sábado, 25 de abril de 2020

Letanía 'Peregrinos con María'

Con María avanzamos como peregrinos de la fe, en busca de la luz.
María, mujer de fe, que viviste siempre abierta a Dios.
Santa María, ruega por nosotros.
María, peregrina de la fe a lo largo de toda tu vida.
Santa María, ruega por nosotros.
Madre a quien podemos acudir con toda confianza.
Santa María, ruega por nosotros.
Con María recorremos el camino de la esperanza que pone música en el corazón.
María, que esperaste confiada el reino de tu Hijo.
Santa María, ruega por nosotros.
María, Madre del tiempo nuevo, danos esperanza.
Santa María, ruega por nosotros.
María, fuente y vida nuestra, llévanos a Jesús.
Santa María, ruega por nosotros.
Con María recorremos el camino de amor
que se hace encuentro, cercanía, solidaridad.
María, servidora de Dios y de los hombres.
Santa María, ruega por nosotros
María, Madre de la humanidad nueva, enséñanos a amar.
Santa María, ruega por nosotros.
Madre de los pobres, que ofreces tu ternura a los más débiles.
Santa María, ruega por nosotros.

El café pendiente


(Para cuando acabe el confinamiento)

Entramos en un pequeño café, pedimos y nos sentamos en una mesa. Luego entran dos personas.:
– Cinco cafés. Dos son para nosotros y tres “pendientes”.
Pagan los cinco cafés, beben sus dos cafés y se van. Pregunto:
– ¿Cuáles son esos “cafés pendientes”?
Me dicen:
– Espera y verás.
Después de un tiempo, vienen tres abogados y piden siete cafés:
– Tres son para nosotros, y cuatro “pendientes”.
Pagan por siete, se toman los tres y se marchan. Después un joven pide dos cafés, bebe sólo uno, pero paga los dos. Estamos sentados y, de repente, aparece un hombre vestido muy pobre y pregunta en voz baja:
– ¿Tienen algún “café pendiente”?
Este tipo de caridad, por primera vez apareció en Nápoles. La gente paga anticipadamente el café a alguien que no puede permitirse el lujo de una taza de café caliente. Esa costumbre ya ha salido de las fronteras de Italia y se ha extendido a muchas ciudades de todo el mundo.

viernes, 24 de abril de 2020

De las "Confesiones" de San Agustín

  (Confesiones XI, 2)
Enciende en mi interior, oh Dios,
el deseo de meditar tu Palabra;
Vete ilustrándome en su conocimiento
y haz que dedique a ello mi tiempo.
Así, no sólo soy útil para mí mismo,
sino que ejercito la caridad fraterna.
Te ofrezco mi inteligencia y mi palabra;
Poda todo error y toda mentira de mis labios,
y haz que tus Escrituras sean mis placeres preferidos.
Haz que no me engañe yo con ellas,
y que a nadie confunda yo con ellas.
Concédeme esto, Señor mío,
Tú que eres luz de los ciegos y fortaleza de los desvalidos.
Dame tiempo para escrutar los secretos
que has ocultado como tesoros en tu Biblia
y rastrear en cada página el sentido de tus mensajes.
Revélame el tesoro de sus significaciones,
porque tu voz es mi gozo.
Yo amo tu Palabra.
Dame lo que amo y derrama su significado
como lluvia sobre esta hierba sedienta de mi alma.
Que bebiendo así de ti, Señor,
admire desde tu potencia creadora en el Génesis
hasta el último segundo de la historia,
puerta para tu Ciudad Eterna.
Te lo repito, Señor, mi deseo es conocer tu Palabra;
lo demás me lo darás por añadidura.

Vivir lo que se enseña


Cuentan que, en cierta ocasión, llegó un misionero a un pueblo indígena. Los habitantes del pueblo recibieron al misionero con grandes atenciones y se dispusieron a escucharlo.
- Vengo a traerles una Buena Nueva, la noticia de un Dios Padre, que nos quiere a todos y desea que vivamos como auténticos hermanos, sirviéndonos y ayudándonos unos a otros. ¿Van a aceptar la noticia que les traigo y a recibir en sus corazones a ese Dios Padre que nos ama a todos como verdaderos hijos?
Calló el misionero y los indígenas permanecían en silencio.
- ¿Lo quieren aceptar o no? -insistió desconcertado el misionero.
Al rato, se alzó serena la voz del jefe del poblado diciendo:
- Quédate a vivir con nosotros unos días y si en verdad vives lo que quieres enseñarnos, entonces volveremos a escucharte.

