viernes, 30 de mayo de 2025

Los clavos del enfado

       Leonardo Cirbián

Una tarde, al regresar de la escuela, un niño entró a su casa con el rostro rojo de furia. Caminó con pasos fuertes hasta el comedor, donde su padre leía el periódico, y sin contenerse, gritó:
— ¡Papá, no aguanto tanta rabia! ¡Hoy insulté a una compañera en clase y me echaron del aula!
El padre bajó el periódico con calma. No levantó la voz, ni lo regañó de inmediato. Lo miró con atención, notando la mezcla de enfado y frustración en los ojos de su hijo.
— Acompáñame al patio -le dijo con voz firme, pero serena.
El niño lo siguió en silencio. Una vez allí, el padre fue al cobertizo y regresó con una bolsa de clavos y un martillo. Señaló una vieja cerca de madera que rodeaba el jardín.
— Hijo -dijo el padre mientras le entregaba la bolsa-, cada vez que sientas enojo, cada vez que no puedas controlar tus palabras o tus impulsos… quiero que tomes un clavo de esta bolsa y lo claves en esta cerca.
El niño lo miró confundido, pero asintió. Ese primer día, su rabia todavía lo dominaba. Sin entender del todo el propósito, descargó su enojo clavando con fuerza cuarenta clavos en la madera.

Los días pasaron. El niño continuaba con el ejercicio. A veces eran veinte clavos, otras diez. Poco a poco, con esfuerzo y reflexión, comenzó a detenerse antes de estallar. A respirar antes de hablar. A pensar antes de actuar.
Pasadas unas semanas, una tarde llegó a casa con una sonrisa y corrió hacia su padre.
— ¡Papá! ¡Hoy no me he enfadado ni una sola vez! -exclamó con orgullo.
El padre le sonrió con calidez y respondió:
— Estoy muy orgulloso de ti, hijo. Ahora quiero que hagas otra cosa: por cada día que logres mantener la calma, ve y quita uno de los clavos que clavaste.
El niño obedeció con entusiasmo. Día tras día, iba al patio y sacaba un clavo. El proceso fue largo, pero constante. Hasta que finalmente, un atardecer, volvió a buscar a su padre.
— ¡Papá! ¡He sacado todos los clavos!
El padre lo tomó de la mano, lo llevó frente a la cerca y le señaló la madera.
— Hiciste un gran trabajo. Has aprendido a controlar tu carácter y eso es valioso. Pero mira bien esta cerca…
El niño observó detenidamente. Aunque los clavos ya no estaban, la madera había quedado llena de agujeros.
— Estas marcas que ves -explicó el padre con voz pausada- son como las que dejan nuestras palabras cuando nos dejamos llevar por la ira. Puedes sacar el clavo… puedes pedir perdón… pero las heridas quedan, hijo. Y a veces, aunque sanen, no desaparecen del todo.
El niño bajó la mirada, conmovido.
— Entonces… aunque yo no lo quiera, puedo herir a alguien -dijo en voz baja.
— Exactamente -respondió el padre-. Por eso es tan importante aprender a cuidar lo que decimos, sobre todo cuando estamos enfadados. Porque el enfado pasa… pero lo que dijiste en ese momento, puede quedarse para siempre en el corazón de alguien más.
Reflexión final:
Aprender a dominar la ira es una de las mayores señales de crecimiento emocional. No se trata solo de evitar gritar o pelear, sino de proteger a quienes amamos de heridas que no siempre se ven, pero que duelen profundamente.
Las palabras pueden marcar más que los golpes. Y aunque el perdón sane, las cicatrices quedan.
Piensa antes de hablar. Respira antes de reaccionar. Porque las personas que más queremos merecen lo mejor de nosotros, incluso en nuestros peores días.

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