Contaba a sus alumnos, el director
espiritual de un seminario católico, que en cierta ocasión fue un hombre al
confesionario, buscando la absolución. Su pecado consistía en haber dicho en el
bar de su pueblo comentarios maledicentes sobre la honestidad de una mujer
casada.
El confesor, tras escuchar atentamente al
aparentemente contrito pecador, le dio una bolsa con confeti, añadiendo que
debía subir a lo más alto del campanario y lanzar su contenido al vacío,
advirtiéndole que tuviese cuidado ya que el viento soplaba muy fuerte ese día.
Al terminar su "penitencia", el
difamador bajó a la iglesia para que el párroco le diera la absolución, pero
cuál fue su sorpresa cuando el clérigo le dijo que antes de darle la absolución
debía devolverle la bolsa, con todo el confeti que le había entregado.
El sujeto, contrariado, señaló que lo que
le pedía era imposible, ya que el viento había desperdigado los minúsculos y
livianos papeles, en mil direcciones. El sacerdote, mirándole a los ojos, le
hablo de esta manera:
- "Más fácil es que hagas lo que te
he mandado, que puedas reparar el daño que tan frívolamente has hecho a esa
buena familia. Ve y averigua hasta dónde el boca a boca ha llevado tu perversa
murmuración y desmiente tus palabras. Pero que sepas que - aun así y todo-
habrá quien no quiera creerte y esa mujer permanecerá marcada de por vida por
el estigma de la deshonra. Posiblemente, a estas alturas, el rumor ya habrá
llegado hasta el colegio en donde estudian los hijos de esa mujer, y tan solo
es cuestión de tiempo que sus compañeros de clase comiencen a señalarlos con el
dedo".
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