sábado, 10 de octubre de 2020

Sonríe

 ¿Por qué? Por mil motivos... 

Sonríe porque si estás de buen humor es una manera de que los demás puedan notarlo. 
Sonríe porque si estás de mal humor, una sonrisa, incluso forzada, 
te ayuda a cambiar tu estado interno. 
Sonríe porque una sonrisa es el refuerzo más potente que podemos dar a los demás. 
Sonríe porque seguro que tu sonrisa alegra a los que te quieren. 
Sonríe porque tu sonrisa te protege de aquellos que quizás no te quieren tanto. 
Sonríe, sonríe siempre y en todo lugar.

Te conocimos, Señor

  José Mª Pemán 

Yo sé que estás conmigo, 
porque todas las cosas se me han vuelto claridad:
porque tengo la sed y el agua juntas
en el jardín de mi sereno afán. 
Yo sé que estás conmigo, porque he visto
en las cosas tu sombra, que es la paz;
y se me han aclarado las razones
de los hechos humildes, 
y el andar por el camino blanco, 
se me ha hecho un ejercicio de felicidad. 
No he sido arrebatado sobre nubes,
ni he sentido tu voz, ni me he salido
del prado verde donde suelo andar...
¡otra vez, como ayer, te he conocido
por la manera de partir el pan. 

Dame, Señor, buena visión de conjunto

Había un hombre que tenía cuatro hijos y quería que ellos aprendieran a no juzgar las cosas y a las personas precipitadamente. Se le ocurrió una idea: los envió a cada uno por turno a ver un árbol de peras que estaba a una gran distancia de la casa pidiéndoles que se fijaran en todos los detalles para contárselos a él un día.
Envió al primer hijo en el invierno, al segundo en primavera, al tercero en el verano y al más chico en otoño. Cuando ya todos habían ido y regresado, los llamó y juntos les pidió que cada uno describiera el árbol que había visto.
El primer hijo, el que había ido en invierno, mencionó que el árbol era horrible, doblado y retorcido a punto de morir.
El segundo dijo que no estaba de acuerdo, que el árbol estaba cubierto con brotes verdes y lleno de promesas.
El tercero no estuvo de acuerdo, él dijo que el árbol estaba cargado de flores, que tenía aroma muy dulce y parecía muy hermoso, era la cosa más llena de gracia que jamás había visto.
El pequeño no estuvo de acuerdo con ninguno de sus hermanos, él dijo que el árbol estaba maduro, lleno de frutos, de vida y satisfacción.
Entonces el padre explicó a sus hijos que todos tenían la razón, que todos habían visto el mismo árbol pero que cada uno solo había visto una de las estaciones de la vida del árbol.
Y concluyó diciéndoles que no debemos juzgar a un árbol, o a una persona con solo ver una de sus temporadas. Que la esencia de lo que es un árbol o una persona solo se puede medir al final, cuando todas las estaciones han pasado.
Lo mismo sucede en nuestra propia vida, en nuestro matrimonio, en la educación de los hijos, no debemos desanimarnos fácilmente porque las cosas no están saliendo como esperábamos.
Si te das por vencido en el invierno, habrás perdido la promesa de la primavera, la belleza del verano y la satisfacción del otoño. No juzgues la vida por una sola estación difícil.
Persevera en medio de las dificultades.

lunes, 5 de octubre de 2020

Himno de alabanza

Eres la luz y siembras claridades;
abres los anchos cielos que sostienen,
como un pilar, los brazos de tu Padre.
Arrebatada en rojos torbellinos,
el alba apaga estrellas lejanísimas;
la tierra se estremece de rocío.
Mientras la noche cede y se disuelve,
la estrella matinal, signo de Cristo,
levanta el nuevo día y lo establece.
Eres la luz total, Día del Día,
el Uno en todo, el Trino todo en Uno:
¡gloria a tu misteriosa teofanía! Amén