jueves, 23 de abril de 2020

Creemos en Cristo Resucitado

Puesto que Cristo ha resucitado, creemos en la vida ¡para siempre!
Puesto que Cristo ha resucitado creemos que la vida es un camino
y que nada de lo que podamos imaginar puede destruirla del todo.
Puesto que Cristo ha resucitado podemos empezar una vida nueva ¡cuánto antes!
Puesto que Cristo ha resucitado creemos en Él.
Puesto que Cristo ha resucitado la fuerza del presente es el futuro.
Puesto que Cristo ha resucitado el mundo está en marcha
y no lo detendrán las conquistas ni los intereses de los que siempre ganan.
Puesto que Cristo ha resucitado estamos trabajando por el mundo
y vemos que es preciso cambiarlo desde sus cimientos.
Puesto que Cristo ha resucitado hay que construir una ciudad nueva
sin diferencias entre los hombres y mujeres,
donde el hombre no sea lobo para el hombre sino compañero y hermano.
Puesto que Cristo ha resucitado hay amor y una casa ¡para todos!
Puesto que Cristo ha resucitado creemos en una Tierra Nueva.

El viejo lobo y el león


Un día vi un viejo lobo en la entrada de una cueva excavada en la montaña. El pobre animal, apenas si podía moverse. Me pregunté entonces ¿Cómo haría el viejo lobo para sobrevivir si no podía salir a buscar alimento?". Y me quedé largo rato mirándolo. Pasado un rato, vi aparecer entre los matorrales a un león que traía un cabrito muerto entre sus fauces, lo depositó junto al lobo, y se marchó en silencio, tal como había llegado.
Entonces me admiré de la sabiduría de Dios, que había puesto a ese león en el camino del lobo herido para que día a día lo alimentase.
Y decidí yo también abandonarme a la misericordia de Dios. Me recosté entonces en la entrada de una cueva, confiado en la providencia divina que no tardaría en acercarme alimento. Pero pasaron los días, y nada ocurría. ¡Paciencia! -me dije- ¡que se haga, Señor tu voluntad!
Días después, ya casi desfallecía de hambre, cuando escuché la voz de Dios que me decía:
- "¡Insensato! ¿Qué haces ahí tirado esperando que alguien venga a alimentarte? ¡Tú eres un león, no un lobo viejo!"

miércoles, 22 de abril de 2020

¿A qué has venido, Dios?

                    Florentino Ulibarri

No has venido a juzgar nuestros fallos y tonterías,
sino a buscar a quien anda extraviado,
defender a quien está acusado, liberar a quien está aprisionado,
curar a quien está herido, acoger a quien está desamparado,
lavar a quien está manchado, sanar a quien está enfermo,
levantar a quien ha caído, salvar a quien se siente culpable,
perdonar a quien ha pecado, devolver la dignidad a quien la ha perdido.
Tú que crees en nosotros,
Tú que esperas de nosotros,
Tú que nos amas más que nosotros mismos,
Tú que eres mayor que todos nuestros pecados,
recréanos y danos un futuro nuevo y mejor.

Las gafas de Dios


Dicen que un día llegó un hombre al cielo. Su sorpresa fue inmensa cuando descubrió que en la puerta del cielo no había nadie. San Pedro se había ido a alguna emergencia. Siguió avanzando el hombre y descubrió que en la pared estaba el aviso de que Dios había salido fuera. Se coló y también se dio cuenta de que en el despacho no estaba Dios. Miró todas las estanterías. Curioseó todo lo que tenía Dios en su despacho. Se fijó largamente en que en la mesa del despacho había unas gafas. Se las puso y comprobó que a través de ellas veía el mundo y a cada persona que vive en este planeta.
Sintió gran curiosidad por saber algo de su socio, el que había trabajado codo con codo con él y se sospechaba que no era buena persona. Las gafas le hicieron descubrir la vida de su socio, sus negocios sucios, su infidelidad a su esposa y, sobre todo, que se había reído de él. En un momento no pudo contener la rabia, tomó la maceta que tenía al lado en la mesa de Dios y quiso tirársela a su socio a la cabeza.
Cuando estaba a punto de tirarla contra aquel de quien tenía tantas sospechas, entró Dios. Le preguntó:
- “¿Qué haces?”
- “Me he puesto tus gafas y no aguanto tanta maldad, tanto pecado”, le respondió.
Dios le miró con cariño y le dijo:
- “Has cometido un gran error. Para mirar con esas gafas hay que ponerse antes mi corazón". 

martes, 21 de abril de 2020

Escúchame, Señor

A ti vengo, Señor, cuando estoy desalentado,
cuando tengo dudas, cuando me pesa demasiado la vida,
cuando me canso del trabajo, cuando desconfío de la gente,
cuando brota de mí impaciencia y rigidez,
cuando me enfado y pierdo la calma,
cuando critico y descalifico a los otros,
cuando amo sólo pensando en mí,
cuando parece que te escucho y sólo me oigo,
cuando pierdo el tiempo en bobadas,
cuando quiero ser únicamente eficaz,
cuando me importa demasiado quedar bien,
cuando pienso en mis intereses más que en los de otros,
cuando me siento el ombligo del mundo…
A ti vengo, Señor, para que me sanes.
Lléname de tu compasión y misericordia,
aligérame el peso de la vida,
aléjame de preocupaciones insustanciales,
quítame los eternos temores y quejas,
límpiame de todo resentimiento y rencor,
poténciame el olvidar lo negativo,
despiértame la capacidad de soñar,
conviérteme a ti de todo corazón,
para actuar como tú, para amar como tú.

