sábado, 25 de enero de 2025

Gracias, Señor, por la fe

Te doy gracias, Señor, porque cuentas conmigo,
a pesar de mi pequeñez y mi pecado.
Cuentas conmigo y me llamas, como llamaste a Pablo,
un fariseo inteligente, fanático, intransigente,
que quería acabar con los que no pensaban como él.
Gracias a tu cercanía, Pablo se cayó del caballo de sus prejuicios
y descubrió que donde abundó el pecado, sobreabundó tu amor;
que tu grandeza se muestra en nuestra debilidad;
que nos podemos fiar de Ti completamente;
que Tú lo habías elegido para anunciar el Evangelio.
También a mí me has cambiado, Señor. Gracias.
Que sepa acercarme cada día a Ti,
para que puedas acabar la obra que has comenzado en mí
y yo sepa contagiar mejor la luz, la alegría
y la esperanza de nacen de la fe.

Un golpe del destino

María, de 72 años, nunca imaginó que el día en que su hijo Mauricio, de 35 años, la llevara al asilo sería uno de los momentos más solitarios de su vida. Viuda desde hacía una década, había dedicado todo a criar a Mauricio, sacrificando sus propios sueños para que él tuviera una educación y un futuro mejor, pero ahora sus fuerzas iban mermando. Sin embargo, en los últimos años, su relación se había enfriado.
— Es por tu bien, mamá. Aquí estarás cuidada -dijo Mauricio mientras dejaba las maletas en la puerta del asilo.
María no respondió. Solo miró cómo se alejaba sin volver la vista atrás. Era como si su propio hijo le hubiera cerrado una puerta al corazón.
El asilo tenía paredes grises y un aire de resignación. María, acostumbrada al bullicio de la vida familiar, sentía que la soledad se posaba sobre ella como una sombra fría.
Al día siguiente, mientras se acostumbraba a la rutina en el asilo, una enfermera le entregó un sobre.
— Esto llegó para usted, señora María.
Era un décimo de lotería que había comprado semanas antes, olvidado entre las facturas de su bolso. Por curiosidad, María pidió a la asistenta que comprobara el décimo y, para su sorpresa, el décimo que ella tenía había ganado un millón de euros. Las emociones se mezclaron en su mente. Por un lado, la alegría de haber recibido un golpe de suerte inesperado, pero, por otro, la tristeza de saber que no tenía a nadie con quien compartirlo.
— La vida tiene formas curiosas de dar lecciones -pensó mientras doblaba el décimo y lo guardaba con cuidado.
La noticia de su premio no tardó en llegar a Mauricio. Al enterarse, no perdió tiempo en ir a visitarla al asilo, esta vez con una sonrisa que parecía sacada de un comercial.
— Mamá, no sabes cuánto te he extrañado -dijo mientras la abrazaba efusivamente.
María, con una mirada tranquila pero sabia, notó el brillo de codicia en los ojos de su hijo. Era el mismo hombre que, días antes, había decidido dejarla allí, argumentando que no podía cuidarla.
— Es curioso, Mauricio. No me has llamado ni una sola vez desde que estoy aquí. ¿Qué ha cambiado? -preguntó María, aunque ya sabía la respuesta.
— Mamá, no digas eso. Solo quiero que estemos juntos otra vez, como antes -respondió él, esquivando la pregunta.
María sonrió con melancolía. Sabía que el dinero era lo único que había despertado ese falso cariño en su hijo. María decidió no enfrentarse a él. Consultó con un abogado y tomó una decisión que cambiaría el rumbo de sus vidas.
Cuando Mauricio llegó al día siguiente para “llevarla a casa”, María le entregó un sobre.
— Esto es para ti, hijo. Llévalo a tu casa y ábrelo allí.
Mauricio, pensando que era una parte del dinero del premio, aceptó emocionado. Sin embargo, al llegar a su apartamento y abrir el sobre, encontró una carta que decía: “Mauricio, este dinero me recordó algo importante: la riqueza verdadera no está en los bienes materiales, sino en las relaciones que construimos. He decidido donar el premio a organizaciones que cuidan a los ancianos abandonados. Ojalá algún día valores lo que realmente importa en la vida.”
Mauricio sintió que el mundo se le venía encima. La imagen de su madre, dejada en el asilo con una maleta y sin un adiós cálido, ahora lo perseguía. Se dio cuenta de que había antepuesto su comodidad y ambición a la mujer que lo había dado todo por él.
Intentó buscar a María, pero cuando llegó al asilo, ella ya no estaba allí. María había encontrado un nuevo propósito en su vida. Con el dinero del premio, había fundado un hogar para ancianos donde los trataban con dignidad y amor. Aunque extrañaba a su hijo, sabía que había hecho lo correcto.
Mauricio, por su parte, quedó con un vacío que ninguna riqueza podía llenar. Aprendió de la manera más dura que el tiempo no se recupera y que el amor de una madre no tiene precio. Porque a veces, las lecciones más valiosas llegan cuando ya es demasiado tarde para corregir los errores.

