sábado, 19 de octubre de 2019

Gracias por los misioneros

Queremos darte gracias, Padre santo, y alabarte por tu Hijo,
el primer enviado, el primer misionero,
y por los misioneros que se han ido lejos enviados por Ti.
Gracias, Padre, porque ellos no dan oro ni plata, sino sus vidas:
se dan a sí mismos y dan, simple y llanamente, testimonio de ti.
Gracias, porque para los poderosos de este mundo,
entregan su vida a cambio de nada,
casi siempre en el anonimato de los elegidos por tu Palabra.
Gracias por estos hombres y mujeres,
seguidores de tu Hijo, llenos de valor en su sencillez.
Ellos no aceptarían que les llamásemos héroes
porque quieren ser fieles a la parábola de tu Hijo Jesús:
aquello de los trabajadores que, al final de la jornada,
dicen con naturalidad: «siervos inútiles somos».
Gracias, Padre, porque son muchos los misioneros
que dicen con sinceridad que son felices
y que no se cambiarían por nada ni por nadie.
Ayúdales en su trabajo, casi siempre entre los más pobres,
Ayúdales a ofrecer cada día con generosidad
a los pobres de la tierra la Palabra de tu Hijo:
anuncio de vida, de esperanza, de liberación, de salvación.
Y ayúdanos a nosotros a ser misioneros en nuestra sociedad,
donde es difícil creer en ti, anunciar tu mensaje, seguir tu llamada.
Y, finalmente, gracias, otra vez, por tu Hijo Jesús,
el primer misionero, que nos enseñó a todos
el camino de la fidelidad a tu Palabra:
camino de entrega y generosidad, camino de amor y misericordia,
camino de vida buena y bella de verdad.

El pajarito que no podía volar


En un bonito valle, lleno de flores, con grandes árboles de altas ramas y verdes hojas; nació un pequeño pajarito. En lo alto de un árbol, en una de las ramas más altas, estaba el nido lleno de huevos, y una soleada mañana de primavera nacieron los pajaritos. Uno de ellos tardó un poco más en romper el cascarón y ver la luz de la mañana. Desde el primer momento se distinguió de sus hermanos por ser algo más pequeño y por ser un poco más lento en aprender. Aprendía lo mismo que sus hermanos, pero le costaba un poquito más. Todos los pajaritos eran felices y el pequeño pajarito también.
Una mañana, cuando ya habían crecido lo suficiente, les tocó aprender una importante lección, era el día de aprender a volar. El pequeño pajarito estaba nervioso e ilusionado, ya que este era un gran paso, era un aprendizaje muy importante, y aunque no lo dijo tenía algo de miedo.
Primero aprendieron a mover las alas dentro del nido, después a moverlas dando pequeños saltitos y mantenerse en el aire a apenas unos centímetros del suelo. Después uno a uno iban saltando del nido y moviendo sus alas para volar. Llegó el turno del pequeño pajarito, su madre estaba muy pendiente de él, ya que sabía que a veces le costaba un poquito más aprender. El pajarito estaba muy nervioso y temeroso. Le llegó el turno de saltar desde el nido al aire y lo hizo, pero estaba tan temeroso que sus alitas no le respondieron bien, su coordinación falló, caía al vacío a gran velocidad, mientras sus hermanitos y su madre le gritaban “abre las alas”. Intentó abrir sus alas, pero se golpeó con una rama. Su mamá tuvo que volar en su ayuda y recogerlo antes de golpearse contra el suelo, pero su ala ya estaba herida.
A causa de este accidente, el pequeño pajarito no pudo aprender a volar. Su ala quedo lastimada para siempre desde aquel fatídico momento. Y así fue como el pajarito creció sin aprender a volar. Siempre paseaba por el suelo, y solo subía a las ramas de menos altura, dando saltitos.
El pajarito creció sin volar, y se convirtió en un hermoso pájaro de plumas de colores y porte elegante. Pero siempre caminaba por el suelo. Aunque sus hermanos insistieran en que tenía que volar, él no quería intentarlo, ya que sabía que era inútil, pues su ala estaba lastimada y nunca conseguiría volar.
Una tarde mientras paseaba, escuchó un ruido desde lo alto. Levantó la cabeza y encontró a uno de sus hermanos enganchado entre las ramas de un árbol, en lo alto.
- Ayúdame -le dijo su hermano- rápido me caigo.
- Iré a buscar a alguien -respondió el pajarito- no te muevas.
- No, no hay tiempo -le dijo su hermano- ¡vuela y ayúdame!
El pajarito cerró los ojos con miedo, realmente no tenía otra alternativa, aun sabiendo que no podía volar, cerró los ojos y movió con todas sus fuerzas las alas. Entonces al notar el aire en su rostro y el vacío en sus pies, abrió de nuevo los ojos para comprobar sorprendido que estaba volando. El pajarito voló y ayudó a su hermano.
Entonces descubrió que siempre había podido volar, pero nunca lo intentó porque siempre creyó que no podía hacerlo.

viernes, 18 de octubre de 2019

¡Cómo quisiera!