El problema del sultán


El sultán estaba desesperado por no encontrar un nuevo recaudador.
— ¿No hay ningún hombre honesto en este país que pueda recaudar los impuestos sin robar dinero? -se lamentó el sultán.
Acto seguido llamó a su consejero más sabio y le explicó el problema.
— Anunciad que buscáis un nuevo recaudador, Alteza -dijo el consejero- y dejadme a mí el resto.
Se hizo el anuncio y aquella misma tarde la antecámara del palacio estaba llena de gente. Había hombres gordos con trajes elegantes, hombres delgados con trajes elegantes y un hombre con un traje vulgar y usado. Los hombres de los trajes elegantes se rieron de él.
— El sultán, por supuesto, no va a seleccionar a un pobre como su recaudador -dijeron todos.
Por fin entró el sabio consejero.
— El sultán os verá a todos enseguida –dijo-, pero tendréis que pasar de uno en uno por el estrecho corredor que lleva a sus aposentos.
El corredor era oscuro y todos tuvieron que ir palpando con sus manos para encontrar el camino. Por fin, todos se reunieron ante el sultán.
— ¿Qué hago ahora? -susurró el sultán.
— Pedid que bailen todos -dijo el hombre sabio.
Al sultán le pareció extraña aquella medida, pero accedió, y todos los hombres empezaron a bailar.
— Nunca en mi vida he visto unos bailarines tan torpes -dijo el sultán-. Parece que tienen pies de plomo.
Sólo el hombre pobre pudo saltar mientras bailaba.
— Este hombre es vuestro nuevo recaudador -dijo el hombre sabio-. Llené el corredor de monedas y joyas y él fue el único que no llenó sus bolsillos con las joyas robadas.
El sultán había encontrado un hombre honrado.

domingo, 19 de abril de 2020

¡Señor mío y Dios mío, creo en Ti!

                J. Leoz
Abriré las puertas, cuando me llamen a tiempos y a deshoras
y, aun con incertidumbres o dudas, proclamaré que estás vivo y operante
Que, en mis miedos y temores, me das valentía y fortaleza.
Ven, Señor, y como a Tomás muéstrame tu costado,
no para que crea más o menos, sino para sentir un poco el calor de tu regazo.
Ven, Señor, y como a Tomás, enséñame tus pies,
porque, al contemplarlos, conoceré cómo andar por tus caminos.
Ven, Señor, y como a Tomás, dame tus manos,
no para mirar los agujeros que los clavos dejaron
sino para comprender que he de ayudar al que está abatido,
animar al que se encuentra desconsolado,
o servir con generosidad, a todo el que ande necesitado

Leyenda del apóstol Tomás


Cuenta una hermosa leyenda que Tomás fue a predicar el evangelio a la India. Y un rey le dio dinero para que le edificara un palacio. Pero Tomás distribuía el dinero entre los pobres y les anunciaba la muerte y resurrección de Jesús. Y muchos se hicieron cristianos.
- "¿Cómo va mi palacio?", le preguntaba el rey.
- "Va muy bien" y el rey le daba más dinero. Al cabo de un tiempo, la toda ciudad era ya cristiana.
Un día el rey le dijo a Tomás:
- "¿Cuándo podré ver mi palacio?"
- "Majestad, pronto lo verá terminado", le contestó.
- "¿Por qué no puedo verlo hoy? Llévame a verlo ahora mismo", le dijo el rey.
Tomás paseó al rey Vecius por la ciudad y le señalaba a la gente y le explicaba cómo sus vidas habían cambiado para bien.
- ¿Dónde está mi palacio?, preguntaba el rey.
- "Está a su alrededor y es un hermoso palacio. Qué pena que no pueda verlo. Espero pueda verlo un día", le decía Tomás.
- "¿Qué has hecho con mi dinero, ladrón?"
- "Tu palacio, majestad, está hecho de personas, tu palacio es tu gente. Ya no son pobres y ahora creen en Jesús. Tu gente son las torres de tu palacio. Dios vive en ellos. Tu palacio es un magnífico palacio."
Tomás fue encarcelado. Pero el rey vio poco a poco el cambio de la gente y cómo por el poder de la resurrección de Jesús, éste vivía en el corazón de las gentes. El último en convertirse fue el rey, también liberó a Tomás. Y su palacio no fue una obra de piedras sino de corazones vivos y creyentes.