sábado, 23 de junio de 2018

Buenos días, Señor

Gracias, Señor, por este nuevo amanecer.
Gracias por este nuevo empezar.
Gracias por tu nueva presencia.
Quiero sembrar paz, solidaridad,
amor entre mis hermanos.
y sé, Señor, que esta tarea
la comienzan cada día
muchos hermanos
de cualquier punto de la tierra;
y eso me alienta y empuja.
También te pido por ellos,
y con ellos te digo con una sonrisa:
¡BUENOS DÍAS, SEÑOR!

Sembrando flores

Había una vez un hombre que subía cada día al autobús para ir al trabajo.
Una parada después, una anciana subía al autobús y se sentaba al lado de la ventana. La anciana abría una bolsa y durante todo el trayecto, iba tirando algo por la ventana.
Siempre hacía lo mismo y un día, intrigado, el hombre le preguntó qué era lo que tiraba por la ventana.
- ¡Son semillas! -le dijo la anciana.
- ¿Semillas? ¿Semillas de qué?
– De flores… es que miro afuera y está todo tan vacío… Me gustaría poder viajar viendo flores durante todo el camino. ¿Verdad que sería bonito?
– Pero las semillas caen encima del asfalto, las aplastan los coches, se las comen los pájaros… ¿Cree que sus semillas germinarán al lado del camino?
– Seguro que sí. Aunque algunas se pierdan, alguna acabará en la cuneta y, con el tiempo, brotará.
– Pero… tardarán en crecer, necesitan agua…
– Yo hago lo que puedo hacer. ¡Ya vendrán los días de lluvia!
La anciana siguió con su tarea… Y el hombre bajó del autobús para ir a trabajar, pensando que la anciana había perdido un poco la cabeza.
Unos meses después, yendo al trabajo, el hombre, al mirar por la ventana, vio todo el camino lleno de flores… ¡Todo lo que veía era un colorido y florido paisaje! Se acordó de la anciana, pero hacía días que no la había visto. Preguntó al conductor:
– ¿La anciana de las semillas?
– Pues, ya hace un mes que murió.
El hombre volvió a su asiento y siguió mirando el paisaje.
«Las flores han brotado, se dijo, pero ¿de qué le ha servido su trabajo? No ha podido ver su obra».
De repente, oyó la risa de un niño pequeño. Un niño señalaba entusiasmado las flores…
– ¡Mira, papá! ¡Mira cuántas flores!
Dicen que aquel hombre, desde aquel día, hace el viaje de casa al trabajo con una bolsa de semillas que va arrojando por la ventanilla.

viernes, 22 de junio de 2018

Salmo de San Francisco de Asís

¿Hasta cuándo, Señor, me olvidarás por siempre?
¿Hasta cuándo apartarás tu rostro de mí?
¿Hasta cuándo tendré congojas en mi alma,
dolor en mi corazón cada día?
¿Hasta cuándo triunfará mi enemigo sobre mí?
Mira y escúchame, Señor, Dios mío.
Ilumina mis ojos para que nunca me duerma en la muerte,
para que nunca diga mi enemigo:
He prevalecido contra él.
Los que me atribulan se alegrarían si yo cayera;
pero yo he esperado en tu misericordia.
Mi corazón exultará en tu salvación;
cantaré al Señor que me colmó de bienes,
y salmodiaré al nombre del Señor altísimo.

