sábado, 4 de noviembre de 2017

Caminante y peregrino, quiero ser, Señor

Jesús, Señor, hermano, amigo,
quiero arriesgar mi vida por amar, por servir, por liberar,
arriesgar contigo, siguiendo tu Evangelio.
No quiero ser conformista ni dejarme conducir
por criterios egoístas.
Quiero jugarme entero por la limpieza del alma,
por el amor verdadero,
por esa santa belleza del universo creado,
que nos confiaste a todos para su cuidado.
Y quiero ser caminante, peregrino,
creador humilde, criatura inteligente.
Escojo ir de la mano con los pobres de la tierra,
luchando por la justicia, por la paz de un mundo nuevo.
Te pido, Señor, tu Espíritu, soplo de tu alegría,
presencia de tu amor y fuente de mi energía,
Y la ayuda de tu Madre María,
mujer de esperanza, servidora creyente.

Los hijos del labrador

Los hijos de un labrador vivían en discordia y desunión. Por mucho que el padre les hablaba e intentaba acabar con sus enfrentamientos, sus hijos no entraban en razón.  Así que decidió darles una lección con la experiencia.
Les llamó y les dijo que le llevaran una gavilla de varas. Una vez que estaban todos y habían llevado las varas, hizo un haz con ellas y les dijo que las rompieran.
Por mucho que lo intentaron unos y otros y a pesar de todos sus esfuerzos, no lo consiguieron.  
Entonces el padre deshizo el haz y les dio las varas una a una.  De esta forma, sus hijos las rompieron fácilmente.
- ¡Ahí tenéis! Les dijo el padre.  Si también vosotros, hijos míos, permanecéis unidos, siempre seréis invencibles ante vuestros enemigos.  Pero estando divididos, seréis vencidos uno a uno con facilidad. Nunca olvidéis que en la unión se encuentra la fortaleza.

jueves, 2 de noviembre de 2017

Poema de José Luis Martín Descalzo

Y entonces... vio la luz
La luz que entraba por todas las ventanas de su vida.
Vio que el dolor precipitó la huida
y entendió que la muerte ya no estaba.
Morir sólo es morir. Morir se acaba.
Morir es una hoguera fugitiva.
Es cruzar una puerta a la deriva
y encontrar lo que tanto se buscaba.
Acabar de llorar y hacer preguntas;
ver al Amor sin enigmas y espejos;
descansar y vivir en la ternura;
tener la paz, la luz, la casa juntas
y hallar, dejando los dolores lejos,
la Noche-luz tras tanta noche oscura. 

