sábado, 6 de agosto de 2022

Himno a la Transfiguración del Señor

Transfigúrame, Señor, transfigúrame.
Quiero ser tu vidriera, tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado.
Transfigúrame, Señor, transfigúrame.
Mas no a mí solo, purifica también
a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro.
Transfigúranos, Señor, transfigúranos.
Si acaso no te saben, o te dudan o te blasfeman,
límpiales el rostro como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo.
Transfigúralos, Señor, transfigúralos.
Que todos puedan, en la misma nube que a ti te envuelve,
despojarse del mal 
y revestirse de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame.
Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

El duende

Vivía cerca del nevado Huascarán, a unos cuatro mil metros de altura, en la sierra de la región de Huaraz, un hombre solo, de unos setenta años. Era cuidador de la reserva forestal al lado del río Danubio, cuidaba que los pocos visitantes que llegaban de paso no se lleven las tortugas del río y no dañen las plantas y árboles.
Durante las noches a la luz de una fogata, la misma donde cocía sus alimentos, se ponía a leer historias de algunos libros que compraba en el mercado cuando bajaba a Conchucos a proveerse de alimentos. Le gustaban los libros de misterios.
Una madrugada notó por su ventana que a unos cinco kms arriba, brillaba una luz como de un pequeño farol, o mejor dicho, como un espejo muy brillante y recordó que cuando se ven esas cosa es porque bajo la luz se encuentra escondido un tesoro. Así vio ese brillo durante una semana y decidió ir con su pico y su pala a excavar. Mientras caminaba bajo una tormenta de nieve recordaba que había leído acerca de un duende que por la zona andaba, que tenía un martillo de cinco kilos de oro, que si te veía te pedía tres deseos, que si los cumplías te daba el martillo y si no, te perseguía a martillazos.
A las tres de la mañana llegó al lugar, pero se percató que un ser enano con un enorme sombrero estaba a dos metros de él, tenía el famoso martillo en sus manos, era el duende y retrocedió muy despacio para irse antes de que lo viera, cuando de pronto:
- ¡Ya te he visto! -escuchó
- ¡Quiero una camisa.
De de inmediato le entregó su camisa
- ¡Ahora quiero un pantalón!
Y se quedó solo en calzones y zapatos. Pero a pesar del intenso frío pensaba "ahora me pedirá los zapatos, me dará el martillo y seré millonario. Me iré a vivir a la ciudad, buscaré una novia, me compro un coche, una casa",... fue interrumpido cuando escuchó:
- ¡Ahora quiero... (suspenso y emoción a la vez)... ¡un cinturón para ajustar el pantalón que me queda grande!- y al no poder cumplir el deseo y mirar el ademán amenazante del duende, salió corriendo muy veloz a pesar de lo resbaladizo y rocoso del terreno. Pero correr le ayudó a combatir el intenso frío de tres grados bajo cero.

Moraleja: Si un martillo de oro quieres tener, cinturón a tus pantalones debes poner.

miércoles, 3 de agosto de 2022

La paciencia de Dios conmigo

Señor, me impresiona la paciencia
que tienes conmigo y con todos tus hijos.
Cuando te acercas y yo me alejo,
Tú esperas y alientas mi regreso.
Cuando me enfado contigo y con los hermanos,
Tú esperas y sigues ofreciéndome tu mejor sonrisa.
Cuando me hablas y no te contesto,
Tú esperas y sigues ofreciéndome tu palabra.
Cuando no me atrevo a elegir y a renunciar,
Tú esperas y sigues dándome luz y valor.
Cuando me cuesta servir y entregarme,
Tú esperas y das tu vida por mi, sin reservarte nada.
Cuando soy egoísta y no doy buenos frutos,
Tú esperas, me riegas y me abonas.
Cuando me amas y yo no correspondo,
Tú esperas y multiplicas tus gestos de cariño.
En tu paciencia se esconden mis posibilidades
de mejorar, de crecer, de ser yo mismo,
de cumplir lo que Tú has soñado para mí,
de ser plenamente feliz.

