Cuando la puse en la cama, me cogió la mano mientras en su rostro aparecía una sonrisa maravillosa. Pronunció una sola palabra: «Gracias», al tiempo que se moría.
jueves, 9 de febrero de 2017
Padre nuestro
Padre, tú no eres en primer lugar nuestro Juez y Señor,
sino nuestro Padre.
Que estás en los cielos,
hacia donde se dirige nuestra mirada,
en medio del camino.
Santificado sea tu actuar liberador,
contra los que oprimen, tal vez, en tu nombre.
Venga a nosotros tu justicia,
comenzando por los más empobrecidos.
Hágase tu voluntad y tu liberación
que empieza en la tierra y termina en el cielo.
El pan de cada día que producimos todos juntos,
dánoslo a comer juntos.
Perdona nuestro egoísmo en la medida
en que combatimos el egoísmo colectivo.
No nos dejes caer en la tentación
de explotar a los demás y de acumular riquezas.
Y líbranos de la venganza y del odio
contra el malo que oprime y reprime.
sino nuestro Padre.
Que estás en los cielos,
hacia donde se dirige nuestra mirada,
en medio del camino.
Santificado sea tu actuar liberador,
contra los que oprimen, tal vez, en tu nombre.
Venga a nosotros tu justicia,
comenzando por los más empobrecidos.
Hágase tu voluntad y tu liberación
que empieza en la tierra y termina en el cielo.
El pan de cada día que producimos todos juntos,
dánoslo a comer juntos.
Perdona nuestro egoísmo en la medida
en que combatimos el egoísmo colectivo.
No nos dejes caer en la tentación
de explotar a los demás y de acumular riquezas.
Y líbranos de la venganza y del odio
contra el malo que oprime y reprime.
La iglesia de la montaña
Érase una iglesia construida en
lo alto de una montaña de Suiza. La iglesia era muy hermosa y había sido
edificada con mucho cuidado. Pero la iglesia no disponía de iluminación.
Los
domingos, al atardecer, la gente de los alrededores contemplaba siempre el
mismo milagro. Las campanas sonaban y los feligreses subían lentamente la
colina para la celebración dominical.
Entraban
todos a la iglesia y ésta, de repente, se llenaba de luz y de un gran
resplandor. Y es que los feligreses subían sus antorchas, las encendían y las
colocaban en las paredes para que su luz llenara toda la iglesia. Si los fieles
eran pocos la luz era muy tenue, pero si eran muchos la luz era mucho más intensa.
Terminada la
celebración, los fieles regresaban a casa con sus antorchas encendidas y los
que los veían bajar la colina contemplaban un gran río de luz que salía de la
iglesia e iluminaba la montaña.
La iglesia
de la montaña se convertía en verdadera iglesia cuando se llenaba de gente, en
esos momentos era cuando todos los creyentes eran luz para los no creyentes y
se hacía verdad la palabra de Jesús: “vosotros sois la luz del mundo”.
martes, 7 de febrero de 2017
Anhelo creer de corazón
Señor, anhelo creer de corazón y de palabra.
Creer con la cabeza y con las manos.Negar que el dolor tenga la última palabra.
Arriesgarme a pensar que no estamos definitivamente solos.
Anhelo saltar al vacío en vida, de por vida,
y afrontar cada jornada con la certeza de que Tú estás.
Anhelo avanzar a través de la duda.
Atesorar, sin mérito ni garantía, alguna certidumbre frágil.
Sonreír en la hora difícil con la risa más clara que pueda imaginarme.
Porque el Amor habla a su modo, acariciando intocables.
¡Anhelo mirar con Tus ojos!
¡Anhelo hablar con Tus palabras!
¡Anhelo amar con Tú corazón!
Revuelo en la cocina
(Manos Unidas contra el Hambre)
Cuando llegó la hora de la comida, en la cocina no había nadie que no estuviera preparado:
- ¡1, 2, 3, arriba!, gritó el plato a la cuchara, al cuchillo y al tenedor. Los tres se colocaban siempre sobre él para hacer el viaje hasta la mesa.
