sábado, 17 de octubre de 2020

Himno de alabanza

Eres la luz y siembras claridades; 
abres los anchos cielos que sostienen, 
como un pilar, los brazos de tu Padre. 
Arrebatada en rojos torbellinos, 
el alba apaga estrellas lejanísimas; 
la tierra se estremece de rocío. 
Mientras la noche cede y se disuelve, 
la estrella matinal, signo de Cristo, 
levanta el nuevo día y lo establece. 
Eres la luz total, Día del Día, 
el Uno en todo, el Trino todo en Uno: 
¡gloria a tu misteriosa teofanía! Amén.

La ‘G’ata, los sabios y el ermitaño

Había un hombre que creía haberlo conquistado todo. Un atardecer, a la salida del templo que frecuentaba, vio morir a una mujer indigente, que, extrañamente, tenía marcada la palma de su mano con la letra ‘G’. En el corazón del hombre resonó el gemido de auxilio que no había sido capaz de oír, sus vanas riquezas se derrumbaron en su interior, y, entre lágrimas, decidió abandonarlo todo para seguir al Maestro.
Tras sus pasos, se alejó de su viejo estilo de vida, se fue al silente desierto, recogido en oración contemplativa. Asumió una vida ermitaña, sediento de la sabiduría divina que le revelara el ‘misterio vida-muerte’. Entre plantas y animales en la cima de una desconocida montaña, preparó su ermita. Allí, el Maestro le anunció la visita de los sabios, y desde entonces, -sentado en meditación y con serenos paseos-, esperaba sosegado a los anunciados visitantes. Pequeños grupos, esporádicamente, peregrinaban a su ermita para orar junto con él.
En un amanecer primaveral, apareció sobre el techo de su ermita una gata. La bella, inteligente y hábil felina sedujo al ermitaño para que la hospedara. Él nunca había tenido una mascota. Por esto, al comienzo se disgustaba con el pelo que le dejaba en su lecho; le irritaba verla subir por doquier y se distraía cuando trepaba en sus hombros durante el tiempo de la meditación. Además, lo angustiaban sus maullidos mientras oraba con los peregrinos, y rechazaba las aves y los roedores que ella le traía de sus paseos por el monte. Sin embargo, pacientemente esperó, perfeccionando su práctica con amor y disciplina.
Poco a poco, desde el silencio de sus contemplaciones, el ermitaño comenzó a ver con nuevos ojos a la gata; le atraía cómo levantaba su nariz para percibir los aromas que el viento le traía, el modo como jugaba con las gotas de lluvia y su extraña forma de sumergirse en un bosquecillo junto a la ermita. Se maravilló de esta creatura, aunque ignoraba cómo tratarla; solo buscaba acariciarla, alimentarla y darle calor junto a una hoguera. Con atención, fue descubriendo sus secretos: silencio y serenidad, vigilancia y paciencia, sagacidad y alegría, gratitud y lealtad, paz y respeto. Los cuidadosos movimientos de la gata, llevaron al hombre a desarrollar el arte de ejercitar su cuerpo imitándola.
Una tarde otoñal, en las fauces de unos perros murió la gatita. Él, entristecido y confundido, cavó la tumba. Fue entonces, -al sepultar a la gatita-, cuando surgió en su alma una voz silente -como venida del cielo-, que le impulsó a sembrar un bosque, a plantar un huerto y a rodear su ermita de jardines. El ermitaño ignoraba cómo hacerlo, solo sabía que ése era el siguiente paso: si el hombre busca sabiduría, debe liberar la Tierra de su ira, vanidad y avaricia. Así, se inició en el cultivo de la Tierra.
Los peregrinos vinieron en su ayuda; todo se hizo fiesta, comunión y alegría. Ya en la soledad de la noche, sentado en contemplación sobre una roca, junto a un manantial de agua, percibió cómo su corazón ardía al ver a su gatita transformarse en bosque, en huerto y en jardín. Y cuando la luna llena, -esa luna que tantas veces vio reflejada en los grandes ojos de la gata-, iluminó con sus rayos aquel nuevo cultivo, lo despertó una intuición sabia, que integró, -a la velocidad de un maullido-, su cuerpo, su alma y su espíritu: ¡‘Laudato Sí, o mi Signore’!, exclamó todo su ser. Cayó en la cuenta que la gatita era una creatura sabia, enviada por Dios para abrir sus ojos y mostrarle la presencia de muchos otros sabios, salidos de las manos del Dios Creador: Tierra y agua, viento y fuego, sol y luna, nubes y estrellas, aves y fieras, ríos y océanos, peces y reptiles, plantas y alimañas, hombre, mujer, niños y ancianos de toda raza y condición…
Con los ojos de su cuerpo redescubrió la belleza del universo; con los ojos de su alma, entendió los sabios secretos de la creación y su deber de cuidarla; y con los ojos de la contemplación se unió a la mirada con que Dios lo ve todo. ¡Despertó su amor por el universo!, y se vio sumergido en la paz divina…
Desde entonces, el ermitaño dialoga en silencio, día y noche, con el Dios Creador en contemplación, con el universo entero en el corazón y con el sufrimiento humano en la compasión. Lo visitan las frías lluvias y los días soleados, las tardes otoñales y el resplandor primaveral.
Sana alimentación y labores manuales, escucha de Dios, silencio y quietud, liberación del sufrimiento y tantas otras prácticas, aprende, enseña y comparte con los peregrinos que asiduamente le visitan.
Ellos, como hermanos, aprenden a cuidar, amar y contemplar la creación. Algunos han decidido regresar al campo y organizarse en ‘aldeas’. Otros hacen de su existencia, de sus hogares y de su ciudad, comunidades que respetan la gran ‘Casa Común’. Escuchan el clamor de la tierra y el gemido del pobre, y dejan su huella compasiva y misericordiosa en la solidaridad con el más necesitado; todo está conectado.
Una niña peregrina que conoció su historia, regaló al ermitaño un collar de flores con la letra ‘G’, y le recordó que, en una lengua antigua, ‘Ge’ significa ‘Tierra’

