sábado, 17 de marzo de 2018

Bendición irlandesa

En la fiesta de San Patricio

Que los caminos se abran a tu encuentro,
que el sol brille sobre tu rostro,
que la lluvia caiga suave sobre tus campos,
que el viento sople siempre a tu espalda.
Que guardes en tu corazón con gratitud
el recuerdo precioso de las cosas buenas de la vida.
Que todo don de Dios crezca en ti y te ayude
a llevar la alegría a los corazones de cuantos amas.
Que tus ojos reflejen un brillo de amistad,
gracioso y generoso como el sol,
que sale entre las nubes y calienta el mar tranquilo.
Que la fuerza de Dios te mantenga firme,
que los ojos de Dios te miren, que los oídos de Dios te oigan,
que la Palabra de Dios te hable, que la mano de Dios te proteja,
y que, hasta que volvamos a encontrarnos,
otro te tenga, y nos tenga a todos, en la palma de su mano.

El rencor es un saco de patatas

En un antiguo monasterio, el monje más sabio convocó a todos los aprendices a una reunión en la cocina. A medida que fueron llegando los jóvenes, el maestro les fue entregando a cada uno un saco. Cuando todos se colocaron alrededor de la mesa central el monje les dijo:
- Todos guardamos en nuestro corazón diversos rencores contra familiares, amigos, vecinos, conocidos, desconocidos y a veces hasta contra nosotros mismos. Busquen en el fondo de sus corazones todas las ocasiones en las cuales ustedes han dejado de perdonar alguna ofensa, algún agravio o cualquier acción que les haya producido dolor. Entonces tomen una de estas patatas, escriban sobre ella el nombre de la persona involucrada y colóquenla en el saco que les di. Repitan esta acción hasta que ya no encuentren más casos en su memoria.
Acatando las instrucciones, todos fueron llenando poco a poco sus respectivos sacos. Al terminar el monje agregó:
- Ahora deberán cargar el saco que llenaron durante todo el día a lo largo de dos semanas, sin importar dónde vayan o qué tengan que hacer.
Pasados quince días, el sabio volvió a reunir a los aprendices y les preguntó
- ¿Cómo se han sentido? ¿Qué les ha parecido esta experiencia?
- Es una carga realmente pesada, tal vez excesiva – respondió uno –. Estoy cansado y me duele la espalda.
- No es tanto el peso, sino el olor nauseabundo que empiezan a emitir la patatas que ya están podridas – replicó otro.
A lo que el maestro contestó:
- Pues bien, eso mismo es lo que pasa en nuestros corazones y en nuestro espíritu cuando en lugar de perdonar guardamos rencor. Al no perdonar a quién nos hirió, creemos que le estamos haciendo daño, pero en realidad nos perjudicamos a nosotros mismos. No sabemos si al otro le importa o no recibir nuestro perdón, pero lo que si es cierto es que el rencor que vamos acumulando a través del tiempo afecta nuestra autoestima, nuestra capacidad de vivir en plenitud, de amar, de ser felices.

viernes, 16 de marzo de 2018

Ofrecimiento de la enfermedad

  P. Antonio Rota, S.J.

Te ofrezco,
Corazón amado de Jesús, mi enfermedad.
Quisiera hacerlo siempre con alegría, pero no es así;
cuado el mal recrudece, flaqueo.
Por eso vuelvo, una y mil veces, mis ojos hacia Ti
para renovar mis fuerzas.
Te ofrezco cada mañana,
la esperanza renovada de ese amor tuyo que me sana;
y por la noche, el dulce sueño
de reposar un día sobre tu Corazón.

El juez y los presos

Un juez iba a liberar a un preso de la cárcel, por lo que hizo pasar a los presos, uno por uno, a una "entrevista" para ver quien merecía ser liberado.
Al preguntar al primero la razón de su encarcelamiento, éste le dijo:
- "Estoy aquí porque me calumniaron y me acusaron injustamente".
Llamó al segundo y éste contestó:
- "Estoy aquí porque dicen que robé, pero es mentira".
De esta forma fueron pasando todos los presos y se declaraban inocentes. Hasta que llegó el último que dijo:
- "Estoy aquí porque maté un hombre. Hirió a mi familia y perdí el control. Por eso lo maté. Hoy me doy cuenta que hice mal y estoy muy arrepentido".
El juez se levantó y dijo:
- "Voy a liberar a este último preso".
Todos se quedaron perplejos y dijeron:
- "Pero, ¿por qué lo vas liberar a él?"
El juez contestó:
- "El castigo es para los que esconden sus faltas. La misericordia para los que las reconocen y se arrepienten".

No escondamos nuestras faltas delante de Dios, no hay razón, aceptemos nuestros errores y tratemos de mejorar cada día, tratando de cambiar aquello en lo que hemos fallado. De esta forma podremos aspirar a la misericordia del "Juez".

lunes, 12 de marzo de 2018

Oración para ofrecer el servicio

  P. Van Bremen, S.J.

Señor, Dios nuestro,
permíteme que sirva sin insolencia.
Permíteme que ayude a otros sin humillarlos.
Haz que conozca la realidad de las cosas
y me preocupe de lo que nadie se preocupa.
Enséñame a esperar, a escuchar y a callar.
Hazme tan pequeño y tan pobre
que también los otros me puedan ayudar.
Envíame por este mundo
en busca de sinceridad y de amor,
en busca de tu nombre,
hoy y todos los días. Amén.

