José Mª Rodríguez Olaizola, sj
Como Tomás…
también dudo y pido pruebas.
También creo en lo que veo.
Quiero gestos. Tengo miedo. Solicito garantías.
Pongo mucha cabeza y poco corazón.
Pregunto, aunque el corazón me dice: “Él vive”
No me lanzo al camino sin saber a dónde va.
Quítame el miedo y el cálculo.
Quítame la zozobra y la lógica.
Quítame el gesto y la exigencia.
Dame tu espíritu, y que al descubrirte,
en el rostro y el hermano,
susurre, ya convertido:
“Señor mío y Dios mío”.
jueves, 3 de julio de 2025
Como el apóstol Tomás
Lavar los platos
Leonardo Cirbián·
Durante un almuerzo entre amigos, en la casa de uno de ellos, la charla fluía entre risas y anécdotas. Al terminar de comer, uno de los amigos, llamado Andrés, tomó su servilleta y dijo con naturalidad:
— Bueno, voy a lavar los platos.
Uno de los presentes, Ernesto, lo miró sorprendido y soltó una carcajada.
— ¿En serio acabas de decir eso?, preguntó con tono burlón. Dime que fue un chiste…
Andrés lo miró con calma, sin perder la sonrisa.
— No, no es un chiste. Es lo que suelo hacer en casa también.
Ernesto frunció el ceño.
— Pues yo no ayudo a mi mujer. La semana pasada limpié los suelos y ni las gracias me dio. No pienso volver a hacerlo.
Andrés dejó el plato a un lado, se acomodó en la silla y respondió con voz serena:
— Ernesto… yo tampoco “ayudo” a mi esposa.
Los demás amigos enmudecieron por un instante, curiosos por la respuesta.
—Mi esposa no necesita ayuda —continuó Andrés con paciencia—. Lo que necesita es un compañero. Porque somos un equipo. Y en un equipo, las responsabilidades se comparten.
Ernesto lo miraba en silencio.
— No la ayudo a limpiar la casa, agregó Andrés, porque yo también vivo allí. No la ayudo a cocinar, porque yo también como. No la ayudo a lavar los platos, porque yo también los ensucio. No la ayudo con los niños, porque también son mis hijos. No la ayudo a lavar la ropa… porque también es la mía.
Hizo una breve pausa, mirando a los demás con sinceridad.
— No soy un invitado en mi casa. Soy parte de ella. Y no se trata de “ayudar”, como si todo fuera su obligación y yo solo colaborara de vez en cuando. Se trata de compartir la vida, las tareas y el cuidado del hogar. De asumir lo que también me corresponde.
Ernesto se quedó pensativo. Sus palabras le calaron más profundo de lo que esperaba. Los demás amigos también reflexionaron. A veces, las costumbres y las frases que repetimos sin pensar ocultan creencias que necesitan cambiar.
Reflexión:
El verdadero cambio en nuestra sociedad empieza en el hogar. No se trata de “ayudar” a quien comparte la vida con nosotros, sino de comprender que todos tenemos responsabilidades comunes. Porque la casa es un espacio compartido, los hijos son de ambos, el bienestar es un proyecto en equipo, la convivencia se llena de respeto, equidad y amor genuino. El ejemplo que damos en casa será la base para las futuras generaciones. Y en esa base, el compañerismo vale más que mil palabras.
martes, 1 de julio de 2025
El sacrificio de Kimba
Kimba siempre estaba atento a cualquier peligro que pudiera aparecer. Conducía la manada a los mejores prados, donde estaban las hierbas más jugosas y las ramas más tiernas. Cuando hacía mucho calor, los llevaba a las mejores charcas de agua y allí bebían y se bañaban llenos de gozo y parsimonia.
Por la noche, era Kimba el que hacía la guardia para que todos pudieran dormir con seguridad. Si surgía algún problema, todos miraban a Kimba; y su serenidad daba tranquilidad a toda la manada. Aunque a decir verdad, había un peligro que a todos aterrorizaba: el hombre blanco. Si algún día llegaban a descubrirles, no dudarían en matarlos para arrancarles sus valiosos colmillos de marfil.