El vaso y la jarra ya estaban listos. Los dos despertaban la admiración del resto, formaban un equipo perfecto. El momento de servir el vino era muy complicado y tenían que coordinarse muy bien para no manchar a la mesa, que era muy delicada. Aunque, para protegerla ya estaban el mantel y su compañera la servilleta:
- ¡No permitiremos jamás que ninguna mancha se salga con la suya!, gritaban. Y la mesa sonreía agradecida.
Como veis todos los utensilios son importantes y necesarios, todos se complementan y trabajan juntos en armonía, sin embargo, las cosas no fueron siempre así… ¿No os lo creéis? Pues os contaré lo que pasó el día en el que todo cambió:
Esa mañana, en la cocina, había armado un gran revuelo. Los utensilios estaban discutiendo sobre quién era más importante. El tenedor, que siempre estaba pinchando, habló en nombre de los chicos:
- ¡1, 2, 3, arriba!, gritó el plato a la cuchara, al cuchillo y al tenedor. Los tres se colocaban siempre sobre él para hacer el viaje hasta la mesa.
El vaso y la jarra ya estaban listos. Los dos despertaban la admiración del resto, formaban un equipo perfecto. El momento de servir el vino era muy complicado y tenían que coordinarse muy bien para no manchar a la mesa, que era muy delicada. Aunque, para protegerla ya estaban el mantel y su compañera la servilleta:
- ¡No permitiremos jamás que ninguna mancha se salga con la suya!, gritaban. Y la mesa sonreía agradecida.
Como veis todos los utensilios son importantes y necesarios, todos se complementan y trabajan juntos en armonía, sin embargo, las cosas no fueron siempre así… ¿No os lo creéis? Pues os contaré lo que pasó el día en el que todo cambió:
Esa mañana, en la cocina, había armado un gran revuelo. Los utensilios estaban discutiendo sobre quién era más importante. El tenedor, que siempre estaba pinchando, habló en nombre de los chicos:
- Chicas, vosotras hacéis bien vuestro trabajo
pero nosotros somos más importantes, tenéis que reconocerlo. Vosotras estáis
para ayudarnos y, sin nosotros, no podríais hacer nada.
La cuchara enseguida contestó:
- Eso es una tontería. Todo el mundo sabe que
nosotras realizamos nuestro trabajo igual, incluso mejor que vosotros y que si
alguno faltase algún día, conseguiríamos sustituirle sin que se notase.
El cuchillo indignado la cortó rápidamente:
- ¡Nuestra superioridad está científicamente
demostrada, por eso, seguiremos siendo nosotros los que mandemos sobre la
cubertería y la vajilla a la hora de comer!
La jarra, en la posición que tomaba cuando se
enfadaba, con las manos en la cintura y mirándole fijamente a los ojos, le
dijo:
- ¡Eso habrá que verlo! ¡Cuando queráis os
demostramos que podemos apañarnos sin vosotros!
El vaso, aunque era bastante tímido, se llenó de
orgullo y también habló:
- ¿Sabéis una cosa?, mientras no aceptéis que
nosotros somos más importantes, ¡nos negaremos a asistir a la mesa y a ver qué
hacéis sin nosotros!
- ¡Eso, eso!, gritaron los demás chicos.
- Vais a tener que suplicarnos que volvamos, dijo
el plato.
- No estéis tan seguros, le contestó la cuchara.
Los chicos, muy gallitos, se encerraron en el
armario a esperar y a observar lo que pasaba. El salero, con su gracia
habitual, comentó:
- Ya veréis lo mal que lo pasan esas sosas a la
hora de la comida. ¡Encima hay asado! ¡A lo mejor, la cuchara, que tiene mucha
cabeza, convence a la carne para que se corte sola!
- Ja, ja, ja, ja, rieron todos.
La verdad es que las chicas estaban bastante
preocupadas, no les gustaba esta situación pero tenían que demostrar que eran
igual de valiosas. Se reunieron para organizarse y, entre todas, fueron encontrando
soluciones al problema:
Las primeras en presentarse fueron dos brochetas
que estaban muy unidas, y que dijeron que ellas podían hacer perfectamente el
trabajo del tenedor.