El juicio final

Después de haber vivido "decentemente" en la tierra, mi vida llegó a su fin.
Lo primero que recuerdo es que estaba sentado sobre un banco, en la sala de espera de lo que imaginaba era una Sala de Jurados.
La puerta se abrió y se me ordenó entrar y sentarme en el banco de los acusados.
Cuando miré a mi alrededor vi al "Fiscal", quien tenía una apariencia de villano y me miraba fijamente.
Me senté, miré hacia la izquierda y allí estaba mi abogado, un caballero con una mirada bondadosa cuya apariencia me era familiar.
La puerta de la esquina se abrió. Su presencia demandaba admiración y respeto. Yo no podía quitar mis ojos de Él; se sentó y dijo: "Comencemos".
El Fiscal se levantó y dijo:
- Mi nombre es Satanás y estoy aquí para demostrar por qué este individuo debe ir al Infierno.
Comenzó a hablar de las mentiras que yo había dicho, de cosas que había robado en el pasado, cuando engañaba a otras personas y de los tantos pecados que cometí en mi vida terrenal.
Satanás habló de otras horribles cosas y perversiones cometidas por mi persona y, cuanto más hablaba, más me hundía en mi silla de acusado. Me sentía tan avergonzado que no podía mirar a nadie, ni siquiera a mi Abogado, a medida que Satanás mencionaba pecados que hasta había olvidado.
Estaba tan molesto con Satanás por todas las cosas que estaba diciendo de mí, e igualmente, molesto con mi Abogado, quien estaba sentado a mi lado y escuchaba en silencio.
Yo sabía que era culpable de las cosas que me acusaban, pero también había hecho algunas cosas buenas en mi vida, ¿no podrían esas pocas cosas buenas por lo menos equilibrar un poco lo malo que había hecho?
Satanás terminó con furia su acusación y dijo:
- Este individuo debe ir al Infierno, es culpable de todos los pecados y actos que he acusado, y no hay ninguna persona que pueda probar lo contrario. Por fin se hará justicia este día.
Cuando llegó su turno, mi Abogado se levantó y solicitó acercarse al juez, quien se lo permitió, haciéndole señas para que se acercara, pese a las protestas de Satanás. Cuando se levantó y empezó a caminar, lo pude ver en todo su Esplendor y Majestad. Hasta entonces me di cuenta por qué me había parecido tan familiar era Jesús quien me representaba, Mi Señor y Salvador. 
Se paró frente al Juez, suavemente le dijo "Hola Padre", y se volvió para dirigirse al Jurado:
- Satanás está en lo correcto, al decir que este hombre ha pecado, no voy a negar esas acusaciones. Reconozco que el castigo para el pecado es muerte y este hombre merece ser castigado.
  Respiró Jesús fuertemente, se volvió hacia su "Padre" y con los brazos extendidos y mostrando marcas de clavos en sus muñecas, pecho y pies proclamó:
- Sin embargo, yo di mi vida en la cruz para que esta persona pudiera tener vida eterna y él me ha aceptado como su Salvador, por lo tanto, es mío. Mi Salvador continuó diciendo: Su nombre está escrito en el libro de la vida y nadie me lo puede quitar. Satanás todavía no comprende que este hombre no merece justicia, sino misericordia. 
Cuando Jesús se iba a sentar, hizo una pausa, miró a su Padre y suavemente dijo:
- No se necesita hacer nada más, lo he hecho todo.
  El Juez levantó su poderosa mano y, golpeando la mesa, habló diciendo:
- Este hombre es libre, el castigo para él ha sido pagado en su totalidad, caso cerrado.
Cuando mi Salvador me conducía fuera de la Corte, pude oír a Satanás protestando enfurecido:
- No me rendiré jamás, ganaré el próximo juicio.
  Cuando Jesús me daba instrucciones hacia donde me debía dirigir, le pregunté:
- ¿Has perdido algún caso?
Jesús sonrió amorosamente y dijo:
- Todo aquel que ha recurrido a mí para que lo represente, ha obtenido el mismo veredicto tuyo... Pagado en su totalidad.

¿Cómo quedarnos con los brazos cruzados... cuando el hombre más grande del mundo murió con los brazos abiertos? ¡Que bendición! ¿Hay algo más grande que la confianza en el Corazón de Cristo?

miércoles, 1 de noviembre de 2017

Dichosos y felices seréis…

Florentino Ulibarri

Dichosos quienes mantienen sus lámparas encendidas,
las comparten y llevan bien altas para que alumbren
y guíen a quienes andan a ras de tierra sin ellas,
perdidos entre laberintos, heridas y quejas.
Dichosos quienes permanecen en vela,
y están siempre despiertos y atentos para quien llega
a medianoche, de madrugada o cuando el sol calienta.
Dichosos quienes se comparten y entregan,
y son fieles a la Palabra más sincera
y saben vivir como hijos y hermanos.
Dichosos quienes no buscan quedar bien, 
ni se excusan en el cansancio, la edad y la dignidad,
ni en el tiempo que pasa, ni en el premio que se retarda,
y mantienen su entrega para quienes los necesitan.
Dichosos quienes, estén dentro o fuera,
no tienen miedo a tormentas ni a sequías.
Dichosos quienes no les importa ser pocos
y, menos aún, quedarse sin nada,
porque saben que el Padre está con ellos y les ama,
y les regala cada día lo necesario para el camino.
Dichosos quienes respetan y sirven sin queja
a sus hermanos, aunque les sean extraños.
Dichosos quienes se saben enviados
y aceptan ser hijos y hermanos de todos.
¡Dichosos mis discípulos! ¡Dichosos vosotros!
¡Dichosos quienes necesitan vuestro servicio!

