sábado, 20 de febrero de 2021

Enséñame a reconocerte, Señor

Señor, hoy he escuchado tus golpes a mi puerta,
fuertes pero delicados, inesperados pero inconfundibles:
"He aquí que estoy a la puerta y llamo. "Ya es hora de despertar".
Puedo dar una vuelta a la llave y atrancar por dentro
(no sería la primera vez).
Tú seguirías a mi puerta, cubierto de rocío,
esperando, respetando mi libertad,
y yo iría perdiendo sensibilidad
para percibir el timbre de tu voz,
la fuerza insobornable de tus latidos
en el silencio de la noche.
Señor, no quiero seguir adormilado,
no me resigno a que despierte mi "yo superficial":
el yo de los sentidos y de las apariencias,
el yo que vive a flor de piel,
el yo que muere y se deshace,
el que no pasa la frontera.
Sacude las raíces más hondas de mi ser,
y haz que abra los ojos a ese "yo profundo"
donde tú habitas y te revelas,
donde resuena tu palabra llamando a la conversión,
donde se realiza misteriosamente
la comunión de alma contigo.
Señor, enséñame a gritarte desde lo hondo,
a escucharte desde lo hondo,
a contemplarte con "los ojos del corazón",
a esperar como el guardián que no duerme
o como las vírgenes que esperan con las lámparas encendidas.
Que toda mi historia, Señor,
se vaya convirtiendo en una vigilia
cada vez más clara, más lúcida, más luminosa.
Enséñame a reconocer tus señales
y a convivir contigo en la morada secreta
para poder luego darme a los hermanos.
Te lo pido para mí y para todos y cada uno de ellos. Amén

El Coleccionista de Insultos

Cerca de Tokio vivía un gran samurai, ya anciano, que se dedicaba a enseñar el budismo zen a los jóvenes.
A pesar de su edad, corría la leyenda de que era capaz de vencer a cualquier adversario.
Cierto día un guerrero conocido por su falta de escrúpulos pasó por la casa del viejo. Era famoso por utilizar la técnica de la provocación: esperaba que el adversario hiciera su primer movimiento, y, gracias a su inteligencia privilegiada para captar los errores, contraatacaba con velocidad fulminante.
El joven e impaciente guerrero jamás había perdido una batalla.
Conociendo la reputación del viejo samurai, estaba allí para derrotarlo y aumentar aún más su fama.
Los estudiantes de zen que se encontraban presentes le decían que no fuera, pero el anciano aceptó el desafío.
Entonces fueron todos a la plaza de la ciudad, donde el joven empezó a provocar al viejo:
Arrojó algunas piedras en su dirección, le escupió en la cara y le gritó todos los insultos conocidos, ofendiendo incluso a sus antepasados.
Durante varias horas hizo todo lo posible para sacarlo de sus casillas, pero el viejo permaneció impasible. Al final de la tarde, ya exhausto y humillado, el joven guerrero se retiró de la plaza.
Decepcionados por el hecho de que su maestro aceptara tantos insultos y provocaciones, los alumnos le preguntaron:
- ¿Cómo ha podido soportar tanta indignidad? ¿Por qué no usó su espada, aun sabiendo que podría perder la lucha, en vez de mostrarse como un cobarde ante todos nosotros?
El viejo samurai repuso:
- Si alguien se acerca a ti con un regalo y no lo aceptas, ¿a quién le pertenece el regalo?
- Por supuesto, a quien intentó entregarlo -respondió uno de los discípulos.
- Pues lo mismo vale para la envidia, la rabia y los insultos -añadió el maestro-. Cuando no son aceptados, continúan perteneciendo a quien los cargaba consigo.