jueves, 23 de enero de 2025

Ven, Señor... te necesito

              Mariana De Jesús  

Ven, Señor Jesús: te necesito como Zaqueo,
para subirme a lo más alto de mi corazón
y escuchar mi nombre de tus labios e invitarte
a que te hospedes en mi hogar y transformes mi vida entera.
Ven, Señor Jesús: te necesito como Marta,
para que mis afanes cotidianos no sean protagonistas de mi corazón
y, como María, te elija siempre a ti: la mejor parte.
Ven, Señor Jesús: te necesito como el sordomudo,
para que abras mis oídos y sueltes mi lengua
para proclamar tus maravillas y no callarme jamás
ante la Injusticia contra los más débiles.
Ven, Señor Jesús: te necesito como el leproso,
para que limpies mí corazón y no contamine a mis hermanos,
y presentarte y presentarles siempre como ofrenda agradable
un corazón limpio, radiante feliz, enamorado.
Ven, Señor Jesús: te necesito como la viuda pobre,
para deshacerme de tantas migajas con las que obsequio a mi gente,
romper, de una vez por todas, la hucha de mi corazón,
y ofrecer a mis hermanos lo más valioso que poseo:
Tu amor, tu compañía.
Ven, Señor Jesús: te necesito como Tomás,
para que aumentes por diez, por cien, por mil… mi fe
de modo que te reconozca en las llagas, heridas y dolencias
de este mundo, gravemente enfermo.
Ven, Señor Jesús: te necesito como María de Nazaret,
para que mí corazón se convierta en tu pesebre
para que, como Ella, siempre esté dispuesta
a cumplir, fiel y amorosamente, tu voluntad.

La campana que no sonó

            Pq San Pedro Apóstol, El Sauzal

En un pequeño y tranquilo pueblo llamado San Alejo, vivía una niña llamada Candela. Tenía nueve años, ojos brillantes como estrellas y un corazón que siempre buscaba hacer el bien. Cada domingo, Candela caminaba de la mano de su abuela Rosa hacia la iglesia del pueblo, donde se celebraba la Misa con devoción y alegría. La campana de la iglesia resonaba con fuerza, llamando a todos a reunirse y celebrar juntos la Eucaristía.
Una mañana de domingo, Candela despertó con el sonido del viento y las gotas de lluvia golpeando suavemente el techo de su casa. Su abuela estaba junto a la ventana, observando el cielo gris.
- Hoy no creo que sea un buen día para ir a misa, Candela -dijo con un tono dudoso-. Tal vez podríamos rezar en casa.
Candela asintió, aunque una pequeña punzada de tristeza había en su corazón. Después de desayunar, se sentaron juntas a leer el Evangelio del día y rezaron un rosario. Sin embargo, Candela no podía dejar de pensar en la iglesia vacía y en el Padre Miguel celebrando la Misa sin los feligreses reunidos.
Aquella noche, Candela tuvo un sueño muy especial. Se encontró en un campo lleno de luz, donde una hermosa campana dorada estaba suspendida entre dos árboles. La campana intentó sonar, pero de ella no salió ningún sonido.
De repente, una figura luminosa apareció frente a Candela. Era un ángel, con una sonrisa serena y una voz dulce como la música.
- ¿Por qué no suena la campana? -preguntó Candela, intrigada.
- Esta campana representa la alegría de la Eucaristía, el encuentro con Jesús en cada Misa -explicó el ángel-. Pero hoy, en San Alejo, no sonó porque faltó una pieza importante: la presencia de los feligreses.
Candela bajó la mirada, sintiéndose culpable.
- ¿Por eso es tan importante ir a Misa? -preguntó con voz suave.
El ángel asintió.
- Cada Misa es un banquete celestial, donde Jesús se entrega en el Pan y el Vino. Es un regalo de amor infinito, pero también una llamada a estar unidos como familia en la fe. Cuando faltamos, no solo nos privamos de ese encuentro con Él, sino que también la comunidad pierde una parte de su corazón.
Candela sintió cómo un calorcillo llenaba su pecho.
- ¿Y qué puedo hacer para que la campana vuelva a sonar?
- Nunca dejes que pequeñas dificultades te aparten del encuentro con Jesús en la Misa. Invita a otros a unirse también. Recuerda que asistir a Misa es una forma de amar y honrar a Dios, quien te ama más de lo que puedes imaginar.
Candela despertó con determinación. A la mañana siguiente, habló con su abuela y juntas decidieron no faltar nunca más a Misa, a menos que fuera por un motivo grave. Ese domingo, la campana de la iglesia volvió a resonar con fuerza, llenando el pueblo con su alegre sonido. Candela, sentada junto a su abuela, miró al altar y sonrió, sabiendo que había respondido a la llamada de Jesús con todo su corazón.

