Mamerto Menapace
Una vez, no hace tanto ni muy lejos, había un pueblecito
solitario y perdido entre las ciudades de los hombres. Era un pueblecito
chiquitín y sin importancia. No tenía emisora, ni periódico, y por ello todos pensaban
que esta gente del pueblecito no tenía nada que decir. En este pueblecito de
campo todos hablaban bajito porque se habían acostumbrado a escuchar. De vez en
cuando, sí, cantaban, silbaban o tarareaban; y tenían los ojos grandes,
acostumbrados a ojear.
Era un pueblecito con niños desnutridos, de barriguita
abultada y bracitos estrechos.
Un grupo de científicos vino una vez a visitar el
pueblecito. Vinieron malgastando palabras y sonrisas, y hablaron en términos técnicos
e incomprensibles. Llenaron cuadernos con nombres y preguntas, tubos de vidrio
con muestras de sangre. La verdad es que la gente del pueblecito se sintió humillada
y guardó silencio. Los científicos los calificaron como gente apocada y taciturna.
Diagnosticaron descalcificación y avitaminosis. Mientras que los niños del
pueblo hasta ahora sólo se habían dado cuenta de que tenían hambre. Los científicos
elevaron un informe al Ministerio. Si llegó hasta aquella orilla, no sé: porque
era de papel.
Pero el Señor Dios amaba a este pueblecito. Y
quiso ayudarlo. Por ello un buen día el Señor Dios mandó a este pueblecito tres
cabritos y una vaca. Cuatro animalitos de ojos mansos y un balido dulce. Nada
llevaban para el pueblecito; simplemente venían a quedarse.
Al principio despertaron la curiosidad. Al pasar
por las calles del pueblecito la gente los miraba. Como no venían a buscar de nada,
pronto fueron admitidos en la vida del pueblecito. Los vieron mansos e indefensos
y comenzaron a protegerlos; hasta comenzaron a hablarles porque los vieron callados.
Para alimentarse había bastante con los pastos que
crecían en el lugar, y que ellos mismos salían a comérselos. Y la gente se deleitó
viéndolos comer y alimentarse de lo mismo que había entre ellos. Y por ello, no
sólo no los echaron del lugar sino que hasta llegaron a construirles un establo.
Un establo para sus noches; porque de día les gustaba verlos por las calles,
entrar en sus patios, participar en su misma geografía familiar. Hasta se hicieron
amigos de sus perros, que ya no les ladraban al verlos llegar. Y sabéis que en el
campo, sólo a las visitas amigas no ladran los perros.
Y fue así como, con el tiempo, el pueblecito se
dio cuenta del regalo que Dios les había hecho con ellos. Cada madrugada tenían
su vaso de leche para sus niños pequeños, para sus ancianos enfermos, para sus
madres que amamantaban.
Vaso de leche que no era una realidad traída de
fuera. Pero que sin embargo hasta ahora nunca habían tenido. Eran sus propios pastos,
su trébol familiar asumido y rumiado lento en sus horas de silencio y soledad,
con sus ojos mirando hacia el cielo. Y los hombres del pueblecito se dieron
cuenta de la importancia de este tiempo de rumia y de silencio que pasaban sus
animalitos. Y como por instinto comenzaron en respetar estos momentos.
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