sábado, 17 de octubre de 2020

La ‘G’ata, los sabios y el ermitaño

Había un hombre que creía haberlo conquistado todo. Un atardecer, a la salida del templo que frecuentaba, vio morir a una mujer indigente, que, extrañamente, tenía marcada la palma de su mano con la letra ‘G’. En el corazón del hombre resonó el gemido de auxilio que no había sido capaz de oír, sus vanas riquezas se derrumbaron en su interior, y, entre lágrimas, decidió abandonarlo todo para seguir al Maestro.
Tras sus pasos, se alejó de su viejo estilo de vida, se fue al silente desierto, recogido en oración contemplativa. Asumió una vida ermitaña, sediento de la sabiduría divina que le revelara el ‘misterio vida-muerte’. Entre plantas y animales en la cima de una desconocida montaña, preparó su ermita. Allí, el Maestro le anunció la visita de los sabios, y desde entonces, -sentado en meditación y con serenos paseos-, esperaba sosegado a los anunciados visitantes. Pequeños grupos, esporádicamente, peregrinaban a su ermita para orar junto con él.
En un amanecer primaveral, apareció sobre el techo de su ermita una gata. La bella, inteligente y hábil felina sedujo al ermitaño para que la hospedara. Él nunca había tenido una mascota. Por esto, al comienzo se disgustaba con el pelo que le dejaba en su lecho; le irritaba verla subir por doquier y se distraía cuando trepaba en sus hombros durante el tiempo de la meditación. Además, lo angustiaban sus maullidos mientras oraba con los peregrinos, y rechazaba las aves y los roedores que ella le traía de sus paseos por el monte. Sin embargo, pacientemente esperó, perfeccionando su práctica con amor y disciplina.
Poco a poco, desde el silencio de sus contemplaciones, el ermitaño comenzó a ver con nuevos ojos a la gata; le atraía cómo levantaba su nariz para percibir los aromas que el viento le traía, el modo como jugaba con las gotas de lluvia y su extraña forma de sumergirse en un bosquecillo junto a la ermita. Se maravilló de esta creatura, aunque ignoraba cómo tratarla; solo buscaba acariciarla, alimentarla y darle calor junto a una hoguera. Con atención, fue descubriendo sus secretos: silencio y serenidad, vigilancia y paciencia, sagacidad y alegría, gratitud y lealtad, paz y respeto. Los cuidadosos movimientos de la gata, llevaron al hombre a desarrollar el arte de ejercitar su cuerpo imitándola.
Una tarde otoñal, en las fauces de unos perros murió la gatita. Él, entristecido y confundido, cavó la tumba. Fue entonces, -al sepultar a la gatita-, cuando surgió en su alma una voz silente -como venida del cielo-, que le impulsó a sembrar un bosque, a plantar un huerto y a rodear su ermita de jardines. El ermitaño ignoraba cómo hacerlo, solo sabía que ése era el siguiente paso: si el hombre busca sabiduría, debe liberar la Tierra de su ira, vanidad y avaricia. Así, se inició en el cultivo de la Tierra.
Los peregrinos vinieron en su ayuda; todo se hizo fiesta, comunión y alegría. Ya en la soledad de la noche, sentado en contemplación sobre una roca, junto a un manantial de agua, percibió cómo su corazón ardía al ver a su gatita transformarse en bosque, en huerto y en jardín. Y cuando la luna llena, -esa luna que tantas veces vio reflejada en los grandes ojos de la gata-, iluminó con sus rayos aquel nuevo cultivo, lo despertó una intuición sabia, que integró, -a la velocidad de un maullido-, su cuerpo, su alma y su espíritu: ¡‘Laudato Sí, o mi Signore’!, exclamó todo su ser. Cayó en la cuenta que la gatita era una creatura sabia, enviada por Dios para abrir sus ojos y mostrarle la presencia de muchos otros sabios, salidos de las manos del Dios Creador: Tierra y agua, viento y fuego, sol y luna, nubes y estrellas, aves y fieras, ríos y océanos, peces y reptiles, plantas y alimañas, hombre, mujer, niños y ancianos de toda raza y condición…
Con los ojos de su cuerpo redescubrió la belleza del universo; con los ojos de su alma, entendió los sabios secretos de la creación y su deber de cuidarla; y con los ojos de la contemplación se unió a la mirada con que Dios lo ve todo. ¡Despertó su amor por el universo!, y se vio sumergido en la paz divina…
Desde entonces, el ermitaño dialoga en silencio, día y noche, con el Dios Creador en contemplación, con el universo entero en el corazón y con el sufrimiento humano en la compasión. Lo visitan las frías lluvias y los días soleados, las tardes otoñales y el resplandor primaveral.
Sana alimentación y labores manuales, escucha de Dios, silencio y quietud, liberación del sufrimiento y tantas otras prácticas, aprende, enseña y comparte con los peregrinos que asiduamente le visitan.
Ellos, como hermanos, aprenden a cuidar, amar y contemplar la creación. Algunos han decidido regresar al campo y organizarse en ‘aldeas’. Otros hacen de su existencia, de sus hogares y de su ciudad, comunidades que respetan la gran ‘Casa Común’. Escuchan el clamor de la tierra y el gemido del pobre, y dejan su huella compasiva y misericordiosa en la solidaridad con el más necesitado; todo está conectado.
Una niña peregrina que conoció su historia, regaló al ermitaño un collar de flores con la letra ‘G’, y le recordó que, en una lengua antigua, ‘Ge’ significa ‘Tierra’

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