La bandeja se trajo a la escudilla para sustituir
al plato, y varias servilletas se unieron para formar un gran mantel. Incluso
una tarrina muy coqueta se presentó para sustituir al salero.
- Chicas, contad conmigo para la bebida -dijo,
presumida como siempre, la copa- o acaso habéis creído que la que es fina y
elegante solo vale para los días de fiesta.
Justo en ese momento apareció la navaja, que con
su lengua afilada le dijo:
- ¡Otras no somos tan finas, pero, aunque yo sea
de campo, podré sustituir al cuchillo!
Cuando al día siguiente llegó la hora de comer, la
comida fue desarrollándose sin ningún problema. Los chicos, desde el armario,
esperaban impacientes que algo saliera mal... Y tanto esperaron que
desesperaron.
El mantel, que era el más inteligente, fue el
primero en hablar:
- Chicos, no veis que estamos haciendo el ridículo,
tenemos que reconocer que nos hemos equivocado, y salió del armario para irse
con la mesa.
El tenedor, pinchado en su amor propio, tuvo que
reconocer que las chicas habían conseguido sacar adelante la comida, ¡ellos no
eran tan indispensables como se pensaban!
Uno a uno, fueron saliendo, salvo el cazo, que se
empeñaba en no unirse a “las chicas”. Hasta que la sopera le dijo:
- Ven aquí, ¡cabezón!, que nadie sirve la sopa
como tú. No te das cuenta que, aunque hayamos podido sacar adelante esta
comida, lo podemos hacer mejor colaborando y trabajando todos y todas en común.
Ninguno es más necesario que los demás, todos debemos complementarnos para ser
verdaderamente útiles.
Eso fue lo que pasó aquel día en la cocina y que hizo que todos
aprendiesen una importante lección. Desde entonces, en esa casa, nunca se
volvió a discutir quién era más o menos importante.
domingo, 5 de febrero de 2017
Que sea sal y luz, Señor
J. Leoz
De tu mar, Señor, sea yo la sal que lleve:
alegría donde existan las caras largas,
ilusión donde no sepan lo que es el optimismo,
eternidad, allá donde vean sólo el presente,
caridad, en aquellos rincones
donde aparezca el “yo” y no el “nosotros”.
SEA SAL Y LUZ, SEÑOR
Del Sol que es tu Palabra
y, entonces, anuncie lo que Tú nos traes.
Es posible un mundo, pero como Dios manda.
Grande, un corazón, por el Amor que regalas.
Inmensa, la vida, por el futuro que nos conquistas.
Que no me conforme, oh Señor, con la sal de mi frágil salero.
Que no me quede, oh Señor, con la luz de mis débiles ideas.
Que no presuma, oh Señor, de mis gracias y de mis dones
y, caiga en la cuenta, de que es tu Sal
la que da sabor eterno a los guisos de mis manos.
Que no lleve en cuenta, oh Señor, de mis pequeños aciertos,
cuanto de la Luz que Tú desprendes desde el cielo.
De mis ocurrencias y creatividad,
cuanto de la presencia creadora de Dios.
De mis aportaciones por tu Reino,
cuanto de tu Espíritu que las hace únicas, genuinas y eternas.
QUE SEA, SEÑOR, SAL Y LUZ
Pero sal recogida del mar del cielo,
empaquetada con fuerza del Espíritu Santo.
Y sin más precio que, el saber, que estoy de tu lado y contigo
para hacer de este mundo un pequeño trozo de tu Reino.
Con tu luz, siempre con tu luz, Señor.
SIRA y el pájaro negro
(Manos
Unidas contra el Hambre)
En la aldea donde vive Sira, es costumbre que
cuando nace un bebé su papá le fabrique un sonajero, porque su sonido, dicen,
aleja las enfermedades. Sira quiso que el de su hermanito pequeño fuera
diferente y lo pinto de verde. ¡Le quedó precioso!
En el pueblo todos saben que, cuando llega la
noche, hay que guardar muy bien esos sonajeros, porque, con la oscuridad, el
Pájaro Negro sobrevuela la aldea buscándolos y se los lleva en el pico a su
nido en lo alto de la montaña.
Una noche, sucedió lo que todos en la familia
temían. El Pájaro Negro encontró el sonajero verde del hermanito de Sira y, sin
que nadie se diera cuenta, se lo llevó a su guarida.
