jueves, 29 de febrero de 2024

Himno de Cuaresma

Éste es el día del Señor.
Éste es el tiempo de la misericordia.
Delante de tus ojos ya no enrojeceremos
a causa del antiguo pecado de tu pueblo.
Arrancarás de cuajo el corazón soberbio
y harás un pueblo humilde de corazón sincero.
En medio de las gentes nos guardas como un resto
para cantar tus obras y adelantar tu reino.
Seremos raza nueva para los cielos nuevos;
sacerdotal estirpe, según tu Primogénito.
Caerán los opresores y exultarán los siervos;
los hijos del oprobio serán tus herederos.
Señalarás entonces el día del regreso
para los que comían su pan en el destierro.
¡Exulten mis entrañas! ¡Alégrese mi pueblo!
Porque el Señor que es justo revoca sus decretos:
La salvación se anuncia donde acechó el infierno,
porque el Señor habita en medio de su pueblo.

El purificador de plata

Había un grupo de mujeres reunidas en su estudio bíblico semanal, y mientras leían el libro de Malaquías encontraron un versículo que dice: «Y Él se sentará como fundidor y purificador de plata», (Mal 3,3)
Este verso les intrigó y se preguntaban qué podría significar esta afirmación con respecto al carácter y la naturaleza de Dios.
Una de ellas se ofreció a investigar el proceso de la purificación de la plata. Esa semana llamó a un Orfebre y concertó una cita para ver su trabajo. Ella no le mencionó la verdadera razón de su visita, simplemente dijo que tenía curiosidad sobre el proceso de la purificación de la plata.
Mientras observaba al orfebre sostener una pieza de plata sobre el fuego calentándola intensamente, él le explicaba que, para refinar la plata, debía ser sostenida en medio del Fuego donde las llamas arden con más fuerza, para así sacar las impurezas. En ese momento ella imaginó a Dios sosteniéndonos en un lugar así de Caliente. Y recordó una vez mas el versículo: «Y Él se sentará como fundidor y purificador de plata».
Le preguntó al platero si era cierto que él debía permanecer sentado frente al fuego durante todo el tiempo que la plata era refinada. El hombre respondió:
– ¡Sí! No sólo debo estar aquí sentado sosteniendo la plata, también debo mantener mis ojos fijamente en ella durante el tiempo que está en el fuego; si la plata estuviera más de lo necesario sería destruida.
La mujer se mantuvo en silencio un momento y luego preguntó:
- ¿Cómo sabe cuándo ya está completamente refinada? El sonrió y le respondió:
-Ah, muy simple: cuando veo mi imagen reflejada en ella.

Si hoy sientes el calor del fuego, recuerda que Dios tiene sus ojos puestos en ti y continuará mirándote hasta que vea su imagen en ti.

martes, 27 de febrero de 2024

Qué bien se está aquí

        José María Rodríguez Olaizola SJ

Qué bien se está aquí,
donde la palabra acaricia y la presencia sostiene.
Donde el calor abraza y fluye el afecto.
Donde el amor se vive y la justicia es posible.
Qué bien se está, lejos de gritos y guerras vanas,
dejando que el trueno se apague y la alegría se vuelva baile.
Pero toca regresar a la tierra de todos,
donde el fragor cotidiano es más áspero y duro.
Toca volver, a los conflictos pendientes,
a las heridas abiertas a la verdad peleada,
a las preguntas que muerden, a los nombres difíciles,
para sembrar el mundo de evangelio y esperanza.

Una lección de humildad

El gran califa Harún al Rashid de Bagdad, uno de los más ricos en Arabia, decidió ofrecer un gran banquete en su majestuoso palacio para demostrar a todos las grandes riquezas que poseía.
Entre los invitados estaba el poeta más reconocido y admirado por el califa, y no dudó en sentarse a su lado.
La estancia estaba repleta de objetos de oro, plata y piedras preciosas. La mesa con suculentos y caros manjares. Todo brillaba y los invitados estaban asombrados por aquella demostración de lujos y poder.
El califa, orgulloso y pletórico, tras la cena, pidió al poeta, en un momento dado, que le dedicara unos versos:
– ¿Podrías describir con tus bellas palabras cómo ha sido este banquete? -le pidió el califa.
– Por supuesto -respondió el poeta.
Entonces, se puso en pie y comenzó de esta forma:
– ¡Salud!, oh califa, y goza bajo el abrigo de vuestro extraordinario palacio.
– Bien, bien, continúa -dijo Rashid.
– Que en cada nuevo amanecer te llegue también una nueva alegría. Y que en cada atardecer puedas ver realizados todos tus deseos.
– Fantástico, sigue, sigue…
– ¡Pero cuando la hora de la muerte llegue, oh mi califa, entonces aprenderás que todas las delicias de la vida no fueron más que efímeros momentos, como una puesta de sol!
El califa entonces se sintió terriblemente abatido y escondió sus ojos llorosos bajo las manos. Uno de los oficiales allí presentes, recriminó al poeta:
– ¿Cómo te atreves? ¡Has hecho llorar a nuestro anfitrión!
Pero el califa, lejos de apoyar esas palabras del oficial, dijo:
– No, no le regañes por algo que ha hecho bien. Ha sido el único capaz de curarme la ceguera para que por fin pueda ver bien.