¿Qué pasaría si no cedemos a provocaciones, insultos e intentos de humillación? No podemos cambiar la actitud de los demás, pero podemos elegir no entrar en el juego, y no caer en la provocación…

viernes, 19 de febrero de 2021

Uno de tantos

                  José Mª Rodríguez Olaizola

Te doy gracias, Señor,
porque soy como los demás,
tan lleno de poder y debilidad,
tan movido por anhelos y sepultado por miedos,
tan dispuesto a lo más divino y a lo más rastrero.
Te doy gracias porque mi corazón late,
unos días con fuego, con pobre rescoldo otras veces;
porque miro en el espejo de dentro
y descubro cicatrices sanadas por ti,
y heridas que aún supuran.
Por los errores, que atemperan la tentación
de erigirme en juez de veredictos ajenos.
Por los aciertos, escuela de posibilidades.
Por la ternura y el amor, que a veces doy y siempre pido.
Por saberme tan de barro y tan de Ti…

El Problema

Un gran maestro y un guardián compartían la administración de un monasterio zen.
Cierto día el guardián murió, y había que sustituirlo.
El gran maestro reunió a todos sus discípulos, para escoger a quien tendría ese honor.
- “Voy a presentarles un problema -dijo-. Aquel que lo resuelva primero será el nuevo guardián del templo”.
Trajo al centro de la sala un banco, puso sobre este un enorme y hermoso florero de porcelana con una hermosa rosa roja y señaló:
- “Este es el problema”.
Los discípulos contemplaban perplejos lo que veían: los diseños sofisticados y raros de la porcelana, la frescura y elegancia de la flor… ¿Qué representaba aquello? ¿Qué hacer? ¿Cuál era el enigma? Todos estaban paralizados.
Después de algunos minutos, un alumno se levantó, miró al maestro y a los demás discípulos, caminó hacia el jarrón con determinación y lo tiró al suelo.
- “Usted es el nuevo guardián -le dijo el gran maestro, y explicó-: Yo fui muy claro, les dije que estaban delante de un problema. No importa qué tan bellos y fascinantes sean, los problemas tienen que ser resueltos. Puede tratarse de un vaso de porcelana muy raro, un bello amor que ya no tiene sentido, un camino que debemos abandonar pero que insistimos en recorrer porque nos trae comodidades. Sólo existe una forma de lidiar con los problemas: atacarlos de frente. En esos momentos no podemos tener piedad, ni dejarnos tentar por el lado fascinante que cualquier conflicto lleva consigo”.
Reflexión:
A veces nos quedamos demasiado tiempo “contemplando” el problema y analizándolo en lugar de pasar a la acción. Los problemas a veces tienen en nosotros un extraño efecto: nos gusta contemplarlos, analizarlos, darles vuelta, comentarlos…
¿Tenéis algún problema que sea como el Jarrón con flores del cuento?

miércoles, 17 de febrero de 2021

Camino hacia la Pascua

                  Rafa González OP

Jesús, un año más me invitas a recorrer el camino hacia la Pascua.
Soy consciente de que, tal vez, me encuentres
con las mismas dudas e inquietudes que el año pasado.
Jesús, perdóname, porque muchas veces pretendo orar y siempre encuentro mil excusas.
Sin embargo, Tú siempre estás ahí, a mi lado; sales a mi encuentro cuando estoy decaído
y por eso quiero recuperar las ganas de estar junto a Ti.
Jesús, cuando caminas cansado y agotado hacia el Gólgota,
me haces ver que la vida es maravillosa,
porque igual que Tú, cuando uno se ofrece para llevar la felicidad a los demás,
a los despreciados, a los que nadie quiere, a los enfermos;
se da cuenta de que a tu lado la vida tiene otro sentido.
Por eso, Jesús, ayúdame:
-para que tu palabra no sobre en mi mochila;
-para que pueda conocerte mejor;
-para que si hago ayuno lo haga sin ruido;
-para que mi caridad florezca con sencillez;
-que mi oración brote como un rayo de sol entre las nubes,
y sobre todo, que nunca deje de buscarte.
Jesús, ayúdame también, para que este tiempo de Cuaresma,
sea un oasis de meditación y de paz;
de pensar en las veces que me he olvidado de Ti
mientras Tú sufrías y morías por cada uno de nosotros.
Nada más ni nada menos, que por amor.
Jesús, ya sé que quieres que te mire a los ojos
y así pueda descubrir que merece la alegría seguirte.
Por todo eso, Jesús, ayúdame…