Señor, cómo quisiera en cada aurora
aprisionar el día, y ser tu primavera en gracia y alegría,
y crecer en tu amor más todavía.
En cada madrugada abrir mi pobre casa,
abrir la puerta, el alma enamorada, el corazón alerta,
y conmigo tu mano siempre abierta.
Ya despierta la vida con su canción de ruidos inhumanos;
y tu amor me convida a levantar mis manos
y a acariciarte en todos mis hermanos.
Hoy elevo mi canto con toda la ternura de mi boca,
al que es tres veces santo, a ti que eres mi Roca
y en quien mi vida toda desemboca.

Los verdaderos milagros


Tres personas iban caminando por una vereda de un bosque:
Un sabio con fama de hacer milagros, un poderoso terrateniente del lugar, y, un poco detrás de ellos, escuchando la conversación, iba un joven estudiante, alumno del sabio.
- Me han dicho en el pueblo que eres una persona muy poderosa, incluso que puedes hacer milagros.
- Soy una persona vieja y cansada... ¿cómo crees que yo podría hacer milagros?
- Pero me han dicho que sanas a los enfermos, haces ver a los ciegos y vuelves cuerdo a los locos... esos milagros sólo los puede hacer alguien muy poderoso.
- ¿Te referías a eso?, tú lo has dicho, esos milagros sólo los puede hacer alguien muy poderoso... no un viejo como yo; esos milagros los hace Dios, yo solo pido que se conceda un favor para el enfermo, o para el ciego, todo el que tenga la fe suficiente en Dios, puede hacer lo mismo.
- Yo quiero tener la misma fe para poder realizar los milagros que tú haces... ¡muéstrame un milagro para poder creer en tu Dios!
- Esta mañana, ¿volvió a salir el sol?
- ¡Si, claro que si!
- Pues ahí tienes un milagro... el milagro de la luz.
- No, yo quiero ver un verdadero milagro, oculta el sol, saca agua de una piedra... mira: hay un conejo herido junto a la vereda, tócalo y sana sus heridas.
- ¿Quieres un verdadero milagro?, ¿no es verdad que tu esposa acaba de dar a luz hace algunos días?
- ¡Sí!, fue varón y es mi primer hijo.
- Ahí tienes el segundo milagro... el milagro de la vida.
- Sabio, tú no entiendes, quiero ver un verdadero milagro...
- ¿Acaso no estamos en época de cosecha?, ¿no hay trigo y sorgo dónde hace unos meses sólo había tierra?... pues ahí tienes el tercer milagro.
- Poderoso: Creo que no me he explicado, lo que yo quiero... (el sabio lo interrumpe).
- Te has explicado bien, yo ya hice todo lo que podía hacer por ti... si lo que encontraste no era lo que buscabas, lamento desilusionarte, yo he hecho todo lo que podía hacer.
Dicho esto, el poderoso terrateniente se retiró muy desilusionado por no haber encontrado lo que buscaba.
El sabio y su alumno se quedaron parados en la vereda. Cuando el poderoso terrateniente iba muy lejos cómo para ver lo que hacían el sabio y su alumno, el sabio se dirigió a la orilla de la vereda, tomó al conejo, sopló sobre él, y sus heridas quedaron curadas; el joven estaba algo desconcertado.
- Maestro, te he visto hacer milagros como éste casi todos los días, ¿por qué te negaste a mostrarle uno al caballero? ¿por qué lo haces ahora que no puede verlo?
- Lo que él buscaba no era un milagro, era un espectáculo. Le mostré tres milagros y no pudo verlos... Para ser rey, primero hay que ser príncipe, para ser maestro primero hay que ser alumno... no puedes pedir grandes milagros si no has aprendido a valorar los pequeños milagros que se te muestran día a día. El día que aprendas a reconocer a Dios en todas las pequeñas cosas que ocurren en tu vida, ese día comprenderás que no necesitas más milagros que los que Dios te da todos los días sin que tú se los hayas pedido.

jueves, 17 de octubre de 2019

A san Ignacio de Antioquía

«Quien entrega su vida por amor,
la gana para siempre», dice el Señor.
Aquí el bautismo proclama
su voz de gloria y de muerte.
Aquí la unción se hace fuerte
contra el cuchillo y la llama.
Mirad cómo se derrama
mi sangre por cada herida.
Si Cristo fue mi comida,
dejadme ser pan y vino
en el lagar y en el molino
donde me arrancan la vida.

