jueves, 22 de mayo de 2025

Callar, cerrar y ¡abrir!

        Florentino Ulibarri

Callar las radios, callar los ordenadores,
callar los móviles y las teles.
Callar los micrófonos, callar los relojes,
callar las máquinas y sus vibraciones.
Callar los ruidos, callar las palabras,
callar los gestos y las reuniones..
Cerrar las puertas, cerrar las ventanas,
cerrar todas las brechas y entradas.
Callar los discursos, callar las explicaciones,
callar los sueños y las pasiones.
Callar los sentidos, callar los pensamientos,
callar las noticias y los argumentos.
Cerrar las puertas, cerrar las ventanas,
cerrar las almenas y las murallas.
Callar imágenes, callar inquietudes,
callar ideas y tareas.
Callar los recuerdos, callar las tensiones,
callar miedos y preocupaciones.
Callar apetencias, callar compromisos,
callar urgencias e imprevistos.
Cerrar las puertas, cerrar las ventanas,
cerrar los visillos y las persianas.
Callar las dudas, callar las curiosidades,
callar las insidiosas necesidades.
Abrir el corazón, abrir las entrañas,
abrir nuestro ser y casa.
Y escuchar tu voz de amor
que nos hace hijas e hijos
y resuena en toda la creación.

La ventana del hospital

En un hospital tranquilo donde los días parecían avanzar con lentitud, dos pacientes compartían la misma habitación.
Uno de ellos, Ernesto, estaba postrado boca abajo por una compleja operación. No podía girarse, ni moverse, ni mirar más allá de una pared blanca frente a su cama. Su única compañía eran los ruidos del pasillo, el zumbido de los monitores… y el hombre que estaba en la cama junto a la ventana.
Ese otro paciente, Raúl, tenía una voz suave y una presencia serena. Había notado desde el primer día la desgracia de Ernesto al no poder ver nada más que el yeso agrietado de la pared. Una tarde, con calma, Raúl le habló:
— ¿Quieres que te cuente lo que veo por la ventana? -preguntó con amabilidad.
— Sí… me gustaría, respondió Ernesto, con voz apagada.
Y así comenzó una rutina diaria.
— Hoy el cielo está completamente azul -decía Raúl-. Se refleja en el lago que hay justo frente al hospital. Hay niños corriendo por el sendero, algunos andan en bicicleta. Vi un par de patos flotando tranquilos, y las ramas de los árboles se movían con el viento… como si saludaran.
Ernesto cerraba los ojos y dejaba volar su imaginación. En su mente aparecían colores, sonidos, paisajes. Cada descripción era una pequeña alegría para salir de su penosa situación.
— ¿Y qué más ves? -preguntaba todos los días con entusiasmo renovado.
Raúl siempre tenía una nueva escena para contarle. Flores, personas leyendo bajo los árboles, parejas caminando de la mano. A veces, incluso inventaba nombres para los niños que jugaban o las canciones que alguien silbaba al pasar.
Así pasaron varios días. Ernesto comenzó a sonreír más. Esperaba con ansia esas descripciones como quien espera una carta querida.
Pero una noche, mientras todos dormían, Raúl tuvo un infarto. Y al amanecer, su cama estaba vacía.
Días después, cuando Ernesto se recuperó lo suficiente, pidió con emoción que lo trasladaran a la cama junto a la ventana.
Las enfermeras lo ayudaron con cuidado. Cuando finalmente lo acomodaron, él mismo abrió las cortinas, ansioso por ver aquello que durante tanto tiempo había imaginado con tanta claridad.
Pero al correrlas, su corazón se detuvo. Lo que vio fue… una pared alta, vieja, sin colores.
No había lago. No había niños. No había cielo azul.
— ¿Dónde está todo lo que él me contaba? -preguntó confundido.
Entonces se acercó la enfermera de turno, con una expresión dulce y triste.
— Señor Ernesto -dijo con ternura-, su amigo… era ciego. Nunca pudo ver nada. Solo quería hacerle el día más bonito, aunque fuera con sus palabras.
Ernesto guardó silencio. Y por primera vez en muchos días, lloró.

Reflexión: Hay personas que, aún sin tener mucho, lo dan todo. Que, aunque no puedan ver con los ojos, saben mirar con el alma. Y encuentran la manera de iluminar el camino de otros.
Aprendamos a dar, no desde lo que tenemos, sino desde lo que somos. Porque el verdadero amor no necesita ver… solo necesita sentir.