La ‘G’ata, los sabios y el ermitaño

Había un hombre que creía haberlo conquistado todo. Un atardecer, a la salida del templo que frecuentaba, vio morir a una mujer indigente, que, extrañamente, tenía marcada la palma de su mano con la letra ‘G’. En el corazón del hombre resonó el gemido de auxilio que no había sido capaz de oír, sus vanas riquezas se derrumbaron en su interior, y, entre lágrimas, decidió abandonarlo todo para seguir al Maestro.
Tras sus pasos, se alejó de su viejo estilo de vida, se fue al silente desierto, recogido en oración contemplativa. Asumió una vida ermitaña, sediento de la sabiduría divina que le revelara el ‘misterio vida-muerte’. Entre plantas y animales en la cima de una desconocida montaña, preparó su ermita. Allí, el Maestro le anunció la visita de los sabios, y desde entonces, -sentado en meditación y con serenos paseos-, esperaba sosegado a los anunciados visitantes. Pequeños grupos, esporádicamente, peregrinaban a su ermita para orar junto con él.
En un amanecer primaveral, apareció sobre el techo de su ermita una gata. La bella, inteligente y hábil felina sedujo al ermitaño para que la hospedara. Él nunca había tenido una mascota. Por esto, al comienzo se disgustaba con el pelo que le dejaba en su lecho; le irritaba verla subir por doquier y se distraía cuando trepaba en sus hombros durante el tiempo de la meditación. Además, lo angustiaban sus maullidos mientras oraba con los peregrinos, y rechazaba las aves y los roedores que ella le traía de sus paseos por el monte. Sin embargo, pacientemente esperó, perfeccionando su práctica con amor y disciplina.
Poco a poco, desde el silencio de sus contemplaciones, el ermitaño comenzó a ver con nuevos ojos a la gata; le atraía cómo levantaba su nariz para percibir los aromas que el viento le traía, el modo como jugaba con las gotas de lluvia y su extraña forma de sumergirse en un bosquecillo junto a la ermita. Se maravilló de esta creatura, aunque ignoraba cómo tratarla; solo buscaba acariciarla, alimentarla y darle calor junto a una hoguera. Con atención, fue descubriendo sus secretos: silencio y serenidad, vigilancia y paciencia, sagacidad y alegría, gratitud y lealtad, paz y respeto. Los cuidadosos movimientos de la gata, llevaron al hombre a desarrollar el arte de ejercitar su cuerpo imitándola.
Una tarde otoñal, en las fauces de unos perros murió la gatita. Él, entristecido y confundido, cavó la tumba. Fue entonces, -al sepultar a la gatita-, cuando surgió en su alma una voz silente -como venida del cielo-, que le impulsó a sembrar un bosque, a plantar un huerto y a rodear su ermita de jardines. El ermitaño ignoraba cómo hacerlo, solo sabía que ése era el siguiente paso: si el hombre busca sabiduría, debe liberar la Tierra de su ira, vanidad y avaricia. Así, se inició en el cultivo de la Tierra.
Los peregrinos vinieron en su ayuda; todo se hizo fiesta, comunión y alegría. Ya en la soledad de la noche, sentado en contemplación sobre una roca, junto a un manantial de agua, percibió cómo su corazón ardía al ver a su gatita transformarse en bosque, en huerto y en jardín. Y cuando la luna llena, -esa luna que tantas veces vio reflejada en los grandes ojos de la gata-, iluminó con sus rayos aquel nuevo cultivo, lo despertó una intuición sabia, que integró, -a la velocidad de un maullido-, su cuerpo, su alma y su espíritu: ¡‘Laudato Sí, o mi Signore’!, exclamó todo su ser. Cayó en la cuenta que la gatita era una creatura sabia, enviada por Dios para abrir sus ojos y mostrarle la presencia de muchos otros sabios, salidos de las manos del Dios Creador: Tierra y agua, viento y fuego, sol y luna, nubes y estrellas, aves y fieras, ríos y océanos, peces y reptiles, plantas y alimañas, hombre, mujer, niños y ancianos de toda raza y condición…
Con los ojos de su cuerpo redescubrió la belleza del universo; con los ojos de su alma, entendió los sabios secretos de la creación y su deber de cuidarla; y con los ojos de la contemplación se unió a la mirada con que Dios lo ve todo. ¡Despertó su amor por el universo!, y se vio sumergido en la paz divina…
Desde entonces, el ermitaño dialoga en silencio, día y noche, con el Dios Creador en contemplación, con el universo entero en el corazón y con el sufrimiento humano en la compasión. Lo visitan las frías lluvias y los días soleados, las tardes otoñales y el resplandor primaveral.
Sana alimentación y labores manuales, escucha de Dios, silencio y quietud, liberación del sufrimiento y tantas otras prácticas, aprende, enseña y comparte con los peregrinos que asiduamente le visitan.
Ellos, como hermanos, aprenden a cuidar, amar y contemplar la creación. Algunos han decidido regresar al campo y organizarse en ‘aldeas’. Otros hacen de su existencia, de sus hogares y de su ciudad, comunidades que respetan la gran ‘Casa Común’. Escuchan el clamor de la tierra y el gemido del pobre, y dejan su huella compasiva y misericordiosa en la solidaridad con el más necesitado; todo está conectado.
Una niña peregrina que conoció su historia, regaló al ermitaño un collar de flores con la letra ‘G’, y le recordó que, en una lengua antigua, ‘Ge’ significa ‘Tierra’.