Don Pepo

Había una vez un ladrón malvado que, huyendo de la policía, llegó a un pequeño pueblo llamado Sodavlamaruc, donde escondió lo robado y se hizo pasar por el nuevo maestro y comenzó a dar clases con el nombre de Don Pepo.
Como era un tipo malvado, gritaba muchísimo y siempre estaba de mal humor. Castigaba a los niños constantemente y se notaba que no los quería ni un poquito. Al terminar las clases, sus alumnos salían siempre corriendo. Hasta que un día Pablito, uno de los más pequeños, en lugar de salir se le quedó mirando en silencio. Entonces acercó una silla y se puso en pie sobre ella. El maestro se acercó para gritarle pero, Pablito, saltó a su cuello y le dio un gran abrazo. Luego le dio un beso y huyó corriendo, sin que al malvado le diera tiempo a recuperarse de la sorpresa.
A partir de aquel día, Pablito aprovechaba cualquier despiste para darle un abrazo por sorpresa y salir corriendo antes de que le pudiera pillar. Al principio el malvado maestro se molestaba mucho, pero luego empezó a parecerle gracioso. Y un día que pudo atraparlo, le preguntó por qué lo hacía:
- Creo que usted es tan malo porque nunca le han querido. Y yo voy a quererle para que se cure, aunque no le guste.
El maestro hizo como que se enfadaba, pero en el fondo le gustaba que el niño le quisiera tanto. Cada vez se dejaba abrazar más fácilmente y se le notaba menos gruñón. Hasta que un día, al ver que uno de los niños llevaba varios días muy triste y desanimado, decidió alegrarle el día dándole él mismo un fuerte abrazo.
En ese momento todos en la escuela comenzaron a aplaudir y a gritar “¡Don Pepo se ha hecho bueno! ¡Ya quiere a los niños!” Y todos le abrazaban y lo celebraban. Don Pepo estaba tan sorprendido como contento.
- ¿Le gustaría quedarse con nosotros y darnos clase siempre?
Don Pepo respondió que sí, aunque sabía que cuando lo encontraran tendría que volver a huir. Pero entonces aparecieron varios policías, y junto a ellos Pablito llevando las cosas robadas de Don Pepo.
- No se asuste, Don Pepo. Ya sabemos que se arrepiente de lo que hizo y que va a devolver todo esto. Puede quedarse aquí dando clase, porque, ahora que ya quiere a los niños, sabemos que ya es bueno.
Don Pepo no podía creérselo. Todos en el pueblo sabían desde el principio que era un ladrón y habían estado intentado ayudarle a hacerse bueno. Así que decidió quedarse allí a vivir, para ayudar a otros con sus vidas, como habían hecho con la suya. Y así, DÁNDOLE LA VUELTA, entendió por fin el rarísimo nombre de aquel pueblo tan especial, y pensó que estaba muy bien puesto.

miércoles, 20 de junio de 2018

Enséñame a ser generoso

Señor, enséñame a ser generoso,
a dar sin calcular,
a devolver bien por mal,
a servir sin esperar recompensa,
a acercarme al que menos me agrada,
a hacer el bien al que nada puede retribuirme
a amar siempre gratuitamente,
a trabajar sin preocuparme del reposo.
Y, al no tener otra cosa que dar
a donarme en todo y cada vez más
a aquel que necesita de mí
esperando solo de ti la recompensa.
O mejor: esperando que Tú mismo…
seas mi recompensa.