El rey pequeñito


                 Del libro “El Silencio del Alma”

Había una vez en un reino un príncipe que le llamaban “pequeñito” por su baja estatura. Siempre había sido un segundón y poca gente de su alrededor le respetaba por cómo era, sino simplemente porque era el futuro rey. El príncipe siempre se veía obligado a hacer lo que todo el mundo quería, hasta su padre el rey confiaba poco en él y su familia le manipulaba. Todo lo que tenía lo había conseguido con su trabajo y valor pero debido a su corta estatura, nadie le concedía crédito y se fijaba en su interior.
Un día de verano, dando un paseo a caballo, salió del reino sin darse cuenta y se sintió perdido. Vio entonces a una joven paseando y decidió ir a pedirle ayuda. Cuando la vio su corazón dio un vuelco, era la mujer más bella que había visto nunca y al instante se enamoró de ella. El se presentó y le contó que se había perdido pero que estaba contento porque gracias a su extravío la había conocido. Ella se ruborizó pero se presentó como la joven Eiza y no dudó en ayudar al príncipe a volver a casa.
A partir de aquel día, el príncipe iba todas las tardes hasta el sitio donde encontró a Eiza y allí estaba ella esperándole. Pronto se hicieron amantes y se juraron amor eterno. Fueron los días más felices en la vida del príncipe pues a Eiza no le importaba su estatura, sólo miraba su interior y allí veía un gran hombre enamorado y lleno de humanidad.
Pasó el verano y los días se hacían más cortos, por lo que el príncipe pidió a Eiza que todos los días llevara una lámpara de aceite para poder distinguirla entre las sombras del atardecer. Eran felices como nunca lo habían sido y Eiza le prometió que si estaba con ella e iba a su reino, le trataría como a un rey.
Pero no eran tan fáciles las cosas pues él debía ser el sucesor de su padre y no podía marcharse al otro reino. Además su madre ya le había buscado una mujer con la que casarse y le había planificado su vida, como siempre. Para empeorar las cosas, su padre el rey se enteró que estaba viendo a una mujer de otro reino a escondidas y le castigó sin poder salir del castillo. El príncipe se sintió el más desdichado del mundo, su vida no le pertenecía, tenía que hacer siempre lo que los demás querían y además no podría ver a su gran amor. Debido a esto, el príncipe enfermó, su tristeza menguaba su cuerpo y día tras día perdía peso. No podía seguir así y una tarde que se encontró con más fuerzas abandonó el castillo. Sabía que al huir nunca llegaría ser rey, pero tenía que elegir entre hacer lo que su corazón le indicaba o ser un mediocre intentando quedar bien con todo el mundo pero sin ser él mismo.
Cabalgó y cabalgó sin darse apenas cuenta llegó al lugar donde se encontró por primer vez con Eiza. Hacía meses que no la veía, que no sabía nada de ella. De repente, sintió una gran angustia dentro de sí mismo, ya no pensaba en el castillo, en su familia, en lo que dejaba atrás, sino su pensamiento fue hacía la que era su gran amor. ¿La volvería a ver? ¿se acordaría ella de él?
Y mientras cabalgaba errante sumido en sus pensamientos, de repente vio una luz entre los árboles. Al principio se asustó pues creyó que era la guardia que venía tras él pero luego se dio cuenta que aquella luz le era muy familiar. Se acercó poco a poco entre las sombras del anochecer y vio a Eiza llevando la lámpara de aceite. Su corazón empezó a palpitar fuertemente, no lo podía creer, ella estaba allí esperándole. Bajó de su caballo rápidamente y abrazó con todas sus fuerzas a su gran amor. Un sentimiento de felicidad inundó a ambos.
- No puedo creerlo, estás aquí, cómo deseaba volver a verte.
- Todos estos meses he seguido viniendo aquí al atardecer, día tras día, como hacía antes cuando estábamos juntos. Sabía que un día volverías a estar conmigo.
- Quiero estar contigo el resto de mi vida, no quiero volver a separarme de ti nunca más. Llévame a tu casa que voy a pedir tu mano a tu padre.
- ¡Qué feliz soy querido!
Y se fueron juntos a casa de ella. Pero el príncipe se quedó sorprendido cuando entraron en el castillo y fueron a ver al rey.
- ¡Dios mío, eres la hija del rey!
- Así es, ya te dije que si estabas conmigo te iba a tratar como a un rey.
Se casaron y pasó el tiempo. Curiosamente el príncipe “pequeñito” se convirtió en rey pero no del reino de su padre sino del de su mujer Eiza. En un viaje a su antiguo reino fue a hablar con sus padres, pero ahora de igual a igual, él era también rey. Y todos los habitantes de su antiguo reino le guardaban ahora respeto también. Hizo las paces con su familia y a la muerte de su padre heredó también la corona. Así que decidió unir los dos reinos y llegó una nueva etapa de paz y prosperidad. Todos le admiraban ahora y le querían por lo que él mismo era, por su gran corazón y estaban orgullosos de vivir en el nuevo gran reino del rey “pequeñito”.

