sábado, 29 de abril de 2017

Creo en el Resucitado

Marcelo A. Murúa
Creo en el Resucitado, en el Señor de la Vida, en Jesús de Nazaret,
carpintero sencillo, hombre de pueblo, predicador itinerante,
compañero de camino.
Creo en Resucitado, el hijo de María,
quien hizo vida sus palabras del Magnificat,
porque llevó la Buena Nueva a los pobres y excluidos.
Creo en el Resucitado, señor de la comunidad,
quien para enseñar el amor de Dios
llamó a discípulos para compartir su vida.
Creo en el Resucitado,
el que caminó por los pueblos de Palestina,
el que anduvo por las orillas del lago,
el que se mezcló con la gente del pueblo,
para mostrar con su vida que Dios no se olvida de los hombres,
conoce el sufrimiento y quiere la liberación y la justicia.
Creo en el Resucitado, el que se ocupó de los que sufren,
el que tuvo compasión de los enfermos,
el que se acercó a los marginados, para enseñarnos
que el Dios de la Vida nace entre los pobres de este mundo.
Creo en el Resucitado,
el que se animó a presentar a un Dios vivo,
el que denunció los ritos vacíos y las leyes hipócritas,
el que habló con palabras sencillas,
para enseñarnos que lo importante es vivir lo que Dios propone.
Creo en el Resucitado, el que entregó la vida,
el que cargó la cruz, el que vivió el conflicto, la incomprensión
y la persecución por ser fiel.
El que nos enseñó que a Dios se lo conoce si se practica su voluntad.
Creo en Jesús, el que vivió
como Dios quiere que vivamos todos,
Creo en el Resucitado, que nos llama a seguir sus pasos
y hacer de nuestra vida una Pascua para los demás,
un paso del Señor para todos,
un signo de que la vida es siempre más fuerte
que toda la muerte que nuestra sociedad engendra.

Creo en Jesús porque quiero vivir como El.
Ayúdame a lograrlo, Padre Bueno.

¿Dónde está la abuelita?

- ¿Por qué vas siempre al cementerio, mamá? -preguntó una niña.
- Para visitar a la abuelita y llevarle flores, mi cielo -explicó cariñosamente la madre.
- ¿Abuelita está en el cementerio? -siguió preguntando la pequeña.
- Sí, mi hijita -respondió tristemente la mamá.
- ¿Y por qué no te la traes a casa entonces? -dijo la niña.
- Bueno, porque está muerta y enterrada -dijo la madre.
- ¡Ah! ¡Cómo me engañaste! -respondió la chiquilla.
- ¿Por qué te engañé? -preguntó la madre.
- Porque cuando la abuelita se fue, me dijiste que estaba con Dios en el cielo -contestó la niña.
- Bueno, en el cielo está la abuelita viva y en el cementerio está la abuelita muerta -intentó explicar un tanto acorralada la madre.
¡Era una abuelita y ahora son dos abuelitas! -pensó extrañada la niña-. Las personas mayores no se aclaran. Y siguió pidiendo explicaciones…
- Y tú, ¿a quién quieres más, mamá? ¿A la abuelita muerta del cementerio o a la abuelita viva del cielo?
Pero la mamá ya no sabía qué decir. Y salió al paso diciendo:
- Después hablaremos, mi amor.

miércoles, 26 de abril de 2017

Del grito a la risa

Inclinó al fin su cabeza, rota en grito la Palabra;
hubo llantos y lamentos de la tarde a la mañana.
¡Qué silencio y qué vacío por la Palabra enterrada!
Todo aquel día de sábado fue silencio y esperanza.
Y a la mañana siguiente, primera de la semana,
la Palabra se convierte en risa resucitada.
Es risa de primavera, es risa que se regala,
es risa que no termina, es risa que vive y habla.
Todo se llena de risa, todo se estremece y canta;
aquel grito del Calvario es ya risa prolongada.
Se acabaron las tristezas, las tristes muertes del alma;
hay un rostro que sonríe y va sembrando esperanzas.
No llores ya, Magdalena, buscando lo que más amas:
es hortelano que ríe: una risa que no acaba.
No llores más, Pedro amigo, recordando las tres faltas:
ahora está junto a ti el que es risa soberana,
y tan sólo te pregunta si le quieres, si le amas,
y solamente te pide reír con todas tus ganas.
No estéis tristes peregrinos de Emaús o de cualquier patria:
Alguien sale a vuestro encuentro y su risa es una llama;
siempre se deja invitar cuando la tarde se acaba,
y cuando parte su pan de risa a todos contagia.
Parte tu pan conmigo, Amigo mío del alma,
colorea con tu risa los rincones de mi casa;
y que la risa florezca y que fluya como el agua;

y los grupos resuciten en risas multiplicadas.

