sábado, 26 de julio de 2025

Oración de los Abuelos y de los Mayores

"Feliz el que no ve desvanecerse su esperanza" (cf. Eclo 14,2)

¡Qué hermosas son estas palabras tuyas, Señor!
Ayúdanos a continuar nuestra peregrinación a lo largo del tiempo
¡animados por la esperanza que viene de Ti!
Ayúdanos a llevar a este mundo, que se está dividiendo,
la esperanza de la comunión.
Ayúdanos a llevar a este mundo, herido por las guerras,
la esperanza de la paz.
Ayúdanos a llevar a este mundo, que se deshumaniza,
la belleza de una sonrisa antigua.
Ayúdanos a ser el recuerdo de tu ternura,
para nuestros nietos, para nuestros seres queridos
y para todos los que encontremos.
¡Ayúdanos a llevar a un mundo que no te presta atención
la Esperanza de una vida nueva que sólo Tú puedes dar!
¡Porque en Ti, Señor, nada está perdido!
¡Porque en Ti, Señor, todo vuelve a empezar! Amén.

La flor silvestre

            Gisel Dominguez

Cada tarde, después del colegio, Tomás llegaba al geriátrico con su mochila colgando de un solo hombro y una flor silvestre en la mano. Siempre la misma rutina: entraba despacio, saludaba a todos con una sonrisa, y caminaba directo a la habitación 214, donde lo esperaba una anciana de cabello blanco y ojos perdidos en algún lugar del tiempo.
— Buenas tardes, señora Clara. ¿Le traje su flor preferida? —decía él, como si fuera la primera vez.
Ella lo miraba y sonreía, sin reconocerlo del todo.
— ¿Y tú quién eres, corazón?
— Un amigo, nada más.
Durante meses, él le leía cuentos, le pintaba las uñas, le peinaba el cabello y le ponía canciones viejas. A veces ella reía, a veces lloraba, y otras lo confundía con un actor de telenovela o con su primer amor.
El resto del personal del geriátrico lo adoraba. Decían había nacido con un corazón demasiado grande. Algunos familiares venían una vez al mes. Pero Clara, la señora de la habitación 214, no recibía a nadie más que a él.
Una tarde, mientras la peinaba, ella se quedó mirándolo fijo.
— Tienes los ojos de mi hijo, ¿sabías? -murmuró.
Tomás tragó saliva.
— ¿Sí? ¿Se los prestó el destino, tal vez?
— Puede ser. Pero mi hijo me dejó. Se enfadó conmigo cuando empecé a olvidar cosas… Me dijo que yo ya no era su mamá. Y se fue.
Ella bajó la vista. Él le acarició la mano.
— A veces, cuando uno olvida, los demás se olvidan también. Pero no todos.
Ella sonrió. Le dio un beso en la mejilla y le susurró:
— Gracias por quedarte conmigo, aunque no sepa bien quién eres.
A los pocos meses, ella falleció. Tranquila. Con una flor silvestre en la mesita de luz.
En el Tanatorio, Tomás se quedó a un lado, en silencio. La gente del geriátrico lo abrazaba, le agradecía. Nadie entendía por qué lloraba tanto.
Hasta que una de las enfermeras se acercó a él y le preguntó:
— ¿Por qué lo hacías, Tomás? Nunca faltaste un solo día…
Él la miró, con los ojos llenos de lágrimas, y dijo:
— Porque era mi abuela.
— ¿Tu abuela?
— Sí. Pero cuando le diagnosticaron Alzheimer, todos la abandonaron. Mis tíos, mis padres… Decían que ya no era ella. Pero yo sí la reconocí. Aunque ella ya no supiera quién era yo.
Y con la misma calma con la que llegaba cada tarde, se fue.

Moraleja: A veces, el amor no necesita ser reconocido para existir. A veces, ser nieto no se trata de sangre… sino de memoria del corazón.

viernes, 25 de julio de 2025

Plegaria al apóstol Santiago

            Juan Pablo II

«Enséñanos, Apóstol y amigo del Señor,
el CAMINO que conduce hacia Él.
Ábrenos, predicador de las Españas,
a la VERDAD que aprendiste de los labios del Maestro.
Danos, testigo del Evangelio,
la fuerza de amar siempre la VIDA.
Contigo, Santiago Apóstol y Peregrino,
queremos enseñar a las gentes de Europa y del mundo
que Cristo es –hoy y siempre–
el CAMINO, la VERDAD y la VIDA».

Escuchar

               Susana Rangel

Después de más de 30 años de casados, él empezó a notar algo raro… Sentía que su esposa ya no escuchaba como antes. Pero no quería armar lío ni hacerla sentir mal, así que fue a un doctor a preguntar qué podía hacer.
El médico le dio un consejo muy simple:
— Hazle una pregunta desde lejos, como a 15 metros. Si no responde, te vas acercando poco a poco y repites la misma pregunta. Así sabrás si realmente hay un problema de audición.
Ese mismo día, cuando llegó a casa del trabajo, vio a su esposa cocinando.
Desde la sala, a buena distancia, le preguntó:
— Amor, ¿qué hay de cenar?
Silencio… Se acercó unos pasos y volvió a preguntar:
— ¿Qué vamos a cenar?
Nada… Ya más cerca, repitió:
— Mi vida… ¿qué estás preparando?
Silencio total… A unos pocos metros, intentó otra vez:
— ¿Qué hiciste de cenar, mi amor?
Y nada… Finalmente, ya justo detrás de ella, con tono suave le dijo:
— Corazón, ¿qué vamos a cenar?
Entonces ella se giró, molesta, y le soltó:
— ¡Te he dicho cinco veces que pollo!
Y fue en ese momento cuando entendió… El del problema no era ella. Era él.

