Pulguita, había
sido muy trabajador. Ahora, incapacitado, pasaba los días en casa de sus hijos,
ya casados, un mes en casa de cada uno. Para eso les había repartido todos sus
bienes. Y les daba cierta mensualidad que recibía de un hermano de Argentina.
Pero la ‘carga’ se fue haciendo pesada, más cuando la mensualidad del tío no
llegaba.
Decidieron
llevar al viejo en un asilo, alegando mil pretextos: la carestía de la vida,
cosechas pobres, atender a los hijos…
Las lágrimas
corrían por el arrugado rostro del anciano, por la ingratitud de los hijos. Al
llegar el día de la partida, el señor Pulguita, estrechó la mano de muchos
vecinos emocionado y lloroso. Estaba ya subiendo al coche que lo llevaría a la
ciudad, cuando llegó corriendo, el vice prefecto del pueblo:
- ¡Pulguita!
¡Espere! Le traigo la felicidad. El cartero acaba de entregarme este oficio del
consulado… Dicen que su hermano murió y le dejó una gran herencia.
- ¡Queridísimo
padre!, gritaron los hijos y las nueras. Ya no irás al asilo, no hay motivo;
venga a nuestra casa.
Pero él subió
al coche ayudado por sus amigos. Se enderezó y dijo:
- Hijos míos,
esto no cambia mi decisión. Me voy al asilo. Las buenas hermanas y los viejos
abrieron sus brazos para recibirme cuando era pobre. Ahora, no es justo que los
desprecie por unos millones. Ese dinero será para ellos y para los infelices que,
como yo, sean expulsados de casa por hijos ingratos. Adiós.
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