jueves, 23 de mayo de 2019

La utilidad de los rumiantes


             Mamerto Menapace 

Una vez, no hace tanto ni muy lejos, había un pueblecito solitario y perdido entre las ciudades de los hombres. Era un pueblecito chiquitín y sin importancia. No tenía emisora, ni periódico, y por ello todos pensaban que esta gente del pueblecito no tenía nada que decir. En este pueblecito de campo todos hablaban bajito porque se habían acostumbrado a escuchar. De vez en cuando, sí, cantaban, silbaban o tarareaban; y tenían los ojos grandes, acostumbrados a ojear.
Era un pueblecito con niños desnutridos, de barriguita abultada y bracitos estrechos.
Un grupo de científicos vino una vez a visitar el pueblecito. Vinieron malgastando palabras y sonrisas, y hablaron en términos técnicos e incomprensibles. Llenaron cuadernos con nombres y preguntas, tubos de vidrio con muestras de sangre. La verdad es que la gente del pueblecito se sintió humillada y guardó silencio. Los científicos los calificaron como gente apocada y taciturna. Diagnosticaron descalcificación y avitaminosis. Mientras que los niños del pueblo hasta ahora sólo se habían dado cuenta de que tenían hambre. Los científicos elevaron un informe al Ministerio. Si llegó hasta aquella orilla, no sé: porque era de papel.
Pero el Señor Dios amaba a este pueblecito. Y quiso ayudarlo. Por ello un buen día el Señor Dios mandó a este pueblecito tres cabritos y una vaca. Cuatro animalitos de ojos mansos y un balido dulce. Nada llevaban para el pueblecito; simplemente venían a quedarse.
Al principio despertaron la curiosidad. Al pasar por las calles del pueblecito la gente los miraba. Como no venían a buscar de nada, pronto fueron admitidos en la vida del pueblecito. Los vieron mansos e indefensos y comenzaron a protegerlos; hasta comenzaron a hablarles porque los vieron callados.
Para alimentarse había bastante con los pastos que crecían en el lugar, y que ellos mismos salían a comérselos. Y la gente se deleitó viéndolos comer y alimentarse de lo mismo que había entre ellos. Y por ello, no sólo no los echaron del lugar sino que hasta llegaron a construirles un establo. Un establo para sus noches; porque de día les gustaba verlos por las calles, entrar en sus patios, participar en su misma geografía familiar. Hasta se hicieron amigos de sus perros, que ya no les ladraban al verlos llegar. Y sabéis que en el campo, sólo a las visitas amigas no ladran los perros.
Y fue así como, con el tiempo, el pueblecito se dio cuenta del regalo que Dios les había hecho con ellos. Cada madrugada tenían su vaso de leche para sus niños pequeños, para sus ancianos enfermos, para sus madres que amamantaban.
Vaso de leche que no era una realidad traída de fuera. Pero que sin embargo hasta ahora nunca habían tenido. Eran sus propios pastos, su trébol familiar asumido y rumiado lento en sus horas de silencio y soledad, con sus ojos mirando hacia el cielo. Y los hombres del pueblecito se dieron cuenta de la importancia de este tiempo de rumia y de silencio que pasaban sus animalitos. Y como por instinto comenzaron en respetar estos momentos.

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