Cuando amaneció, el bebé no paraba de llorar.
Había perdido el color de la cara y el brillo de los ojos. Su mamá no sabía qué
le pasaba e intentaba calmarle acunándole en sus brazos. Cuando a mediodía
regresó su papá de trabajar en el campo, se dio cuenta de que el sonajero no
estaba.
- ¿Qué vamos a hacer ahora?, preguntó mamá muy
asustada.
- Tendremos que recuperar el sonajero, dijo papá
decidido.
- Pero eso es imposible, nunca nadie ha conseguido
llegar hasta el nido del Pájaro Negro, el camino está lleno de peligros, se
lamentó mamá.
Sira, permanecía sentada a las puertas de la
cabaña escuchándoles. Mientras se abrazaba las rodillas lloraba por su
hermanito enfermo. No podía permitir que se muriera el bebé y, como siempre
había sido una niña muy valiente, decidió ir ella a buscar el sonajero. Se
levantó de un salto y, sin pensárselo dos veces, agarró la bolsa de tela que
llevaba a la escuela, y echó en ella todos los cacahuetes que pudo coger y un
par de tortas de maíz. Sin hacer ruido, y a escondidas, emprendió el camino.
Más allá de la fuente donde cada mañana recogía el
agua, comenzaba el sendero en el que los niños tenían prohibido adentrarse.
Sira sabía que estaba desobedeciendo y el miedo hacía que le temblasen un poco
las piernas, pero pensar en su hermanito enfermo le dio valor para continuar
caminando.
De repente, cuando pasaba cerca de un gran charco
de aguas estancadas, escuchó un ruido. Era un zumbido muy fuerte, parecido al
de las tormentas de aire. Cuando quiso darse cuenta, tenía delante un enorme
enjambre de Mosquitos Gigantes de esos de los que tantas veces había oído
hablar. Eran tan grandes como ella y tenían una boca inmensa con unos dientes
afilados como los de un león.
Sira recordó lo que la maestra les decía… que si
alguna vez tenían un problema muy difícil de resolver, tenían que usar la
imaginación que tenían en su cabeza. Sira era de las pocas niñas de su aldea
que iban a la escuela. Sus papás querían que estudiara igual que sus hermanos
mayores. Y entonces, pensó que si los mosquitos tenían esa boca tan enorme con
esos dientes tan grandes, seguro que eran muy comilones. Sacó los cacahuetes
que llevaba en su bolsa y los esparció por el suelo. Los mosquitos se lanzaron
a toda velocidad a comerlos y se olvidaron de ella, dejando el camino libre.
Sira corrió como nunca en la vida lo había hecho y enseguida los perdió de
vista.
Había superado la primera prueba, pero sabía que
todavía le quedaba mucho camino por delante hasta llegar a lo alto de la
montaña.
El sendero acababa en un río muy ancho que no
tenía más remedio que cruzar si quería llegar al nido del Pájaro Negro. Sira no
sabía nadar bien, pero ese no era el mayor de los problemas. Lo malo eran los
Gusanos Azules que habitaban en el agua. Eran unos animales muy peligrosos que
atacaban a todos los que intentaban entrar en el río e, incluso, a los que se
acercaban a la orilla a beber. Sentada a los pies de un árbol, Sira se acordó
otra vez de su maestra.
- La maestra siempre nos dice que si somos
generosos recibiremos la ayuda de los demás cuando la necesitemos, pensó. Yo
hago todo esto para ayudar a mi hermanito pero ¿a quién puedo pedir ayuda?
¡Aquí no hay nadie!
En ese momento, el árbol empezó a moverse y los
que estaban a su alrededor, también:
- Hola pequeña, ¿cómo te llamas?, preguntó el
árbol en el que se apoyaba.
- Me llamo Sira, respondió con sorpresa la niña.
- ¿Y qué te trae por aquí?, le dijo el árbol. Este
no es un lugar seguro para una niña.