Kimba, día y noche, no dejaba de vigilar. Y siempre que olía la presencia del hombre blanco, conducía la manada a lugar seguro.
Pero un día ocurrió lo inevitable. Un grupo de cazadores descubrió a la manada por sorpresa. Mientras los elefantes se refugiaban en una sabana cercana, junto al río Grumeti, Kimba se enfrentó a los cazadores. Se lanzó corriendo hacia ellos. Y a pesar de los disparos, no se detuvo. Consiguió hacerles huir de momento, pero quedó herido. Con gran dificultad, volvió a donde estaba la manada para tranquilizarlos.
Los cazadores rodearon el bosque. La manada de Kimba no tenía escapatoria. La única salida era por el río Grumeti, pero la corriente era tan fuerte debido a las crecidas de las lluvias que era imposible atravesarlo.
Estaba anocheciendo. Los cazadores acamparon cerca de donde estaban los elefantes atrapados. Cuando saliera el sol acabarían con ellos.
Todos los elefantes miraban angustiados a Kimba, que estaba herido de gravedad. La situación era desesperante. Después de pasar largo rato así, se levantó como pudo y se dirigió hacia un gran árbol que crecía junto al río. Con la cabeza comenzó a empujarlo con todas sus fuerzas. Los demás elefantes comprendieron su idea y le ayudaron a empujar. Tras muchos esfuerzos, el gran árbol cayó atravesando el río, haciendo un puente que unía las dos orillas.
Uno por uno, todos fueron cruzando el río. Cada vez que pasaba un elefante, el árbol crujía más y más. Kimba quedó el último para pasar. Había perdido mucha sangre y apenas tenía fuerzas. En la otra orilla, todos tenían los ojos fijos en él. Como pudo, empezó a cruzar el río. Pero el árbol no resistió más peso y se partió en dos y fue arrastrado por las aguas. Kimba cayó al caudaloso río y murió; pero toda la manada se había salvado gracias a él.
A la mañana siguiente, los cazadores no encontraron ningún elefante en la zona. No podían explicarse lo ocurrido. Tan sólo encontraron un rastro de sangre y los restos de un árbol arrancado.
lunes, 30 de junio de 2025
Uno de cien
José María R. Olaizola, SJ
Hay noventa y nueve razones para la comodidad,
y una para la inquietud. Y, sin embargo,
es esa única razón la que pone el tiempo en movimiento,
el corazón en estampida, las manos a la obra,
la mente agitada, buscando soluciones,
y los pies corriendo, para alcanzar las simas
donde yace la oveja perdida.
Hay noventa y nueve formas de amor domesticado,
y una de amor sin medida. Y, sin embargo,
es esa pasión infinita la que, como agua desbocada,
se lleva por delante resistencias y apatía,
la que desatasca los reductos cerrados del alma,
la que convierte la quietud en energía.
Hay noventa y nueve palabras huecas
y una Palabra viva. Pero es esa única Palabra,
acampada entre nosotros, la que le da sentido a todo.
Basta con escucharla.
Y así, con una razón, una pasión y una Palabra,
nos envías al camino. Allá vamos, pues…
sábado, 28 de junio de 2025
Al Corazón de María
Liturgia de las Horas
Lucero del alba,
luz de mi alma,
santa María.
Virgen y Madre,
hija del Padre,
santa María.
Flor del Espíritu,
Madre del Hijo,
santa María.
Amor maternal
del Cristo total,
santa María. Amén.
El secreto de la vida
Leonardo Cirbián
Una tarde tranquila, mientras el sol caía lentamente sobre el campo, un padre y su hijo caminaban de regreso a casa después de recoger leña. Iban en silencio, pero el niño, con su mirada curiosa, no pudo evitar preguntar:
— Papá, ¿alguna vez me vas a contar cuál es el secreto de la vida?
El padre lo miró con una sonrisa y dijo con calma:
— Te lo diré… cuando cumplas doce años.
El niño lo miró sorprendido.