jueves, 15 de octubre de 2020

Taizé - Nada te turbe

Anecdotario de Santa Teresa de Jesús (5 anécdotas)

1.- Estaba un día con Isabel de Santo Domingo. En un momento de la conversación le dijo Santa Teresa:
… Sepa que la quiero tanto porque se me parece mucho… 
(y sor Isabel comenzó a alegrarse)
…en lo malo, en lo malo, concluyó la santa. 

2.- Tras recibir permiso para fundar conventos de frailes, Santa Teresa persuadió a fray Antonio de Jesús y a fray Juan de la Cruz para que hicieran carmelitas descalzos. Y como fray Juan de la Cruz era pequeño de cuerpo, solía decir con mucha gracia:
… Bendito sea Dios, que tengo para la fundación de mis descalzos fraile y medio.

3.- Fray Juan de la Miseria le hizo un retrato. Cuando vio la pintura dijo la Santa:
… Dios te lo perdone, fray Juan, que ya que me pintaste, me has pintado fea y legañosa.

4.- Enemiga de extravagancias en los actos de Comunidad, y mientras todas comían, oyó Santa Teresa que una religiosa daba suspiros muy devotos.
La llamó desde su asiento y le dijo con mucha gracia:
- Hermana mía: aquí hemos venido a comer, no a suspirar. Hay que comer cuando comen todas, y el suspirar, a solas.

