sábado, 17 de febrero de 2018

La grandeza de lo pequeño

  Ángel Sanz Arribas, cmf 

Señor y Padre mío,
ayúdame a comprender la grandeza de lo pequeño:
a percibir el milagro de un grano de mostaza
que se pierde en la palma de la mano.
Creo, Señor, que en el ser más insignificante
late el misterio de tu presencia y de tu acción creadora.
Enséñame a apreciar el valor de una mirada amable,
de una sonrisa complaciente, de un gesto benévolo,
de un silencio respetuoso.
Dame sabiduría para alcanzar el sentido último
de tus palabras: “Si no os hacéis como niños...”.
Regálame unos ojos nuevos que me permitan descubrir,
y admirar la pequeñez de tu sierva, cantora del Magnificat
y primera mujer de la historia, María, tu Madre.
Hazme presentir el misterio de tu infinita simplicidad,
de tu adorable sencillez siempre desconcertante.
Dame, Señor, un corazón humilde, un alma contemplativa
y unas manos dispuestas a colaborar contigo
en la construcción del mundo y de la historia.
En un silencio profundo, gozoso y permanente. Amén.

La otra mujer de mi vida

Después de 21 años de matrimonio, descubrí una nueva manera de mantener viva la chispa del amor.
Desde hace poco había comenzado a salir con otra mujer, en realidad había sido idea de mi esposa.
-Tú sabes que la amas, me dijo un día por sorpresa. La vida es demasiado corta debes dedicarle tiempo y tienes que ir a verla.
- Pero yo te amo a ti, protesté.
- Lo sé. Pero también la amas a ella.
La otra mujer era mi madre, que era viuda desde hacía muchos años, pero las exigencias de mi trabajo y mis tres hijos hacían que solo la visitara ocasionalmente. Esa noche la llamé para invitarla a cenar y después ir al cine.
- ¿Qué te ocurre? ¿Estás bien?, me preguntó.
Mi madre es el tipo de mujer para quien una llamada por la noche, o una invitación sorpresiva es indicio de malas noticias.
- Creí que sería agradable pasar una tarde contigo -le respondí- los dos solos.
- Me agradaría muchísimo, dijo.
Ese viernes mientras conducía para recogerla después del trabajo, me encontraba algo nervioso, era el nerviosismo que antecede a una cita... y ¡por Dios!, cuando llegué a su casa, advertí que ella también estaba muy emocionada con nuestra cita. Me esperaba en la puerta con su abrigo puesto, se había rizado el cabello y llevaba el vestido con que celebró su último aniversario de boda. Su rostro sonreía e irradiaba luz como un ángel.
- Les dije a mis amigas que iba a salir con mi hijo, y se mostraron muy impresionadas, me comentó mientras subía a mi coche. No pueden esperar a mañana para escuchar acerca de nuestra velada.
Fuimos a un restaurante no muy elegante pero sí acogedor, mi madre se agarró a mi brazo como si fuera "La primera dama". Cuando nos sentamos, tuve que leerle el menú. Sus ojos solo veían grandes figuras. Cuando iba por la mitad de las entradas, levanté la vista; mamá estaba sentada al otro lado de la mesa y me miraba. Una sonrisa nostálgica se le dibujaba en los labios.
- Era yo quien te leía el menú cuando eras pequeño, me dijo.
- Entonces es hora de que te relajes y me permitas devolverte el favor, respondí.
Durante la cena tuvimos una agradable conversación; nada extraordinario, sólo ponernos al día con la vida del otro. Hablamos tanto que se nos pasó la hora del cine.
- Saldré contigo otra vez, pero sólo si me dejas invitar a mi, dijo mi madre cuando la llevé a casa. Asentí.
- ¿Cómo estuvo tu cita?, quiso saber mi esposa cuando llegué aquella noche.
- Muy agradable... mucho más de lo que imaginé..., contesté.
Días más tarde mi madre murió de un infarto fulminante, todo fue tan rápido que no pude hacer nada.
Al poco tiempo recibí un sobre con la copia de un cheque del restaurante donde habíamos cenado mi madre y yo, y una nota que decía: "La cena la pagué por anticipado, estaba casi segura, de que no podría estar allí, pero igual pagué dos cubiertos uno para ti y el otro para tu esposa, jamás podrás entender lo que aquella noche significó para mí. Te quiero".
En ese momento comprendí la importancia de decir a tiempo: "TE QUIERO" Y de dedicarles a nuestros seres queridos el tiempo que se merecen; nada en la vida será más importante que Dios y tu familia. Dales tiempo, porque ellos no pueden esperar. Mañana puede ser demasiado tarde.

viernes, 16 de febrero de 2018

Me da miedo, Señor, decirte "sí"

   Michel Quoist
Me da miedo, Señor, decirte “sí”,
porque... ¿a dónde me vas a llevar?
Me da miedo de que me toque la “gran suerte”.
Me da miedo firmar un acuerdo sin leerlo.
Me da miedo un “sí” que luego trae muchos “síes”...
Me da miedo poner mi mano en la tuya
porque... no me la vas a soltar.
Me da miedo mirarte a los ojos
porque me vas a conquistar.
Me da miedo lo que me vas a exigir
porque eres un Dios muy insistente...