Dar y perder la vida

Hace años, cuando trabajaba como voluntario de un hospital, conocí a una niñita llamada Liz que sufría una extraña enfermedad. Su única oportunidad de recuperarse, era una transfusión de sangre de su hermano de cinco años, quien había sobrevivido a la misma enfermedad y había desarrollado los anticuerpos necesarios para combatirla.
El doctor explicó la situación al hermano de la niña, y le preguntó si estaría dispuesto a darle su sangre. Yo lo vi dudar un momento, antes de dar un profundo suspiro y decir:
- Sí. Lo haré si eso salva a Liz. Le voy a dar mi sangre para que ella viva.
Mientras la transfusión se hacía, él estaba acostado en una cama al lado de la de su hermana, muy sonriente. Mientras nosotros los asistíamos, y veíamos volver el color a las mejillas de la niña, de pronto el pequeño se puso pálido y su sonrisa desapareció. Miró al doctor y le preguntó con voz temblorosa:
- Doctor, dígame, por favor ¿a qué hora empezaré a morir?
El niño no había comprendido al doctor, y pensaba que tenía que darle toda su sangre a su hermana para que ella viviera, y creía que él moriría... y aún así había aceptado donar su sangre.

lunes, 30 de octubre de 2017

Bendice al Señor

Salmo 102 actualizado

Bendice, alma mía, al Señor, desde el fondo de mi ser.
Bendice, alma mía, al  Señor, y no olvides sus muchos beneficios.
Bendice, alma mía, al Señor, porque él ha sido grande conmigo.
Bendice, alma mía, al Señor, porque ha llenado de paz mi vida.
El Señor te ha perdonado todas tus culpas; te ha limpiado.
El Señor te ha curado de todas tus dolencias; te ha sanado.
El Señor te ha sacado de lo profundo de la fosa; te ha liberado.
El Señor te ha puesto en pie después de la caída; te ha rescatado.
El amor del Señor, alma mía, es más alto que los cielos.
El amor del Señor, alma mía, es más grande que los mares.
El amor del Señor, alma mía, es más fuerte que las montañas.
El amor  del Señor, alma mía, es más firme que nuestras rebeldías.
Bendice alma mía, al Señor, por la ternura de sus manos.
Bendice, alma mía al Señor, que es más bueno que una madre.
Bendice, alma mía, al Señor, que él sabe de lo frágil de nuestro barro.
Bendice, alma mía, al Señor, que él comprende nuestro corazón enfermo.
Bendice, alama mía, al Señor, unida al coro de sus ángeles.
Bendice, alma mía, al Señor, en medio de la asamblea congregada.
Bendice, alma mía, al Señor, el único Dueño de la Historia.
Bendice, alma mía, al Señor, en todos los lugares de su señorío.
¡Bendice, alma mía, al Señor: alábale de todo corazón!
¡Bendice, alma mía, al Señor: su amor sin límites merece nuestro canto!

El violinista del Metro

Un hombre se sentó en una estación del metro en Washington y comenzó a  tocar el violín, en una fría mañana de enero. Durante los siguientes 45  minutos, interpretó seis obras de Bach. Durante ese tiempo, se calcula que pasaron por esa estación algo más de mil personas, casi todas camino a sus trabajos.
Transcurrieron tres minutos hasta que alguien se detuvo ante el músico. Un  hombre de mediana edad alteró por un segundo su paso y advirtió que había  una persona tocando música. 
Un minuto más tarde, el violinista recibió su primera donación: una mujer  arrojó un dólar en la lata y continuó su marcha.
Algunos minutos más tarde, alguien se apoyó contra la pared a escuchar,  pero enseguida miró su reloj y retomó su camino.
Quien más atención prestó fue un niño de 3 años. Su madre tiraba del  brazo, apurada, pero el niño se plantó ante el músico. Cuando su madre  logró arrancarlo del lugar, el niño continuó volviendo su cabeza para  mirar al artista. Esto se repitió con otros niños. Todos los padres, sin excepción, los forzaron a seguir la marcha.
En los tres cuartos de hora que el músico tocó, sólo siete personas se  detuvieron y otras veinte dieron dinero, sin interrumpir su camino. El  violinista recaudó 32 dólares. Cuando terminó de tocar y se hizo silencio,  nadie pareció advertirlo. No hubo aplausos, ni reconocimientos.
Nadie lo sabía, pero ese violinista era Joshua Bell, uno de los mejores  músicos del mundo, tocando las obras más complejas que se escribieron  alguna vez, en un violín tasado en 3,5 millones de dólares. Dos días antes  de su actuación en el metro, Bell llenó un teatro en Boston, con  localidades que costaban los 100 dólares.

Esta es una historia real. La actuación de Joshua Bell de incógnito en el  metro fue organizada por el diario The Washington Post como parte de un  experimento social sobre la percepción, el gusto y las prioridades de las  personas. La consigna era: en un ambiente banal y a una hora inconveniente, ¿percibimos la belleza? ¿Nos detenemos a apreciarla?  ¿Reconocemos el talento en un contexto inesperado?