El peso del vaso de agua

En una sesión grupal, la psicóloga en un momento dado levantó un vaso de agua.
Cuando todos esperaban la pregunta: ¿Está el vaso medio lleno o medio vacío?, ella en lugar de esto preguntó:
– ¿Cuánto pesa este vaso?
Las respuestas de los componentes del grupo variaron entre 200 y 250 gramos.
A lo que la psicóloga respondió:
– El peso absoluto no es importante, sino el percibido, porque dependerá de cuánto tiempo sostengo el vaso: Si lo sostengo durante 1 minuto, no es problema. Si lo sostengo 1 hora, me dolerá el brazo. Si lo sostengo 1 día, mi brazo se entumecerá y paralizará.
El vaso no cambia, pero cuanto más tiempo lo sujeto, más pesado y más difícil de soportar se vuelve.
Después continuó diciendo:
– Las preocupaciones son como el vaso de agua. Si piensas en ellas un rato, no pasa nada. Si piensas en ellas un poco más empiezan a doler y si piensas en ellas todo el día, acabas sintiéndote paralizado e incapaz de hacer nada.
¡Acuérdate de soltar el vaso!

domingo, 14 de febrero de 2021

Dónde encontrarte, Señor

                          Madre Teresa de Calcuta

Señor, Tú eres:
El hambre que debe ser saciado.
La sed que debe ser apagada.
El desnudo que debe ser vestido.
El sin techo que debe ser hospedado.
El enfermo que debe ser curado.
El envidiado que debe ser perdonado.
El no aceptado que debe ser recibido.
El rechazado que debe ser acogido.
El abandonado que debe ser amado.
El sidoso que debe ser ayudado.
El mendigo que debe ser socorrido.
El borracho que debe ser recuperado.
El loco que debe ser protegido.
El insignificante que debe rehabilitarse.
El ciego que debe ser acompañado.
El sin voz que necesita quien hable.
El cojo que necesita una mano amiga.
El drogado que puede regenerarse.
La prostituta que puede ser rehabilitada.
El anciano que debe ser querido, atendido y escuchado.
Señor, no nos dejes pasar a tu lado,
sin reconocerte en nuestro hermano.