El inventario de las cosas perdidas

Hace unos días me llegó este mensaje por el correo electrónico:
“Aquel día lo vi distinto. Tenía la mirada enfocada en lo distante. Casi ausente. Pienso ahora que tal vez presentía que ese era el último día de su vida. Me aproximé y le dije:
– ¡Buen día, abuelo!
Él siguió en silencio. Me senté junto a su sillón y después  exclamó:
– ¡Hoy es día de inventario, hijo!
– ¿Inventario? – pregunté sorprendido.
– Si… ¡El inventario de las cosas perdidas! – me contestó con cierta energía y no sé si con tristeza o alegría. Y prosiguió:
– En el lugar de donde yo vengo las montañas rompen el cielo como monstruosos gigantes. Siempre tuve deseos de escalar la más alta, nunca lo hice, no tuve tiempo ni la voluntad suficiente para sobreponerme a mi pereza. Recuerdo también a Mara, aquella chica que ame en silencio durante cuatro años, hasta que un día se marchó del pueblo, sin yo saberlo. ¿Sabes? También estuve a punto de estudiar ingeniería, pero mis padres no pudieron pagarme los estudios. Además, el trabajo en la carpintería de mi padre no me permitía viajar. ¡Tantas cosas no concluidas, tantos amores no declarados, tantas oportunidades perdidas!
Luego, su mirada se hundió aun más en el vacío y se humedecieron sus ojos. Y continuó:
– En los treinta años que estuve casado con Rita, creo que sólo cuatro o cinco veces le dije: «Te amo».
Después de un breve silencio, mirándome a los ojos me dijo: ,
– Este es mi inventario de cosas perdidas, la revisión de mi vida. A mí ya no me sirve. A ti sí. Te lo dejo como regalo para que puedas hacer tu inventario a tiempo.
Y luego, con cierta alegría en el rostro, continuó con entusiasmo y casi divertido:
– ¿Sabes qué he descubierto en estos días?
– ¿Qué, abuelo?
Aguardó unos segundos y no contestó. Sólo me interrogó nuevamente:
– ¿Cuál es el pecado más grave en la vida de un hombre?
La pregunta me sorprendió y sólo atine a decir, con inseguridad:
– No lo había pensado. Supongo que matar a otros seres humanos, odiar al prójimo y desearle mal. ¿Tener malos pensamientos, tal vez?
El movía su cabeza diciendo 'no'. Me miró fijamente, como marcando el momento y en tono grave y firme me señaló:
– El pecado más grave en la vida de un ser humano es el pecado por omisión. Y lo más doloroso es descubrir las cosas perdidas sin tener tiempo para encontrarlas y recuperarlas.
A los dos días regresé temprano a casa, después del entierro del abuelo, para realizar de manera urgente mi propio inventario de las cosas perdidas. 

El expresarnos nos deja muchas satisfacciones, así que no tengas miedo, y procura hacer lo que sabes que es bueno… antes de que sea demasiado tarde. Dile a esa persona: «Te amo, perdóname, me equivoqué”.
Dile a Él: “Me arrepiento, Señor, por favor perdóname».

lunes, 1 de agosto de 2022

Encrucijada de caminos

 Señor, la vida está llena de encrucijadas,
llena de caminos que se abren a mi paso,
aunque a veces no soy consciente
y elijo sin pensar, sin darme cuenta,
dejándome llevar por la rutina, por la pereza,
por la prisa, por lo que otros esperan de mí…

Ayúdame a valorar la libertad que me diste
y a utilizarla con responsabilidad;
a rechazar lo malo y elegir lo bueno,
a desenmascarar la mentira y buscar la verdad,
a desechar el rencor y optar por el perdón,
a descartar una vida cerrada a los demás
y construir una vida compartida y entregada.
a vencer al egoísmo y escoger el amor.

Ayúdame a escoger, entre lo bueno, lo mejor,
el camino que más me ayude a crecer y ser feliz,
el camino en el que sirva más y mejor,
el camino que me acerque más a ti y a tu amor.

El helecho y el bambú

Un día decidí darme por vencido: renuncié a mi trabajo, a mi relación y a mi vida. Fui al bosque para hablar con un anciano que, según decían, era muy sabio.
– ¿Podría darme una buena razón para no darme por vencido? – le pregunté.
- Mira a tu alrededor, -me respondió- ¿ves el helecho y el bambú?
- Sí. -respondí.
- Cuando sembré las semillas del helecho y el bambú, las cuidé muy bien. El helecho rápidamente creció. Sus hojas de un verde brillante cubrían el suelo. Pero nada salió de la semilla de bambú. Sin embargo, no renuncié al bambú.
El segundo año el helecho creció más brillante y abundante y, nuevamente, nada creció de la semilla de bambú. Pero no renuncié al bambú.
El tercer año, siguió sin brotar nada de la semilla de bambú. Pero no renuncié al bambú.
El cuarto año, nuevamente, nada salió de la semilla de bambú. Pero no renuncié al bambú.
El quinto año un pequeño brote de bambú se asomó en la tierra. En comparación con el helecho era muy pequeño e insignificante.
El sexto año, el bambú creció más de 20 metros de altura. Se había pasado cinco años echando raíces que lo sostuvieran. Aquellas raíces lo hicieron fuerte y le dieron lo que necesitaba para sobrevivir.
¿Sabías que todo este tiempo que has estado luchando, realmente has estado echando raíces? El bambú tiene un propósito diferente al del helecho, sin embargo, ambos son necesarios y hacen del bosque un lugar hermoso.

