Un hombre cruzaba el río con su burro. Vendía sacos de sal en el mercado. Cada día, al terminar el trabajo, el hombre le agradecía al burro su labor:
— Gracias, amigo, por tu esfuerzo. Sin ti no podría mantener a mi familia.
El burro movía las orejas orgulloso. Se sentía importante.
Un día, mientras cruzaban el río, el burro tropezó y cayó al agua. Los sacos de sal se mojaron, y parte de la sal se disolvió. Al levantarse, el burro notó que todo pesaba menos. Y pensó:
— ¡Qué maravilla! Si me caigo cada vez, no tendré que esforzarme tanto.
Desde aquel día el burro empezó a fingir caídas en el río. Cada vez se decía a si mismo:
—¡Eso es! Menos peso, menos esfuerzo.
El hombre notó que algo iba mal. Cuando vendía la sal, obtenía menos de lo esperado. Tenía menos ganancias. Y reflexionó:
— No puedo permitir que esto siga así. Cada caída del burro me cuesta mucho dinero. Se le ha convertido en una manía. Tengo que darle una lección a mi amigo.
Al día siguiente, el hombre cargó los sacos como siempre, pero esta vez añadió tela en algunos de ellos.
Cuando cruzaban el río, el burro cayó a propósito y dijo con una risita:
— ¡Una vez más, más ligero! ¡Soy el mejor!
Las telas se empaparon de agua y se volvieron más pesadas. Al levantarse el burro notó que los sacos pesaban como piedras y gruñó:
— ¿Qué pasa? ¡Esto pesa más que nunca!
El hombre, que lo miraba de cerca con una sonrisa sabia, le dijo:
— Los trucos pueden ayudarte un momento, pero el trabajo honesto es el que te lleva lejos.
El burro entendió la lección y nunca más intentó engañar. Desde aquel día cruzaba el río con cuidado. Al final de cada día el hombre le decía:
—Así me gusta, compañero. ¡Juntos y, con esfuerzo, somos imparables!
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