El árbol generoso

Érase un árbol copudo, denso, fuerte; sobre todo fuerte frente a la lluvia y los vientos huracanados que desmelenaban salvajes su frondosa cabellera verde.
Pero el árbol tenía una debilidad: un niño, a quien amaba más allá de sí mismo. Lo amaba desde que la madre del recién nacido venía, casi todos los días, con el bebé en brazos, lo mecía y lo dormía cantándole nanas entrañables, apoyada en su tronco rugoso, sentada sobre sus raíces vegetales. El corazón del árbol creció, casi sin sentirlo, al aire de aquellas delicadas nanas, haciéndose a la medida del corazón inmenso de aquella mujer.
Un día, la madre murió cuando el niño tenía cuatro años. Y fue precisamente entonces cuando el corazón de madera del árbol sintió que le maduraban por dentro las entrañas de la madre muerta. Amar es tener algo hermoso y querer compartirlo.
Cogió cariño al niño, tanto que cuando le veía venir, agitaba jubiloso sus ramas y le gritaba:
- Ven, ¿quieres jugar? Vas a ser el rey de la selva. Toma mis flores y mis hojas, trenza una corona, colócala en tu cabeza.
Y el niño pasea por los senderos del bosque. ¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su fronda!
Nadie puede detener la vida. El niño creció, otras demandas llenaron su corazón. Ya no quería jugar a ser el rey de la selva; su corazón quería cosas, cosas, cosas... pero no las tenía, y su rostro languidecía de tristeza.
- ¿Por qué estás triste? -le preguntó el árbol.
- Porque necesito cosas y no tengo dinero para comprarlas.
- No sufras por eso. Ven: súbete en mis brazos, están cargados de manzanas, toma las que quieras, llévalas al mercado, véndelas y tendrás el dinero que necesitas.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de sus frutos en sazón!
Pasó el tiempo, tiempo de soledad para el árbol; pero una mañana su corazón volvió a estremecerse de alegría. El niño de otros tiempos, hombre ahora, volvió junto a él, eso sí, serio, pensativo:
- ¿Qué te pasa? -le preguntó el árbol-. ¿Por qué estás triste?
- Porque quiero hacerme una casa y no tengo madera.
- No sufras por eso: toma tu hacha y corta mis ramas más robustas, hazte una casa y sé feliz.
El niño de otros tiempos, hombre ahora, tomó el hacha y fue segando los brazos henchidos de savia del árbol. Y se hizo una casa al borde del bosque.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su madera!
Pero el corazón del hombre no se llena con cosas. Hastiado de vivir en su casita de madera al borde del bosque, el niño de otros tiempos, hombre maduro ahora, volvió a internarse en la maraña de la selva. Cuando el árbol lo divisó a lo lejos, se estremeció de gozo y le preguntó:
- Te veo de nuevo triste, ¿qué te pasa, no te ha llegado la madera?
- Sí, pero estoy aburrido de ver siempre el mismo paisaje, de oír siempre el eco de mis pasos  sobre la madera. Me han dicho que lejos, muy lejos, hay mares bellísimos, paisajes de ensueño, gentes extrañas, y quiero conocerlas... pero no tengo barca.
- No sufras por eso. Empuña de nuevo el hacha, tala mi tronco a raíz del suelo y hazte una barca. Luego, con las pocas ramas que me quedan, lábrate unos remos y vete a navegar: conocerás esos mares bellísimos, paisajes de ensueño y gentes extrañas.
¡Y el árbol fue feliz con la ofrenda de su tronco!
Pasó mucho tiempo, tanto que el viejo árbol generoso apenas respiraba ya por algunos retoños verdes. Hasta que un día, empinándose sobre la hierba, vio que llegaba su antiguo amigo. Casi no le reconoció: volvía encanecido, vacilante el paso, envejecido.
- Ven, viejo amigo -invitó el árbol-. Y ahora, ¿qué necesitas?
- Nada, no necesito nada. Estoy cansado de tanto viajar. Ahora no busco más que un lugar tranquilo donde sentarme, volver la vista atrás y reposar.
- Acércate a mí, -replicó el viejo árbol agotado-. Ven, siéntate en el tronco que cortaste a ras de tierra: es lo único que puedo ofrecerte... Descansa.
Y el niño de otros tiempos, anciano ahora, se sentó y descansó.
¡Las raíces del árbol morían alegres con la última ofrenda de su viejo muñón!

lunes, 18 de junio de 2018

Oración

                Mahatma Gandhi

Mi Señor...
Ayúdame a decir la verdad delante de los fuertes
y a no decir mentiras para ganarme el aplauso de los débiles.
Si me das fortuna, no me quites la razón.
Si me das éxito, no me quites la humildad.
Si me das humildad, no me quites la dignidad.
Ayúdame siempre a ver la otra cara de la medalla,
no me dejes inculpar de traición a los demás
por no pensar igual que yo.
Enséñame a querer a la gente como a mí mismo.
No me dejes caer en el orgullo si triunfo
ni en la desesperación si fracaso.
Más bien recuérdame que el fracaso
es la experiencia que precede al triunfo.
Enséñame que perdonar es un signo de grandeza
y que la venganza es una señal de bajeza.
Si me quitas el éxito, déjame fuerzas para aprender del fracaso.
Si yo ofendiera a la gente, dame valor para disculparme
y si la gente me ofende, dame valor para perdonar.
¡Señor... si yo me olvido de ti, nunca te olvides de mí!