5.- Calendario loco: En septiembre de 1582, Teresa de Jesús llegó al monasterio de Alba de Tormes muy enferma. «Al fin, muero hija de la Iglesia», pronunció antes de fallecer. Era el 4 de octubre, el día que entraba en vigor la reforma del calendario gregoriano. A Santa Teresa la enterraron 24 horas después... el 15 de octubre. 

lunes, 12 de octubre de 2020

Madre de los días inciertos

                         José Mª Rodríguez Olaizola 

Cuando muerda el frío, ateridos, inseguros, 
anhelando la hoguera y sintiendo temor, 
siéntate con nosotros, madre, en el hogar. 
Cuéntanos la historia de una muchacha 
que no temió la llamada que cambiaba todo. 
Háblanos de aquel «Hágase» 
que abría la puerta sellada del perdón y la esperanza. 
Y de los días inciertos, de las miradas difíciles, 
de las dudas, tan humanas. 
Evoca, para nosotros, aquella intemperie 
que fue cuna de la Vida. 
Enséñanos tú, maestra del silencio, 
a guardar en el corazón las respuestas intuidas 
que germinan en fe inquebrantable. 
Hasta la cruz. Y más allá. 
Cuando muerda el frío, envuélvenos, Señora, con tu manto 


La oración del “hágase” 
Hágase en mí tu presencia 
Hágase en mí tu amor 
Hágase en mí tu ternura 
Hágase en mí tu fuerza 
Hágase en mí tu humildad 
Hágase en mí tu dolor 
La oración es pedir pero sobre todo acoger como María. 
Es un estar en la presencia de Dios 
con la disponibilidad del corazón y de la voluntad 
para dejarse hacer por Él, dejarse caminar por su Palabra, 
y dejarse amar por el Espíritu de Amor.

“Serás, serás, serás…”

El joven Francesco Zazzera, estudiaba Leyes; era apuesto, de gran ingenio y poseía el aspecto de todo un caballero, ganándose con ello la simpatía de muchos. Creído de gran talento y de óptimas cualidades, se auguraba a sí mismo una brillante carrera como abogado y una excelente fama en la ciudad de Roma. Una tarde, mientras conversaba con sus amigos sintió hablar por casualidad del Padre Felipe Neri, de sus andanzas y sermones; escuchaba con atención lo que se narraba acerca de él y, lleno de curiosidad, resolvió dirigirse hacia San Girolamo della Caritá. Una vez allí pudo escuchar el sermón y quedó, como muchos, grandemente edificado; luego de la homilía y para su sorpresa, el Padre Felipe se acercó hasta él y abrazándolo como a un hijo, exclamó:
– Mi buen amigo, ¿cómo te llamas?
– Francesco Zazzera… –le respondió el joven asombrado.
– ¿Y a qué te dedicas? –replicó el santo.
– Soy estudiante de Leyes –dijo el joven.
– Querido Francesco ¡qué afortunado eres! ¡Feliz de ti! Ahora estudias… pero ¡luego serás doctor en Leyes…! ¡Bravo! Luego comenzarás a ganar una buena suma… luego serás alguien importante… un gran hombre de negocios… Me mirarás desde arriba… Serás… serás… serás… ¡Feliz de ti, oh Francesco!… ¡Feliz de ti…!
El joven estudiante escuchaba con gran orgullo las palabras del santo, pensando que estaba hablando en serio. Sonreía por el hermoso pronóstico que le auguraba el santo sacerdote. Había ido a curiosear y el santo le pronosticaba, frente a todos, un futuro de gloria.
Sin embargo, interrumpiendo las alabanzas, San Felipe se le acercó al oído y le susurró suavemente:
– Serás… serás… serás… –y poniéndose serio, con acento compasivo agregó– ¿Y luego, qué? ¿Y después de todo esto, qué…?
El joven, que no se esperaba esta conclusión, se turbó de tal manera que debió retirarse de su presencia. Esa noche le fue imposible dormir; sentía una y otra vez aquellas palabras en su alma: “¿Y luego qué?…”; “¿y luego qué?…”; “¿y luego qué?…”.
Todo lo que había soñado era vano. “¿Y luego qué?”.
Al día siguiente, armado de valor, volvió junto al santo para pedirle consejo.
No quería perder más tiempo: se había dado cuenta de la levedad del ser y de la vanidad del mundo. San Felipe no tardó en aconsejarlo y después de un tiempo el joven vanidoso decidió abrazar la vida religiosa llegando a ser uno de los discípulos más queridos del Santo de la alegría.