jueves, 26 de diciembre de 2024

La navidad del olvido

        Tomado de Parroquia de san Pedro Apóstol el Sauzal

Don Emilio despertó en la fría mañana de Navidad con una sensación extraña en el pecho, algo que no lograba comprender del todo. A su alrededor, el aire olía a desinfectante y a soledad. Estaba acostado en una cama pequeña, rodeada de paredes blancas que no lograban esconder la sensación de vacío que lo invadía. La habitación del asilo era modesta, pero no era eso lo que le dolía. Lo que más le pesaba era la ausencia de todo lo que alguna vez le había hecho sentir vivo: el bullicio de su hogar, el calor de sus hijos, la risa de sus nietos corriendo por el pasillo.
A sus 85 años, la vida le había dado muchas alegrías, pero también le había arrebatado lo que más amaba. Su hijo, Miguel, y su hija, Clara, le habían prometido que lo cuidarían en su vejez, que lo acompañarían, como él hizo con ellos cuando eran pequeños. Pero la promesa se desvaneció cuando la carga de la vida se hizo demasiado pesada para ellos. Miguel y Clara, ocupados en sus cosas, en sus trabajos, en sus familias, no tenían el tiempo ni la energía para ocuparse de su padre.
El asilo estaba tan cerca de la casa de Clara que él podía verla desde su ventana, esa misma casa en la que vio crecer a sus hijos, esa casa que ahora parecía tan ajena. Cada semana, Clara y Miguel lo visitaban, pero era solo un par de horas. Una vez a la semana, no más. Sus nietos, los pequeños que tanto adoraba, nunca se acercaban. Parecía que las navidades ya no tenían el mismo brillo para ellos.
Era Nochebuena y el salón común del asilo estaba decorado con guirnaldas y luces. Los otros ancianos se encontraban sentados en sillas de ruedas, mirando la televisión sin mucho interés, algunos con una sonrisa forzada, otros simplemente ausentes. Don Emilio observaba todo eso desde su rincón. No podía evitar sentir el vacío en su corazón.
Recordó navidades pasadas, cuando su casa se llenaba de risas y conversaciones, de aromas de pavo y pan dulce, de abrazos y villancicos. Recordó cómo sus hijos se peleaban por colocar la estrella en lo alto del árbol, cómo sus nietos correteaban con entusiasmo alrededor de las luces brillantes. Todo eso parecía pertenecer a otro tiempo que ya no volvería.
— Es Navidad, papá.
La voz de Clara lo sacó de sus pensamientos, interrumpiendo su tristeza. Entró con una sonrisa triste en el rostro. Miguel la seguía detrás, con la mirada cansada, pero ambos trataban de parecer alegres.
Don Emilio intentó sonreír, pero su rostro no pudo ocultar el dolor. Los abrazó, sintiendo que la calidez de sus hijos era solo un susurro del pasado. No pudo evitar echar en falta a sus nietos. Clara había dicho que estaban ocupados con sus amigos, con las actividades de la escuela. Don Emilio lo entendía, pero eso no le quitaba el peso de la soledad que sentía.
— Papá, lo sentimos mucho. -Clara lo miró con compasión, como si él fuera un niño al que había que consolar. Pero las palabras no podían llenar el vacío en su corazón-.
— Ya no es lo mismo, ¿verdad? - susurró Don Emilio, y sus ojos se llenaron de lágrimas- ya no es lo mismo sin ellos.
Miguel se acercó y le dio una palmada en la espalda, un gesto que una vez fue lleno de amor, pero que ahora solo se sentía como una costumbre vacía.
— Sabemos que esto no es fácil, papá. Pero tienes que entender que nosotros… -Miguel dudó un instante-, nosotros también tenemos nuestras vidas.
El padre asintió, aunque su corazón se rompía un poco más con cada palabra. Sabía que sus hijos tenían responsabilidades, que sus nietos no eran culpables. Pero en ese momento, el dolor de sentirse olvidado, de ser solo una carga, lo envolvía como una manta helada.
Esa noche, después de que Clara y Miguel se fueron, Don Emilio se quedó solo en su pequeña habitación. El sonido del reloj en la pared era lo único que se escuchaba, mientras los ecos de las risas y los abrazos familiares seguían resonando en su memoria.
Miró por la ventana. La nieve comenzaba a caer suavemente sobre el mundo exterior, cubriéndolo todo con un manto blanco. En la distancia, intuía las luces de la casa de Clara parpadeando, como una estrella distante que ya no podía alcanzar.
“Quizá la Navidad ya no sea para mí”, pensó mientras cerraba los ojos y se acostaba. Pero en su corazón, aún guardaba una chispa de esperanza, una pequeña llama que no se apagaba por completo. Quizá algún día, tal vez en una Navidad futura, sus hijos y nietos recordarían lo que significaba la familia, el amor, y el verdadero espíritu de la Navidad. Quizá entonces, su soledad se disiparía, y volverían a ser los mismos de antes.
Pero por ahora, solo quedaba esperar, esperando que algún día alguien, aunque fuera una vez más, le dijera: "Te queremos, papá."
Y esa noche, bajo la nieve, Don Emilio se quedó dormido con esa esperanza, mientras las luces navideñas seguían brillando en la casa de sus hijos, a lo lejos.

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