El abrazo de Dios

León Felipe

Un hombre santo, orgulloso de serlo, ansiaba con todas sus fuerzas ver a Dios. Un día Dios le habló en un sueño: “¿Quieres verme? En la montaña, lejos de todos y de todo, te abrazaré”.
Al despertar al día siguiente comenzó a pensar qué podría ofrecerle a Dios. Pero ¿qué podía encontrar digno de Dios?
“Ya lo sé”, se dijo. “Le llevaré mi hermoso jarrón nuevo. Es valioso y le encantará... Pero no puedo llevarlo vacío. Debo llenarlo de algo”.
Estuvo pensando mucho en lo que metería en el precioso jarrón. ¿Oro? ¿Plata? Después de todo, Dios mismo había hecho todas aquellas cosas, por lo que se merecía un presente mucho más valioso.
“Sí”, pensó al final, “le daré a Dios mis oraciones. Esto es lo que esperará de un hombre santo como yo. Mis oraciones, mi ayuda y servicio a los demás, mi limosna, sufrimientos, sacrificios, buenas obras...”.
Estaba contento de haber descubierto justamente lo que Dios esperaría y decidió aumentar sus oraciones y buenas obras, consiguiendo un verdadero récord. Durante las pocas semanas siguientes anotó cada oración y buena obra colocando una piedrecita en su jarrón. Cuando estuviera lleno lo subiría a la montaña y se lo ofrecería a Dios.
Finalmente, con su precioso jarrón hasta los bordes, se puso en camino hacia la montaña. A cada paso se repetía lo que debía decir a Dios: “Mira, Señor, ¿te gusta mi precioso jarrón? Espero que sí y que quedarás encantado con todas las oraciones y buenas obras que he ahorrado durante este tiempo para ofrecértelas. Por favor, abrázame ahora”.
Al llegar a la montaña, oyó una voz que descendía retumbado de las nubes: “¿Quién está ahí abajo? ¿Por qué te escondes de mí? ¿Qué has puesto entre nosotros?”
“Soy yo. Tu santo hombre. Te he traído este precioso jarrón. Mi vida entera está en él. Lo he traído para Ti”.
“Pero no te veo. ¿Por qué has de esconderte detrás de ese enorme jarrón? No nos veremos de ese modo. Deseo abrazarte; por tanto, arrójalo lejos. Quítalo de mi vista”.
No podía creer lo que estaba oyendo. ¿Romper su precioso jarrón y tirar lejos todas sus piedrecitas? “No, Señor. Mi hermoso jarrón, no. Lo he traído especialmente para Ti. Lo he llenado de mis...”
“Tíralo. Dáselo a otro si quieres, pero líbrate de él. Deseo abrazarte a ti. Te quiero a ti, no a tu jarrón”.

domingo, 17 de junio de 2018

Como un grano de mostaza

A veces, Señor, cuando dudo, cuando no siento nada,
cuando la vida no avanza y me percibo escéptico,
cuando no veo resultados... todavía sé pararme
y coger un grano de mostaza en el cuenco de mi mano,
y mirarlo y mirarlo, acordándome de tu parábola.
Y a veces, cuando todo va bien, cuando la vida me sonríe,
cuando no tengo problemas para creer en ti,
ni para creer en los hombres y mujeres, ni para creer en mí...,
también me atrevo a coger un grano de mostaza
en el cuenco de mi mano,
y lo miro y miro acordándome de tu parábola.
Y en algunas ocasiones también me siento hortelano
en medio de un gran campo, con el zurrón lleno de granos;
pero parecen tan pequeñas las semillas
que dudo en esparcirlas y perderlas.
Entonces, levanto los ojos, miro tu rostro que me está mirando,
escucho nuevamente tu parábola, y vuelvo a ser labrador y hortelano.

Manos hermosas

Hace mucho tiempo en un palacio vivían tres hermosas damas. Una mañana, mientras paseaban por el maravilloso jardín con sus fuentes y rosales, empezaron a preguntarse cuál de las tres tenía las manos más hermosas.
Elena, que se había teñido los dedos mientras sacaba las deliciosas fresas, pensaba que las suyas eran las más hermosas.
Antonieta había estado entre las olorosas rosas y sus manos habían quedado impregnadas de perfume. Para ella las suyas eran las más hermosas.
Juana había metido los dedos en el claro arroyo y las gotas de agua daban resplandores como si fueran diamantes. Ella pensaba que sus manos eran las más hermosas.
En esos momentos, llegó una muchacha pordiosera que pidió que le dieran una limosna, pero las damas reales apartaron de ella sus vestiduras reales y se alejaron. La mendiga, llamó en una cabaña que se hallaba cerca de allí y una mujer tostada por el sol y con las manos manchadas por el trabajo, le dio pan.
La mendiga, continúa diciendo la leyenda, se transformó en un ángel que apareció en la puerta del jardín y dijo a aquellas damas presuntuosas:
- "Las manos más hermosas son aquellas que están dispuestas a bendecir y ayudar a sus semejantes."

Ojalá todos tuviéramos manos tan hermosas como éstas.
La verdadera belleza está en el corazón y las actitudes de las personas.