miércoles, 16 de octubre de 2019

Vuestra Soy - Voz: Ana Moya

Vuestra soy, para Vos nací

Vuestra soy pues me criasteis; vuestra, pues me redimisteis;
vuestra, pues que me sufristeis; vuestra, pues que me llamasteis;
vuestra, porque me esperasteis; vuestra, pues no me perdí.
¿qué mandáis hacer de mí?
Veis aquí mi corazón, yo lo pongo en vuestra palma:
mi cuerpo, mi vida y alma, mis entrañas y aflicción.
Dulce Esposo y Redención, pues por vuestra me ofrecí;
¿qué mandáis hacer de mí?
Dadme muerte, dadme vida, dad salud o enfermedad,
honra o deshonra me dad, dadme guerra o paz crecida
flaqueza o fuerza cumplida, que a todo digo que sí:
¿qué queréis hacer de mí?
Dadme riqueza o pobreza, dad consuelo o desconsuelo,
dadme alegría o tristeza, dadme infierno o dadme cielo,
vida dulce, sol sin velo, pues del todo me rendí:
¿qué mandáis hacer de mí?
Si queréis que esté holgando quiero por amor holgar;
si me mandáis trabajar, morir quiero trabajando;
decid dónde, cómo y cuándo, decid, dulce amor, decid:
¿qué mandáis hacer de mí?

Los dos mendigos


Dos mendigos compartían juntos su pan cada tarde sentados en el banco del parque. Cada día se encontraban a la misma hora y cada día compartían el pan que habían recibido de limosna.
Por circunstancias particulares debieron separarse.
Entre tanto, uno de ellos tuvo la suerte de recibir una herencia inesperada. Se construyó una gran mansión donde no faltaba nada.
Pasados algunos años el otro mendigo pasaba por el pueblo y se le ocurrió preguntar por su viejo amigo. Alguien le mostró la gran casa que había construido fruto de una herencia. Era uno de los más ricos del pueblo.
Extrañado se acercó y llamó a la puerta. Salió el rico y lo echó con cajas destempladas.
El mendigo, insistió en la vieja amistad y en el pan duro compartido.
- No te conozco, vete.
Tanto insistió que, al fin consiguió que, al menos le enseñase por dentro la casa. Lo llevó delante del espejo y le dijo:
- “¿Qué ves?”
- Me veo a mí mismo.
- Ven acá -y lo llevó a la ventana-. Y ¿ahora qué ves?
- Veo la calle y el parque.
- Ya ves, desde que te has hecho rico sólo sabes mirarte al espejo y sólo ves tu cara. Ya no conoces a nadie. ¿Y sabes por qué? Porque el vidrio del espejo tiene por detrás una capa de plata. Es tu riqueza la que te impide ver a los demás.
Y el mendigo se fue triste, no tanto por su condición de mendigo, sino porque su amigo ahora ya no veía ni sentía.

lunes, 14 de octubre de 2019

No dejes nunca de creer


No dejéis nunca de creer... 
que Dios ha puesto en vosotros el amor;
que creáis en la vida y en la solidaridad.
que creáis en el amor, el beso y la caricia.
que creáis en el diálogo que sugiere y escucha.
que creáis en el construir el "nosotros" cada día.
que, en una palabra, creáis en Dios, Señor de la felicidad.
Que Dios os bendiga y os proteja siempre.
Que vuestros deseos se hagan realidad.
Que ayudéis siempre a los demás.
y dejéis que los demás os ayuden.
Que construyáis una escalera hasta las estrellas
y, las subáis peldaño a peldaño.
Que vuestras manos estén siempre llenas.
Que vuestros pies estén siempre dispuestos.
Que vuestros corazones están siempre alegres.
Que vuestra canción sea siempre cantada.
Que permanezcáis por siempre en el amor.