— ¿Por qué hasta los doce?
— Porque quiero que lo recuerdes, hijo. Y para eso, necesitas estar listo para entenderlo.
El tiempo pasó. Los años fueron llenando al niño de nuevas experiencias, aprendizajes y preguntas. Pero aquella promesa del padre nunca se borró de su memoria.
Finalmente, llegó el tan esperado día: el niño cumplió doce años. Entre risas, juegos y abrazos, sopló las velas de su pastel, y cuando todo se calmó, se acercó a su padre con ilusión.
— Papá, ¿ya me puedes contar el secreto de la vida?
El padre sonrió y le acarició la cabeza.
— Claro que sí, hijo… pero será mañana por la mañana. Quiero que empieces tu día con esa enseñanza.
Al amanecer, apenas la luz entraba por la ventana, el niño se levantó corriendo, fue hasta donde estaba su padre y dijo con emoción:
— ¡Papá, es hoy! ¡Dijiste que hoy me dirías el secreto!
El padre, que ya lo esperaba con una taza de café caliente, lo miró con ternura.
— Está bien, pero antes… prométeme que lo vas a recordar siempre. Y que no se lo vas a contar a cualquiera. Hay que vivirlo para entenderlo.
— Lo prometo, respondió el niño, serio.
—Entonces escucha bien, hijo…, dijo el padre, con tono firme: La vaca no da leche.
El niño parpadeó, confundido.
— ¿Cómo que no? ¿Y entonces de dónde sale?
El padre se agachó, lo miró a los ojos y dijo:
— La vaca no da leche. Hay que ir a buscarla. Tienes que levantarte temprano, caminar hasta el corral, atarla bien, sentarte con el pozal, y hacer el trabajo de ordeñar. Solo entonces tendrás leche.
— ¿Y ese es el secreto?
— Sí, hijo. El secreto de la vida es ese: nada se consigue sin esfuerzo. La felicidad, los logros, los sueños… nada llega solo. La vida no te da las cosas porque las deseas. Tienes que salir a buscarlas. Tienes que trabajar, insistir, fallar y volver a intentar. Tienes que cansarte y, a veces, empezar de cero.
El niño asintió, más pensativo que antes. El padre sonrió y concluyó:
— Así que ya sabes… si un día quieres tener algo valioso, no esperes que te lo den. Porque las vacas… no dan leche. Tienes que ordeñarlas.
Reflexión final: Nada grande se construye con atajos. Las metas no se logran con deseos, sino con decisiones. La disciplina, el trabajo diario y la voluntad de seguir adelante son los verdaderos secretos de quienes alcanzan lo que sueñan. La vida es generosa, pero no regala. Es el esfuerzo lo que convierte lo imposible en realidad. Así que no esperes que las cosas lleguen por sí solas. Levántate, lucha, trabaja con propósito…
Y recuerda siempre: Las vacas no dan leche. Tienes que ordeñarlas.
martes, 24 de junio de 2025
Himno a san Juan Bautista
Profeta de soledades, labio hiciste de tus iras,
para fustigar mentiras y para gritar verdades.
Desde el vientre escogido, fuiste tú el pregonero,
para anunciar al mundo la presencia del Verbo.
El desierto encendido fue tu ardiente maestro,
para allanar montañas y encender los senderos.
Cuerpo de duro roble, alma azul de silencio;
miel silvestre de rocas y un jubón de camello.
No fuiste, Juan, la caña tronchada por el viento;
sí la palabra ardiente tu palabra de acero.
En el Jordán lavaste al más puro Cordero,
que apacienta entre lirios y duerme en los almendros.
En tu figura austera se esperanzó tu pueblo:
para una raza nueva abriste cielos nuevos.
Sacudiste el azote ante el poder soberbio;
y, ante el Sol que nacía, se apagó tu lucero.
Por fin, en un banquete y en el placer de un ebrio,
el vino de tu sangre santificó el desierto.
Profeta de soledades, labio hiciste de tus iras,
para fustigar mentiras y para gritar verdades. Amén.