miércoles, 4 de octubre de 2017

Salva tu estrella

Conocí a un niño que me marcaría para toda la vida. Su nombre era Rafael, tenía pelo oscuro, grandes ojos negros, contextura pequeña, y en su cara llevaba siempre una sonrisa para compartir.
Rafael vivía en una precaria casita de las afueras de la ciudad, con su madre. Su padre los había abandonado unos años atrás. El muchacho tenía 4 hermanas, él era exactamente el del medio, y tenía 9 años. Siempre atento y dispuesto en las clases, ayudaba en lo que fuera necesario, y si bien no parecía tener grandes condiciones para los deportes, participaba activamente en todos.
Cierto día organizamos un campamento de fin de semana: todo el mundo estaba muy entusiasmado, ya que estos niños no tenían muchas oportunidades de viajar.
El municipio nos consiguió un transporte, el centro de profesores de Educación Física facilitó algunas carpas, los vecinos colaboraron con alimentos, y poco a poco fuimos organizando todo para el gran día.
Cuando llegamos a la playa en la costa atlántica, comenzamos a montar las carpas en un camping vecino al mar.
Por la noche preparamos un fogón, alrededor del cual nos reunimos para cantar, compartir algunas anécdotas y conocernos un poco más. Rafael –según su costumbre– seguía cada acontecimiento como si fuera el más importante. No solo montó su carpa, sino que ayudó a cuantos pudo en los más diversos quehaceres.
Antes de ir a dormir, y a la luz de la luna llena que iluminaba la playa, salimos con el grupo a caminar por la orilla del mar. Todos nos llenamos los pulmones con esa brisa marina fresca, mientras el suave rumor de las olas se nos iba metiendo por los oídos hasta el alma, en medio de aquella inmensidad que nos empequeñecía. Caminábamos descalzos por la playa desierta, y la espuma de las olas nos acariciaba los pies. Miré el gesto de Rafael, asombrado por lo que estaba viviendo.
De pronto, en una especie de bahía que se formaba en la playa vimos esparcidas numerosas estrellas de mar; comenté al grupo que éstas llegaban allí con la marea, y que cuando la marea se retiraba las estrellas quedaban varadas en la arena.
El fenómeno les pareció llamativo y quisieron saber más. Finalmente –les expliqué– después de la salida del sol esas estrellas de mar mueren deshidratadas en la orilla.
Seguimos caminando, algunos ensimismados con el paisaje nocturno, otros haciéndose bromas, y unos, algo más apartados del grupo, empujándose entre risas. Entonces vi que Rafael corría desde la playa al mar, volvía a la arena, cerca de nosotros, luego se agachaba, daba la vuelta y volvía a correr hasta el borde del agua. ¿Estaba descargando físicamente la ansiedad y las emociones del viaje? ¿Componía formas para una grotesca danza? ¿Inventó algún enloquecido juego de saltos?
Nos acercamos con el grupo para ver qué ocurría, y vimos que Rafael juntaba las estrellas de mar, una por una, y las arrojaba con fuerza al agua.
Le pregunté qué estaba haciendo, y sin detenerse en su tarea me dijo:
– Estoy recogiendo estrellas de mar, para salvarlas antes de que el sol las deshidrate.
– Pero Rafael –le aclaré, entre divertido y alarmado– tu esfuerzo no va a cambiar nada, es imposible salvar a todas las estrellas de mar que quedan varadas. ¡Hay cientos, tal vez miles, y no solo aquí, sino también en otras playas!
Sin calmar su empeño, como si no hubiera escuchado lo que le dije, se inclinó a recoger una nueva estrella de mar:
– Profe, tiene razón; es imposible salvar a todas, por más trabajo que uno se tome…
Entonces hizo una pausa, y me miró a los ojos:
– Pero se equivoca al creer que mi esfuerzo no cambia nada. De algo estoy seguro: por lo menos para ésta, algo cambiará.
Apenas Rafael dijo aquella frase, con el mismo entusiasmo arrojó al agua su estrellita de mar, sonriendo satisfecho.
“Para esta algo cambiará”, fue el conjuro que quedó suspendido en el aire.
De un momento a otro vi que todo el grupo se sumó a la misma tarea que Rafael, en una especie de ritual silencioso y magnífico.
Entonces vino hasta mí una pequeña ola marina, dejó su huella de espuma acariciándome los dedos desnudos, y volvió a retirarse. Junto a mi pie derecho había quedado una diminuta estrella de mar. La cogí entre mis manos y repetí el gesto de los otros. “Para esta también algo cambiará” –pensé-. Yo también había salvado mi estrella.

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