Nuba, Sol y Daria

El Bosque del Norte era famoso por tener los árboles más altos, las praderas más verdes y las flores más bonitas. Todo eso era posible gracias a un conjunto de nubes que se dedicaba cada día a recorrerlo y a descargar agua sobre él. Estaban muy bien organizadas por el Consejo de Nubes, que las distribuía por todo el territorio, por lo que conseguían mantener el Bosque verde y húmedo y detener a un gran peligro: el Desierto Marrón, que, como un gran monstruo hambriento, avanzaba lentamente para tragarse con sus arenas todo lo verde que encontraba a su paso.
Nuba era una de esas nubes encargadas de regar el Bosque. Le encantaba su trabajo porque podía volar junto a los pájaros y recorrerlo entero. ¡Se conocía todos sus rincones! Sin embargo, nunca se había acercado hasta el Desierto Marrón. Decían que era muy peligroso, que la temperatura era tan alta que si una nube cruzaba su espacio desaparecería inmediatamente.
Un día pensó: ¿será verdad que las nubes se secan cuando atraviesan el Desierto? A ella siempre le gustaba comprobar por sí misma las cosas que oía, así es que, aunque ninguna nube lo había hecho antes y fuese arriesgado, decidió viajar hasta allí.
Cuando llegó al final del Bosque se encontró con un paisaje totalmente diferente. Ni rastro de árboles, ¡solo arena! Y mucho, mucho calor. Avanzó un poco más y notó cómo la temperatura subía sin parar. Nuba sudaba, pero siguió adelante, buscando si el desierto tendría fin o habría algún árbol. De repente, una voz llamó su atención:
— ¡Eh, hola, hola!
Nuba miró, pero no vio a nadie.
— ¡Hola! ¡Estamos aquí! ¡Aquí abajo!
Nuba volvió a mirar, esta vez con más atención. Sí, eran dos pequeñas plantas de color verde con unas pocas hojas cada una. Nuba, con mucho cuidado, se acercó a ellas.
— Es muy raro ver una nube por estos parajes, ¿qué te trae por aquí? -le dijo Sol, la más alta.
— Solo quería conocer el Desierto Marrón y comprobar si es verdad todo lo que cuentan sobre él.
— ¿Y qué cuentan? -le preguntó su hermana pequeña, Daria.
— Pues que es un lugar tan caluroso que nadie puede vivir en él. Todo se seca.
— Jajaja, -rieron-. ¡Nosotras vivimos aquí y no nos hemos secado! Pero tienes razón, hay poca agua y mucho calor, aquí no conseguiría vivir cualquier planta. ¡Nosotras hemos tenido que adaptarnos! Además, si te fijas bien, verás que no somos las únicas, hay otras como nosotras.
Nuba descubrió, que tenían razón, ¡había otras plantas! ¡Cómo podían sobrevivir tantos días al sol sin recibir ni una pizca de agua!
— Nosotras almacenamos con mucho cuidado las gotas de lluvia. Mira nuestras raíces; no son profundas como las de otras plantas, sino que están muy cerca de la superficie del suelo para aprovechar mejor la humedad y poder mantenernos vivas -dijo Sol.
— Durante toda nuestra vida hemos pensado en estas soluciones para aprovechar cada gota. Pero hace mucho tiempo que ninguna nube pasa por aquí y ya casi no nos queda agua almacenada. ¿No podrías darnos un poco de la tuya? –añadió Daria.
— Lo siento, yo no puedo daros mi agua, tengo que cumplir con mi trabajo. Cada día debo descargar mis gotas sobre el Bosque del Norte para mantenerlo verde y contribuir a frenar al Desierto Marrón. No puedo guardar nada para vosotras -dijo Nuba.
— Pero vemos vuestro bosque desde aquí y todo está verde, parece que tiene agua de sobra. Nosotras solo necesitamos unas cuantas de tus gotas. Además, para detener al Desierto lo mejor es conseguir que crezcan más plantas en su interior. ¡Así dejará de ser un desierto!
A Nuba esta respuesta le llamó la atención.
— Ahora mismo no tengo más gotas, pero veré qué puedo hacer. ¡Volveré mañana!
De vuelta al bosque pensó en lo que había descubierto. Todavía no sabía bien cómo, pero sentía que debía ayudar a Sol y Daria. Daba vueltas a dos cosas importantes que le dijeron: el bosque tiene mucha agua y, con más plantas en su interior, el Desierto desaparecería. Por la mañana, volvió a su trabajo y descargó su agua sobre el bosque. Se veía verde y hermoso, qué diferente del rincón donde vivían Sol y Daria. ¿Era justa esa situación? Resulta que ella estaba regando plantas frondosas mientras otras resistían en el desierto con muy poca agua. Realmente no era justo. Al final de la mañana, guardó una parte de sus gotas y por la tarde volvió al desierto y descargó la lluvia sobre Sol y Daria.