domingo, 19 de enero de 2025

Jornada de la Infancia Misionera

Querido Jesús, quiero ser tu misionero
y llevar al mundo entero lo que soy y lo que tengo.
Quiero compartir, darme y vivir
con aquel que me necesita para conocerte a ti.
Te entrego mis manos y lo que en ellas guardo.
Te entrego mis tesoros, tú los convertirás
en sueños para otros.
Te entrego mi corazón, úsalo para tu misión.
Querido Jesús, toma lo que tengo.
Yo te lo quiero dar para que otros niños
tengan la oportunidad de descubrir que los quieres,
que los quieres de verdad,
que tu amor es infinito y jamás se acabará. Amén

El árbol envidioso

El roble vivía en un bosque hermoso y lleno de árboles. Tenía un tronco robusto, ramas frondosas y hojas verdes y brillantes. Sin embargo, el árbol no se sentía contento. Siempre estaba mirando a los demás árboles y lamentándose por lo que él no tenía.
“¡Mira ese árbol tan alto!, pensaba. ¡Yo quisiera ser tan alto como él!”
“Ese árbol tiene tantas frutas, se decía. ¡Yo quisiera tener tantas frutas como él!”
“Ese árbol tiene flores tan hermosas, se lamentaba. ¡Yo quisiera tener flores tan hermosas como él!”
El árbol no se daba cuenta de que él también tenía muchas cosas bellas. Su tronco robusto le permitía resistir los fuertes vientos. Sus ramas frondosas proporcionaban sombra a los animales del bosque. Sus hojas verdes y brillantes llenaban de vida el bosque.
Pero el árbol estaba demasiado ocupado mirando a los demás para apreciar lo que él mismo tenía.
Un día, un búho sabio se posó en una rama del árbol. El búho observó al árbol con tristeza y le dijo:
— ¿Por qué estás tan triste, roble? ¿Por qué no te sientes contento con lo que tienes?
El árbol le contó al búho sus lamentos y sus envidias. El búho escuchó con paciencia y luego le dijo:
— Querido roble, eres un árbol hermoso y fuerte. Tienes todo lo que necesitas para ser feliz. No pierdas el tiempo envidiando a los demás. Concéntrate en apreciar lo que tienes y ser feliz con lo que eres.
Las palabras sabias del búho hicieron que el árbol reflexionara sobre su comportamiento. Se dio cuenta de que tenía razón. Él se había estado enfocando en lo que no tenía y había olvidado lo que sí tenía.
A partir de ese día, el árbol decidió cambiar su actitud. Empezó a apreciar su tronco robusto, sus ramas frondosas y sus hojas verdes y brillantes. Se dio cuenta de que era un árbol especial y que tenía mucho que ofrecer al bosque.
El árbol empezó a ayudar a los animales del bosque a encontrar refugio bajo sus ramas. Compartió sus frutas con los animales hambrientos. Y sus flores llenaron el bosque de colores y aromas. El árbol finalmente encontró la felicidad. Se dio cuenta de que la felicidad no viene de tener más cosas, sino de apreciar lo que ya tenemos.

La historia del árbol envidioso nos recuerda que la verdadera riqueza no se mide por lo que poseemos, sino por lo que somos y por lo que podemos dar a los demás.