Moraleja: Antes de asumir que el otro está fallando, pregúntate si acaso el que necesita corregirse… eres tú. A veces la verdadera sordera está en no querer escuchar.

domingo, 20 de julio de 2025

Estar junto a Ti, Señor

          Cardenal John Henry Newman

Señor Jesús, como a María,
enséñame a sentarme a tus pies para escuchar tu palabra.
Dame aquella auténtica sabiduría
que busca tu voluntad mediante la plegaria y la meditación,
a través del contacto directo contigo,
más que por razonamientos mentales
o por la lectura de muchos libros.
Concédeme la gracia de distinguir tu voz de la de los extraños;
concédeme la gracia de dejarme guiar por ella
y de buscarla ante todo como una realidad superior a mí mismo.
Respóndeme mediante la conciencia
cuando te adoro y confío en tu grandeza,
que llega mucho más allá de lo que yo puedo entender.

El amor de la ratita y el burro

El burro se desmayó en el establo tras ser molido a palos por el granjero. Temblaba. Tenía los ojos en blanco.
Una ratita lo encontró así y corrió al bosque, recogió hierbas y preparó un té medicinal. Era pequeña, pero con esfuerzo arrastró una cáscara llena de té hasta él. Llegó jadeando, toda empapada.
Cuando el burrito despertó, la miró con desprecio y le gritó:
— ¡Lárgate! ¡No necesito tu caridad! ¡Sé curarme solo!
De un manotazo tiró el té. El líquido caliente le salpicó la cara. La ratita no dijo nada. Solo se fue con una sonrisa fingida… y, al llegar a su agujero, rompió en llanto.
Esa noche escuchó los quejidos del burro. Tenía fiebre. Y aunque le dolía el alma, arrastró su nido hasta el establo y se quedó a su lado.
Al día siguiente, el burro volvió a gritarle:
— ¡Te odio! ¡No quiero que estés aquí!
Y la golpeó con una coz. Herida, la ratita volvió a su agujero, en silencio.
Días después, fue cojeando hasta la casa de la cascada, donde vivía un sabio.
— Maestro… ¿Algún día el burro entenderá cuánto lo quiero?
El sabio la miró con ternura y le respondió:
—Lo sabrá… cuando escuche a alguien decir: “Cinco minutos para enterrarla.”
La ratita bajó en silencio. Pero ya no era la misma. Las heridas y los desprecios le habían roto el alma. Dejó de corretear, de sonreír… Y nunca más volvió al establo.
Pasaron los días y el burro empezó a notar su ausencia. Extrañaba el té, la sombra compartida, su compañía silenciosa. Y entonces pensó:
— ¿Y si fue mi culpa?
Un día, un ruiseñor se posó en la cerca lleno de tristeza:
— La ratita ha muerto. Están por enterrarla… ¿no vas a despedirte?
El burro corrió. Cada paso era una lágrima. Pero las que más dolían… eran las del arrepentimiento.
Ahí estaba ella. La que nunca se rindió. La que siempre estuvo. Solo que ahora… con las patitas cruzadas sobre el pecho, dentro del ataúd.
El sepulturero habló fuerte:
— ¡Cinco minutos para enterrarla!
Y esas palabras le apretaron el alma al burro. Se acercó llorando, se inclinó sobre ella y, entre llantos, dijo:
— Ella era buena… Siempre estuvo para mí. Yo la amaba… ¡Y no se lo dije a tiempo!
Cinco minutos de palabras… que ella nunca escuchó en vida. Pero justo antes de que la enterraran, algo inesperado pasó. La ratita abrió los ojos, se incorporó y le sonrió.
— Yo también te amo, burro. Y sí… tú eres todo eso que acabas de decir.
El burro la miró, entre coraje y alivio:
— ¡¿No estabas muerta?!
— No. Solo quería que me dieras… amor.
Él suspiró… y la abrazó. Como si quisiera recuperar todo el tiempo. Como si por fin entendiera lo que tenía.

Reflexión final:
A veces, el orgullo nos hace ciegos ante quienes nos aman de verdad. Creemos que siempre estarán allí, esperando… Hasta que un día ya no están, y lo único que queda es el silencio del arrepentimiento.
No esperes que la vida te enseñe con dolor lo que podrías entender con amor. No guardes palabras que podrían sanar. No ignores los gestos sencillos de quien te cuida sin esperar nada a cambio.
Un “te valoro”, un “me importas” o un simple “gracias por estar” pueden ser más poderosos de lo que imaginas. Porque quizás… esas palabras sean justo lo que alguien necesita para seguir adelante.
Di lo que sientes hoy. Abraza antes de que falten brazos. Ama sin reservas, mientras todavía hay tiempo.