domingo, 31 de julio de 2022

Corazones y corazones

                F Ulibarri

Señor, hay corazones 

que son como castillos, o como palacios, o como cárceles,
o como ciudades inexpugnables, o como cajas de caudales...
Todo lo guardan hasta que envejecen, se desmoronan
y, yermos, mueren.
Y hay corazones
que son praderas, casas solariegas,
oasis confortables, cielos con estrellas...
y no tienen murallas ni llave.
Todo lo comparten y siembran
hasta que nace, florece y fructifica,
y se enriquecen.

La Cueva de los mil Tesoros

                Pedro Pablo Sacristán

Había una vez un hombre que paseando por el monte encontró una cueva increíble. En su interior había almacenadas toda clase de tesoros y piedras preciosas, y cuando lo vio, el hombrecillo no dudó en ocultar la entrada a aquel tesoro, y dedicó todo su tiempo a guardarlo.
Desde aquel día, el hombrecillo aprovechó para ocultar en aquella cueva todas sus cosas de valor, y para evitar que los demás se enteraran de que era rico, abandonó su trabajo, su casa, y sus amigos. Vigilaba constantemente los alrededores de su cueva tratando de evitar que nadie entrara, y por miedo a los ladrones, hacía guardia todas las noches ante la puerta.
Así, el hombre estaba tan dedicado a su cueva que casi no comía ni bebía, y empezó a enfermar, perdiendo todas sus fuerzas, hasta estar a punto de morir.
Y un día, cuando prácticamente no podía moverse, comprendió que para nada le había servido guardar su tesoro, y decidió compartirlo con otros justo antes de morir. Cuando entró en la cueva para coger un buen puñado de aquellas riquezas, descubrió horrorizado que apenas quedaba nada. Tan sólo una pequeña esmeralda de brillo apagado. El hombre la tomó y salió fuera dispuesto a regalársela al primero que pasara por allí. Al poco apareció por allí una mujer, que recibió la piedra con gran alegría, mientras el hombre le decía.
-Te habría entregado muchos más tesoros, mujer, pero no sé dónde han ido y esto es lo único que me queda
- ¿Seguro que no hay nada más? -replicó la mujer.
El hombre negó con la cabeza y le señaló la cueva, en la que vió brillar algunas monedas doradas
- Pues qué suerte, sí quedaba alguna más. Toma llévalas contigo
La mujer tomó la piedra y las monedas, y se fue feliz y contenta. Al rato, apareció un anciano que preguntó al hombre qué hacía allí.
- ¡Qué mala suerte! Justo hace un momento le he dado a una mujer las pocas riquezas que quedaban del fabuloso tesoro que custodiaba
El anciano preguntó:
- ¿Seguro?
Y cuando el hombre le mostró la cueva, descubrió un cofre con joyas y unas bolsas de oro. El hombre no salía de su asombro, y el anciano le explicó:
- ¡Por fin! Por fin alguien libera el encantamiento de esta cueva. Mira, esta es la Cueva de los Mil Tesoros, y eres el primero que supera su gran prueba. Muchos han sido los que han dedicado su vida a esta cueva para terminar comprobando que no había ya nada...
- ¿Y por qué ocurre esto? -dijo el hombre- ¿por qué aparecen y desaparecen las joyas?
Esta cueva mágica tiene tantos tesoros como tenga tu corazón. Cuando alguien la descubre, se llena de los tesoros que trae consigo, pero cuando luego todos ponen el empeño en guardar las riquezas, su corazón se vacía de las cosas importantes para dejar sitio al dinero y a las joyas, y al final se queda vacío, como has visto tú mismo. La única forma de llenarlo es teniendo el corazón repleto de cosas buenas, como has hecho al regalar la última joya a esa mujer. ¿No te sentiste mejor al hacerlo? Eso era porque la cueva se estaba volviendo a llenar...
Y aquel hombre comprendió que era mejor compartir que guardar, y desde entonces se convirtió gracias a su cueva, en un gran señor, noble y generoso.