Sira les explicó su historia y los árboles,
conmovidos, inclinaron las ramas superiores hasta que sus puntas se tocaron
suavemente. Desde abajo, Sira los oía susurrar mientras movían las hojas. Tras
un rato de deliberación, los árboles volvieron a erguirse, pidieron a Sira que
se alejara un poco, y comenzaron a sacudirse con fuerza, para dejar caer sus
ramas más viejas. Con ellas construyeron entre todos una balsa para que la niña
pudiera cruzar al otro lado del río sin que los gusanos la atraparan.
- Muchas gracias por vuestra ayuda, nunca olvidaré
lo que habéis hecho por mí, gritó Sira cuando llegó a la orilla de enfrente.
- Suerte en tu camino, Sira, respondieron los
árboles.
Sira empezó a subir la montaña. Ya estaba
anocheciendo y las sombras la asustaban. Cerca de la cima, vio que el último
tramo del camino estaba cubierto de pinchos envenenados que el Pájaro Negro
había sembrado para defender su nido.
La valiente niña no desfalleció ante el nuevo
obstáculo y, una vez más, usó la cabeza para buscar una solución. Mientras
pensaba, sentada al borde del camino, acariciaba suavemente unas hierbas de
mimbre que cubrían el campo que tenía al lado. Entonces, se le ocurrió un
truco: usaría parte de ese mimbre para hacer una larga alfombra, como le había
enseñado su mamá. Así podría pisar sobre los pinchos sin hacerse daño.
Durante un buen rato, tejió y tejió, y cuando
terminó, extendió poco a poco la larga alfombra sobre el suelo y andando con
mucho cuidado, consiguió evitar los peligrosos pinchos. La noche había teñido
todo de negro, pero la luna también quiso ayudar a la pequeña Sira y salió más llena
que nunca iluminando todo con su luz blanca.
Sira sabía que cada vez faltaba menos para salvar
a su hermano y eso parecía darle alas. Continuó subiendo, y en menos tiempo de
lo esperado, alcanzó el nido. Estaba tranquila porque, como era de noche, sabía
que el Pájaro Negro estaría fuera un buen rato buscando sonajeros. El nido era
enorme y tuvo que hacer un esfuerzo muy grande para conseguir asomarse a su
interior. Cuando lo consiguió, descubrió que el nido estaba lleno de sonajeros
que, durante años, el Pájaro había ido robando a los niños de la aldea.
Sira localizó enseguida el de su hermanito, porque
era el único de color verde. Lo cogió rápidamente y lo metió en su bolsa. Y
luego, como sabía que cada sonajero salvaría a un niño, guardó en el saco y en
los bolsillos todos los que pudo.
Contenta, emprendió el camino de regreso a la
aldea, acompañada por el dulce sonido de los sonajeros.
Mientras tanto, todos en la aldea estaban muy
preocupados por ella. Llevaban toda la noche buscándola y sus papás estaban muy
tristes pensando que podía haberle pasado algo malo. Cuando la vieron aparecer
corriendo por el camino, se pusieron tan contentos que ni siquiera la regañaron
por haberse escapado. Y su alegría se desbordó cuando la niña enseñó a todo el
pueblo lo que traía. Uno a uno fue entregando los sonajeros a sus dueños y,
cuando terminó, corrió a su cabaña para hacer sonar con fuerza el juguete verde
ante su hermanito, que dormía feliz sobre su esterilla. El niño había recobrado
el color y el brillo de los ojos, y volvió a ser un bebé sano.
Durante meses no se habló de otra cosa en la
aldea. Nunca nadie había conseguido llegar hasta el pico de la montaña y ¡mucho
menos una niña!, no podían entender cómo lo había logrado. Todos querían
escuchar su historia.
- Debes tener poderes especiales, le decían unos.
- Y una fuerza como la de un león, le decían
otros.
Sira reía mientras movía la cabeza a derecha e
izquierda, negando.
- Sólo hice lo que la maestra me ha enseñado en la
escuela: ¡Usé la cabeza y la imaginación para vencer los problemas!
La historia de Sira había hecho reflexionar a muchos padres, que
decidieron que sus hijas también tenían que ir a la escuela.
Sira siguió estudiando para lograr algún día que el Pájaro Negro se
marchase para siempre de allí y que ningún niño más enfermase por su culpa.
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