Gotitas de amor

Un gran incendio se desató en un bosque de bambú. Las llamas alcanzaban grandes alturas. Un pequeño picaflor fue al río, mojó sus alas y regresó sobre el gran incendio, agitándolas con la intención de apagar el fuego. Incesantemente iba y venía con sus alas cargadas de agua. Los otros animales observaban sorprendidos la actitud de la pequeña ave y le preguntaron:
- Oye, ¿por qué estás haciendo eso? ¿Cómo es posible? ¿Cómo crees que con esas gotitas de agua puedes apagar un incendio de tales dimensiones? ¡Jamás lo podrás lograr!
El picaflor con una gran ternura respondió:
- El bosque me ha dado todo, tengo un inmenso amor por él. Yo nací en este bosque que me ha enseñado el valor que tiene la naturaleza. Este bosque me ha dado todo lo que soy y tengo. Este bosque es mi origen y mi hogar, por eso y aunque no lo pueda apagar, si es necesario voy a dejar mi vida lanzando gotitas de agua, llenas de amor y agradecimiento.
Los otros animales entendieron el mensaje del picaflor y entre todos le ayudaron a apagar el incendio.

Cada gotita de agua puede apaciguar un incendio. Cada acción que con amor y entusiasmo emprendemos, se reflejará en un mañana mejor.
 “No subestimes las gotas, porque millones de ellas forman un océano. Todo acto que con amor realizamos, regresa a nosotros multiplicado”

martes, 25 de abril de 2017

Salmo 39

Aquí estoy, Señor, ¡mándame!
Haz de mí un testigo de esperanza.
Aquí estoy, Señor. Quiero ir en tu nombre a donde tú quieras.
Me pongo en tus manos como el barro en las manos del alfarero.
Haz de mí un testigo de la fe,
para iluminar a los que andan en tinieblas;
un testigo de esperanza,
para devolver la ilusión a los desencantados;
un testigo de amor,
para llenar el mundo de solidaridad.
Aquí estoy, Señor, mándame.
Pon tu Palabra en mis labios,
pon en mis pies tu diligencia y en mis manos tu tarea.
Pon tu Espíritu en mi espíritu,
pon en mi corazón tu amor,
pon tu fuerza en mi debilidad y en mi duda tu voluntad.
Aquí estoy, Señor, mándame
para que ponga respeto entre los seres,
justicia entre los hombres,
paz entre los pueblos, alegría en la vida,
ilusión en la comunidad, gozo y esperanza en la misión.
Aquí estoy, Señor, ¡mándame!

Haz de mí un testigo de esperanza.

El confeti del cura

Contaba a sus alumnos, el director espiritual de un seminario católico, que en cierta ocasión fue un hombre al confesionario, buscando la absolución. Su pecado consistía en haber dicho en el bar de su pueblo comentarios maledicentes sobre la honestidad de una mujer casada.
El confesor, tras escuchar atentamente al aparentemente contrito pecador, le dio una bolsa con confeti, añadiendo que debía subir a lo más alto del campanario y lanzar su contenido al vacío, advirtiéndole que tuviese cuidado ya que el viento soplaba muy fuerte ese día.
Al terminar su "penitencia", el difamador bajó a la iglesia para que el párroco le diera la absolución, pero cuál fue su sorpresa cuando el clérigo le dijo que antes de darle la absolución debía devolverle la bolsa, con todo el confeti que le había entregado.
El sujeto, contrariado, señaló que lo que le pedía era imposible, ya que el viento había desperdigado los minúsculos y livianos papeles, en mil direcciones. El sacerdote, mirándole a los ojos, le hablo de esta manera:
- "Más fácil es que hagas lo que te he mandado, que puedas reparar el daño que tan frívolamente has hecho a esa buena familia. Ve y averigua hasta dónde el boca a boca ha llevado tu perversa murmuración y desmiente tus palabras. Pero que sepas que - aun así y todo- habrá quien no quiera creerte y esa mujer permanecerá marcada de por vida por el estigma de la deshonra. Posiblemente, a estas alturas, el rumor ya habrá llegado hasta el colegio en donde estudian los hijos de esa mujer, y tan solo es cuestión de tiempo que sus compañeros de clase comiencen a señalarlos con el dedo".