El convicto liberado

Cada año, con motivo del aniversario de su coronación, el rey de un pequeño condado liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años como monarca, él mismo quiso ir a la prisión acompañado de su Primer Ministro y toda la corte para decidir qué prisionero iba a liberar.
- "Majestad", dijo el primero, "yo soy inocente pues un enemigo me acusó falsamente y por eso estoy en la cárcel".
- "A mí", añadió otro, "me confundieron con un asesino, pero yo jamás he matado a nadie".
- "El juez me condenó injustamente", dijo un tercero.
Y así, todos y cada uno manifestaba al rey por qué razones merecían la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón que no se acercaba y que permanecía callado y algo distraído. Entonces, el rey le preguntó:
- "Tú, ¿Por qué estás aquí?
El hombre contestó:
- "Porque maté a un hombre majestad, yo soy un asesino".
- "¿Y por qué lo mataste?", inquirió el monarca.
- "Porque estaba muy violento en esos momentos", contestó el recluso.
- "¿Y por qué te violentaste?", continuó el rey.
- "Porque no tengo dominio sobre mi mal genio".
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía a quien liberaría. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acaba de interrogar:
- "Serás tú el que salga de la cárcel".
- "Pero majestad", replicó el Primer Ministro, "¿Acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?"
- "Precisamente por eso", respondió el rey, "saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos".
El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces creemos ser o tratamos de aparentar.

domingo, 11 de marzo de 2018

En Ti me refugio, Señor

   Etty Hillesum

Dios mío, a quien tanto quiero, estos son unos tiempos de angustia.
Dios mío, yo te prometo una cosa, algo muy pequeño:
jamás agobiaré el día en que vivo con las preocupaciones de mañana,
aunque eso me exija disciplina mental.
A cada día le basta su trabajo.
Te ayudaré, Dios mío, para arrojar lejos de mí mis preocupaciones,
aunque no pueda asegurarlo de antemano...
Lo que realmente importa es poder salvaguardar
esta pequeña parte de ti, Dios mío, en mí.
Y quizás también en los demás.
Quiero defender tu amparo dentro de mí hasta el final del día.
Ninguno de los que están en tus brazos puede caer.
Empiezo a sentirme un poco más pacificada, Dios mío.
Gracias por esta conversación que puedo tener contigo.
La repetiré muchas veces.
Señor, vas a pasar momentos duros conmigo,
de vez en cuando, cuando mi fe se debilite algo. 
Pero, créeme, siempre trabajaré por ti, buscaré serte fiel
y jamás te arrojaré de mi presencia. 
No permitas que desperdicie ni siquiera un mínimo de mi fuerza
en preocupaciones materiales sin importancia.
Ayúdame a emplear todos los minutos de mi tiempo
y a convertirlos en un día fructífero,
sobre el que construir nuestro futuro tan incierto.
Te traigo no sólo mis lágrimas, sino también mis alegrías en este día.
Y así, te llevaré todas las situaciones que encuentre en mi camino,
y son muchas las que habrá.
Intentaré que siempre te sientas en casa
ya que guardo tu consuelo en mi corazón.”

Las manos del abuelo

El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en el banco del patio. No se movía, solo estaba sentado cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado no se dio cuenta y estuvimos así durante un rato. Finalmente, no queriendo estorbarle sino saber que estaba bien, le pregunté cómo se sentía.
Levantó su cabeza, me miró y sonrió.
- Sí, estoy bien, gracias por preguntar, dijo en una fuerte y clara voz.
- No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estás bien, le expliqué.
- ¿Te has mirado alguna vez tus manos?”, preguntó, quiero decir, ¿realmente te has mirado las manos?
Lentamente abrí mis manos y me quedé contemplándolas. Las volví, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo sonrió y me contó lo siguiente:
- Detente y piensa un momento acerca de tus manos, cómo te han servido bien a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.
Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando era niño, mi madre me enseñó a rezar con ellas. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi hijo recién nacido. Decoradas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien especial.
Mis manos temblaron cuando enterré a mis padres y a mi esposa y cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen juntando para rezar.
Estas manos son la marca de dónde he estado y de la rudeza de mi vida. Pero más importante aún, es que son las que Dios tomará en las Suyas cuando me lleve a casa. Y con mis manos, Él me levantará para estar a Su lado y allí utilizaré estas manos para tocar el rostro de Cristo.
Nunca volveré a mirar mis manos de la misma manera. Pero recuerdo que Dios estiró las Suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a casa.
Cuando mis manos están heridas o dolidas, pienso en el abuelo. Sé que él ha recibido palmaditas y abrazos de las manos de Dios. Yo también quiero tocar el rostro de Dios y sentir Sus manos en el mío.