A un conocido
escultor el obispo le había encargado una estatua para la catedral.
Cuando
llegó el día de entregarla, el escultor se sentía mal, no estaba satisfecho de
su trabajo y no le gustaba su estatua. Llamó a su ayudante para que le ayudara
a transportarla y le dijo: ya tenía ganas de quitarme de encima este muerto.
Su ayudante de
mal humor miró para otro lado. Entonces el escultor recordó las veces que le
había maltratado e insultado durante el trabajo; le pidió perdón y el viaje
hasta la catedral se hizo más agradable.
En el camino se
encontró con su mujer que le miró con desprecio y no quiso viajar con ellos.
Pero el escultor, con humildad, le pidió perdón, ella le sonrió y se sentó
junto a él.
Más adelante se
encontró con el cantero que le había vendido la piedra para hacer la estatua.
El cantero le miró con ira porque no le había pagado a pesar de sus promesas.
El escultor se disculpó una vez más, pagó su deuda y viajó con ellos a la
catedral.
Cuando llegaron
a la catedral, la mujer del escultor invitó al obispo para que viera la estatua
mientras el escultor, su ayudante y el cantero la descargaban.
Cuando la
descubrieron todos se maravillaron de su extraordinaria belleza. El más
sorprendido fue el escultor y es que cada vez que pedía perdón y se
reconciliaba la estatua se hacía más hermosa.
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