jueves, 17 de septiembre de 2020

La Fábrica de Sueños

Hace muchos, muchos años, vivió un hombre muy bueno que soñaba con cumplir sueños ajenos. Desde pequeño, los sueños habían sido muy importantes para él. A medida que fue creciendo, se dio cuenta que a muchas personas les era difícil hacer realidad lo que soñaban y, lo que era peor, a muchos otros, les era imposible soñar.Y soñó la manera de ayudar a la gente a concretar sus sueños, y como lo soñó con todo el corazón, lo hizo realidad. Con todos sus ahorros, construyó la primera -y única- “Fábrica de sueños”.
Muchos dijeron que estaba loco, otros tantos no y lo ayudaron a cumplir su meta.
Trabajaron muy duro y construyeron un 
edificio con muchas oficinas. La fábrica tenía diferentes dependencias: “Sueños de grandeza”, “Sueños de gloria”, “Sueños sencillos”, “Sueños de amor” y en el último piso y atendida por su dueño, estaba la oficina de los “Sueños Imposibles”. 
A esta última costaba un poco llegar, pero se llegaba siempre porque para Mario, su dueño, no había ningún sueño que no se pudiera hacer realidad. Después de mucho trabajo, muchas críticas y algunos elogios, la fábrica se inauguró. Como de sueños se trataba y de esos que se sueñan despiertos, cada persona que entraba veía la fábrica de diferente manera. 
A quienes tenían sueños de grandeza, la fábrica les parecía el edificio más imponente que hubiesen visto jamás. Por el contrario, los que soñaban una vida simple, veían en ella una simple construcción, cálida y agradable. Dicen que quienes soñaban con ser artistas, podían escuchar, al entrar, música que nadie tocaba y aplausos que nadie brindaba. 


Los que soñaban con un gran amor, aseguraban haber sido atendidos por un angelito que los guiaba con una flecha a su destino tan ansiado.
Y como siempre se dijo que “soñar no cuesta nada”, Mario jamás cobró por sus servicios.
La fábrica trabajaba día y noche buscando amores correspondidos, teatros llenos de público que aplaudiera de pie, o logrando -simplemente- un helado de siete sabores. Pero, sin dudas, su mayor esfuerzo era enseñar a las personas que para alcanzar los sueños, también hay que trabajar y luchar.
Esta era la parte más difícil del trabajo de Mario. La gente llegaba a su fábrica creyendo que, con sólo expresar en voz alta su deseo ya podría ser cumplido.
- A un sueño, hay que ayudarlo -decía siempre Mario- hay que trabajar para lograr lo que uno desea y a veces, mucho -agregaba a sus sorprendidos clientes.
Muchos no lo entendían y se marchaban de la fábrica enfadados y desilusionados. Por el contrario, quienes sí entendían de qué se trataba, trabajaban con tesón por lograr su cometido.
Y así, podía verse en cada oficina personas estudiando mucho, entrenando, ensayando, reflexionando para poder hacer felices a otros. Magos que aprendían trucos sin trucos, payasos que ensayaban rutinas insólitas para lograr la risa más sonora que se hubiese escuchado jamás. Cocineros probando sabores nuevos, recetas locas, combinaciones exóticas, todo por lograr el plato ideal, la comida más rica jamás preparada. Había muchos escritores que borraban, volvían a escribir, hacían bolitas de papel y todo en busca de su tan ansiado libro y otros, que soñaban con salvar el planeta, iban recolectando y reciclando los residuos que la fábrica generaba.
Fueron tiempos felices, donde la mayoría de la gente empezó a entender que un sueño no sólo se sueña, se construye, se defiende, se sostiene y luego se logra.
Dicen, quienes recuerdan aquellos tiempos, que mientras la fábrica estuvo abierta hubo menos robos y los periódicos daban más noticias buenas que de las otras. También aseguran que la gente enfermaba menos y médicos y enfermeras dedicaban el tiempo libre que tenían a concretar sus propios sueños.
Los ahorros de Mario se iban acabando, mucho había invertido y nada ganaba, sin embargo él no pensaba en eso y seguía adelante.
- Deberíamos empezar a cobrar ¿no te parece Mario?, preguntaba Tomás, fiel colaborador.
- De ninguna manera ¡cobrar por ayudar a cumplir un sueño! ¡Ni soñando!
- Las reservas se acaban, yo sé lo que le digo, insistió el joven.
Sin embargo, Mario hizo oídos sordos a lo que decía su colaborador. Era consciente que ya casi no había dinero para sostener la fábrica funcionando, pero su deseo de seguir ayudando pudo más.
Tomás trataba de ajustar lo más que podía el presupuesto, pero sabía que tarde o temprano, en realidad, más temprano que tarde, el dinero se acabaría por completo.
- ¿Has visto Tomás? Esa joven ha encontrado el amor, comentó entusiasmado Mario.
- No queda dinero en el banco –dijo el joven-.
Mario no respondió. No soportaba la idea de perder la fábrica. Y llegó el día tan temido. La fábrica cerró sus puertas. Sentado en la puerta del gran edificio ya vacío, pensaba que no había hecho las cosas bien y se culpaba por no haber escuchado a Tomás. Le invadió una gran sensación de fracaso.
Al día siguiente de cerrar la fábrica, Tomás volvió a ella, sabiendo que encontraría a Mario, como siempre, como todos los días.
Se sentó a su lado, en el umbral de la puerta. Mario no apartaba la mirada del suelo.
- He fracasado, dijo Mario sin mirar al joven.
- Ya lo veremos, respondió Tomás.
Mario no entendió las palabras de su amigo, pero no tardaría en hacerlo.
Al poco tiempo comenzó a darse cuenta que la mayoría de las personas habían aprendido que soñar era mucho más que desear algo. Vio que el fruto de su esfuerzo se reflejaba en niños sanos, amores correspondidos, aplausos sentidos y gente feliz.
Se dio cuenta que, a pesar de que la fábrica hubiese tenido que cerrar sus puertas, la gente no sólo no había dejado de soñar, sino que trabajaba con ahínco por lograr sus metas.
No había sido en vano, no había soñado un sueño imposible. Había abierto en cada persona una puerta que ya no podría volver a cerrarse.
Y entonces fue feliz, aún más de lo que había sido siempre.

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