— ¡Gracias Nuba! Ya casi no recordábamos el frescor del agua. ¡Hacía tanto tiempo que no la sentíamos! Con esta cantidad, bien administrada, tendremos para muchos días -le dijeron.
Pero Nuba continuó haciendo lo mismo durante toda la semana. ¡Era sorprendente ver cómo crecían sus amigas en tan poco tiempo y eso que apenas recibían unas gotas cada día!
Una mañana, al despertarse, Sol y Daria se llevaron una gran sorpresa: ¡habían nacido pequeñas plantas a su alrededor! Enseguida lo organizaron todo, y repartieron con ellas el agua de que disponían. Cuando llegó Nuba, no podía creerlo. Unas pocas gotas de agua habían conseguido que esa pequeña parte del desierto fuese un poco más verde.
— Aquí, en el Bosque del Norte, no hay ninguna planta que necesite agua, todas tienen suficiente porque hacemos muy bien nuestro trabajo -dijo Nubarrón.
— Es que no están en nuestro Bosque.
— ¡Lo que faltaba! ¡Encima regando plantas de otros bosques! ¡Qué vergüenza!
— No están en ningún bosque, viven en el Desierto Marrón -dijo Nuba.
Con el ánimo de ver los buenos resultados, Nuba siguió yendo al desierto y repartiendo sus gotas con todas las plantas. Pero las cosas se complicaron, porque Nubarrón, una de sus compañeras de trabajo, quería saber dónde iba cada tarde y decidió investigarla:
— He descubierto que nos estás engañando, ¡te guardas gotas para ti! -le gritó un día ante el Consejo de Nubes.
Todas miraron a Nuba sorprendidas.
— Es verdad, llevo un tiempo guardando algunas gotas, pero no son para mí, son para unas plantas amigas mías que no tienen apenas agua -contestó, ¡en el Desierto Marrón!
Todas se miraron asustadas y comenzaron a decirle: — ¡Cómo se te ocurrió ir allí!, ¡eres una irresponsable!, ¡has utilizado sin permiso el agua de nuestro Bosque para despilfarrarla en el desierto!
Entonces, Nuba les contó todo lo que había descubierto y la situación en la que estaban las plantas allí y les pidió su ayuda.
— Pero ese no es nuestro problema, las nubes debemos atender a nuestras plantas -dijo Nubarrón. Si dejamos de regarlas y nos preocupamos por otras, la sequía llegará a nuestro bosque.
— Además, el Desierto no es lugar para las plantas. ¡No vamos a desaprovechar nuestra agua porque unas plantitas caprichosas se hayan empeñado en vivir allí! -añadió otra. —Os equivocáis -dijo Nuba- ellas no lo han elegido, pero han nacido en el desierto, además saben mejor que nosotras cómo aprovechar la poca agua que tienen. Pero casi no pasan nubes por allí. ¿Es justo que aquí las plantas tengan tanta agua y ellas tan poca? Solo se necesita que la repartamos mejor. Además, hacen una cosa muy importante, porque ayudan a que el Desierto no avance. Sin ellas, en pocos años nuestro Bosque podría desaparecer.
En ese momento uno de los árboles más viejos intervino:
— Nuba tiene razón. Cuando yo era pequeño el Desierto Marrón era algo muy lejano; todo el mundo hablaba de él, pero nadie lo había visto. Sin embargo, ahora muchos de nosotros podemos sentir el calor de su arena en nuestras raíces. Nuba ha sido muy valiente al decidir visitarlo y contarnos lo que pasa allí. Ahora que lo sabemos no podemos continuar como si no pasase nada. Debemos ayudar a las plantas que lo necesitan y proteger nuestro bosque del avance del desierto.
— ¿Entonces, ¿quién se une a mí? ¿Quién quiere repartir su agua de manera más justa y ayudar a frenar al Desierto Marrón? -dijo Nuba.
Al principio solo unas pocas nubes se unieron, pero muy pronto fueron muchas más. Gracias a la solidaridad de todas, el Consejo de Nubes organizó nuevos turnos que incluían la zona del Desierto Marrón y, desde entonces, no dejaron nunca de regar sus plantas. ¡Cada vez eran más, y más altas, y más verdes! En el Bosque del Norte sabían que era muy difícil detener el avance del Desierto, pero tenían claro que todas debían colaborar, porque como decía Nuba: «Una gota sola no puede frenar un desierto, pero sí puede hacerlo una gran lluvia formada por muchas pequeñas gotas».