La flor más hermosa

Cuentan que hace siglos, en el antiguo Japón, vivió una pareja de ancianos que cultivaban un hermoso jardín en el cual crecían las flores más hermosas que ojo humano haya contemplado jamás. Como eran tan, tan viejos decidieron buscar a alguien que los ayudara en su delicada labor.
Enviaron mensajeros por todas las islas para anunciar que convocaban un concurso a fin de elegir a la persona más idónea para transmitirle todos los secretos del arte de cultivar flores. Esa persona recibiría en herencia el magnífico jardín cuando ellos dos murieran.
Para decidir quién sería el afortunado, celebrarían una gran reunión dentro de tres semanas, a la que todo aquel que estuviera interesado podía acudir y en la que ellos explicarían a los asistentes el modo de participar.
Una anciana, vieja sirvienta de la pareja desde hacía muchos años, al escuchar aquello sintió un poco de tristeza porque sabía que su joven hija sentía un profundo amor por aquel hermoso jardín, por el cual se paseaba a menudo para admirar las hermosas flores que crecían en él. Si otra persona lo heredaba, quizá no podría volver a pisarlo jamás.
Cuando la anciana llegó a su casa le contó a su hija los planes de la pareja de ancianos y se asombró al saber que ella se proponía asistir a la reunión.
Sin poder creerlo le preguntó:
— Pero, hija mía, ¿qué vas a hacer tú allí? Los jardineros más expertos y más poderosos de Japón estarán en esa reunión. ¡No tienes la más mínima posibilidad! Quítate esa idea insensata de la cabeza. Sé que debes estar sufriendo, pero no conviertas tu sufrimiento en locura.
La hija respondió:
— No, querida madre, no estoy sufriendo y tampoco estoy loca. Yo sé que jamás seré la escogida para cuidar esas flores, pero es mi oportunidad de estar cerca de ellas, quizá por última vez. Eso me hará feliz.
Al cabo de tres semanas, la joven se dirigió a casa de los ancianos, donde ya estaban aguardando los más afamados jardineros de todo el reino. Hombres y mujeres conversaban sobre técnicas de riego, abono y poda. Ella escuchaba admirada la sabiduría que poseían y pensaba que, algún día, sería igual que ellos.
Se hizo el más absoluto silencio cuando salieron los dos ancianos, cogidos de la mano, anunciaron su desafío:
— Ya sabéis que nuestro jardín es único en el mundo entero. En él florecen las especies más raras y valiosas y lo heredará aquella persona que nos traiga dentro de seis meses una flor única; la flor más bella.
Acto seguido los dos ancianos entregaron una semilla a cada uno de los asistentes y los despidieron.
Hay que hacer un inciso para aclarar que al poner aquella prueba seguían las tradiciones del pueblo japonés, que valora mucho la capacidad de las personas para cultivar algo, ya sean plantas, costumbres, amistades, relaciones o respeto.
El tiempo fue pasando y la joven, como no tenía tanta habilidad en las artes de la jardinería como el resto de los que habían asistido a la reunión, suplía sus carencias cuidando con mucha paciencia y ternura su semilla, pues sabía que si la belleza de la flor era semejante al amor que sentía por el jardín de los dos ancianos no tenía que preocuparse con el resultado; su flor sería la más bella.
Pasaron tres meses y nada brotaba de aquella semilla. La joven probó todos los métodos que conocía para hacerla crecer, pero el resultado era el mismo: la flor no germinaba.
Transcurrían los días y cada vez veía más lejos su sueño. Sin embargo, su amor por aquel jardín era cada vez más profundo.
El plazo llegó a término. Los seis meses se habían cumplido y de la semilla que le habían entregado los ancianos no había conseguido que saliera la flor.
Consciente de que su esfuerzo y dedicación habían sido infructuosos, la muchacha le comunicó a su madre que aun así, sin importar el mal resultado obtenido, regresaría al palacio en la fecha y hora acordadas solo para estar cerca del jardín y verlo por última vez, y admitir ante los ancianos que ella no era la heredera que merecían.
A la hora señalada estaba allí, con su maceta vacía.
Miró a su alrededor. El resto de las personas llevaban una maceta con una flor, a cuál más bella. Las flores eran de las más variadas formas y colores. La fragancia que desprendían llenaba el aire. La joven estaba admirada. Nunca había visto una escena tan bella.
Llegó el momento esperado y la pareja de ancianos fue observando atentamente todas y cada una de las macetas, llenos de curiosidad y asombro. Los dos viejecitos comentaban con sus propietarios este o aquel detalle de las flores y les preguntaban por las técnicas que habían empleado para hacerlas crecer.
Ante la muchacha se pararon un momento y al ver su maceta vacía la miraron a los ojos y pasaron de largo sin pronunciar ni una sola palabra. Cuando hubieron terminado anunciaron el resultado:
— Nuestra heredera será aquella joven cuya maceta está vacía.
Los presentes tuvieron las más inesperadas reacciones. Unos se enfadaron, otros se quedaron mudos de asombro y los más empezaron a quejarse por aquella terrible injusticia que, según ellos, se estaba cometiendo.
Nadie entendía por qué los viejecitos habían escogido, justamente, a aquella joven que no había sido capaz de cultivar nada y pedían explicaciones.
Entonces, con mucha calma la anciana pidió silencio, elevó su voz y explicó:
— Ella fue la única que cultivó la flor que la hizo digna de convertirse en la dueña de nuestro jardín: la flor de la honestidad. Todas las semillas que os entregamos hace seis meses eran estériles, así que de ellas no podía brotar nada.
Cuentan que, todavía hoy, la muchacha, ya una anciana, sigue cultivando hermosas flores en su jardín y busca a alguien honesto para que lo siga cuidando cuando ella muera.