El caballo de Alejandro Magno


El caballo más famoso de la antigüedad se llamaba Bucéfalo. ¿Por qué fue famoso? Porque era el caballo de Alejandro Magno.
Cuenta la historia que cuando Alejandro Magno tenía trece años, le regalaron este caballo. Bucéfalo era hermoso. Pero este lindo caballo era tan indomable que nadie lo podía montar, ni siquiera el padre de Alejandro, que era un gran jinete.
El niño Alejandro estaba seguro de que podía domar a Bucéfalo y rogó a su papá que le permitiera intentarlo. Alejandro se había dado cuenta de que el caballo tenía miedo de su propia sombra, así que lo puso mirando al Sol y lo acarició hablándole con voz tranquila, hasta que Bucéfalo se acostumbrara a su voz.
Después se montó sobre él e hizo que corriera hacia el campo hasta que el caballo se cansó por sí solo. Entonces Bucéfalo ya sabía quien su amo, que lo había domado sin necesidad de látigos ni espuelas.
Por eso sirvió a Alejandro en muchas batallas. Años después, Bucéfalo murió y Alejandro, que para entonces ya era un gran conquistador, le dio un entierro real y en su honor le puso el nombre a una ciudad: Alejandría Bucéfala.

Alejandro Magno domó a Bucéfalo gracias a la paciencia, la ternura y la inteligencia que demostró con su caballo.
Así como actuó este joven con su caballo, debemos ser nosotros en nuestro trato con los demás:
1º- seamos comprensivos siempre con todos. Tratémoslos con bondad, pongámonos en su lugar.
2º- seamos pacientes, y no esperemos resultados inmediatos, sino con el tiempo y la constancia.
Si sigues estos dos pasos veras que los demás te tratan de la misma forma en que tú los tratas a ellos.

domingo, 13 de octubre de 2019

¡Que sea agradecido, Señor!

Querido Jesús:
Quiero ir por la vida dando gracias
a tantas personas que me ayudan,
me corrigen y luchan por mi.
Gracias a ti también
por regalarme la vida, la familia,
la salud, el tesoro de la fe
y todas las cosas que tengo.
Tú me has bendecido con tus dones
y lo sigues haciendo cada día:
generosamente, con amor, porque tú eres así.
Haz de mi vida un canto de acción de gracias,
que mi gozo sea alabarte y cantar tus dones.
Que sea capaz de acoger con cariño
mis limitaciones y mi propia vida tal como es,
y las vidas de mis hermanos
tal como tú quieres que sean.
Que sea agradecido, Señor, contigo
y con mis hermanos a los que tanto debo.

La casa imperfecta


Un maestro de construcción ya entrado en años estaba listo para retirarse a disfrutar su pensión de jubilación. Le contó a su jefe acerca de sus planes de dejar el trabajo para llevar una vida más placentera con su esposa y su familia. Iba a extrañar su tarea mensual, pero necesitaba retirarse; ya se las arreglarían de alguna manera.
El jefe se dio cuenta de que era inevitable que su buen empleado dejara la compañía y le pidió, como favor personal, que hiciera el último esfuerzo: construir una casa más. El hombre accedió y comenzó su trabajo, pero se veía a las claras que no estaba poniendo el corazón en lo que hacía. Utilizaba materiales de inferior calidad, y su trabajo, lo mismo que el de sus ayudantes, era deficiente. Era una desdichada manera de poner punto final a su carrera.
Cuando el albañil terminó el trabajo, el jefe fue a inspeccionar la casa y le extendió las llaves de la puerta principal.
- "Esta es tu casa, querido amigo -dijo- es un regalo para ti por tantos años de trabajo para mí".
Si el albañil hubiera sabido que estaba construyendo su propia casa, seguramente la hubiera hecho totalmente diferente. ¡Ahora tendría que vivir en la casa imperfecta que él mismo había construido!
Hagas lo que hagas, hazlo bien. Todo lo que hagas hazlo con amor, no dañes a nadie, sé un buen ejemplo, da lo Mejor y recibirás lo Mejor…