martes, 13 de febrero de 2018

Fórmula de la felicidad

AMAR. Ser feliz se reduce a esto.
Ama sin miedo a pasarte.
Ama hasta sentir que te duele.
Ama aunque todo te invite a no hacerlo.
Ama cada día como si nunca más lo fueras a hacer.
Ama, y sé tan feliz, que sin decirlo, se te note.
Ama aunque no te amen.
Ama a quien nadie ama y todos odian.
Ama en cualquier idioma a todo ser humano.
Ama más a quienes menos aman.
Ama hasta que sonría tu corazón.
Ama aunque pienses que no avanzas.
Ama hasta que te digan que estás loco.
Ama, porque todo lo podrás perder,
pero nadie podrá impedirte jamás que ames.
Ama a quien nada tiene y nadie va a darle nada.
Ama con la certeza de que ALGUIEN ya te ha amado

El anciano, el niño y el burro

    Anónimo hindú

Eran un anciano y un niño que viajaban con un burro de pueblo en pueblo. Llegaron a una aldea caminando junto al asno y, al pasar por ella, un grupo de mozalbetes se rió de ellos, gritando:
- ¡Mirad qué par de tontos! Tienen un burro y, en lugar de montarlo, van los dos andando a su lado. Por lo menos, el viejo podría subirse al burro.
Entonces el anciano se subió al burro y prosiguieron la marcha. Llegaron a otro pueblo y, al pasar por el mismo, algunas personas se llenaron de indignación cuando vieron al viejo sobre el burro y al niño caminando al lado. Dijeron:
- ¡Parece mentira! ¡Qué desfachatez! El viejo sentado en el burro y el pobre niño caminando.
Al salir del pueblo, el anciano y el niño intercambiaron sus puestos. Siguieron haciendo camino hasta llegar a otra aldea. Cuando las gentes los vieron, exclamaron escandalizados:
- ¡Esto es verdaderamente intolerable! ¿Han visto algo semejante? El muchacho montado en el burro y el pobre anciano caminando a su lado.
- ¡Qué vergüenza!
Puestas así las cosas, el viejo y el niño compartieron el burro. El fiel jumento llevaba ahora el cuerpo de ambos sobre sus lomos. Cruzaron junto a un grupo de campesinos y éstos comenzaron a vociferar:
- ¡Sinvergüenzas! ¿Es que no tenéis corazón? ¡Vais a reventar al pobre animal!
El anciano y el niño optaron por cargar al burro sobre sus hombros. De este modo llegaron al siguiente pueblo. La gente se apiñó alrededor de ellos. Entre las carcajadas, los pueblerinos se mofaban gritando:
- Nunca hemos visto gente tan boba. Tienen un burro y, en lugar de montarse sobre él, lo llevan a cuestas. ¡Esto sí que es bueno! ¡Qué par de tontos!
De repente, el burro se revolvió, se precipitó en un barranco y murió.