domingo, 15 de abril de 2018

El Mesías disfrazado

Un monasterio muy famoso estaba atravesando una grave crisis. En el pasado sus numerosos edificios estaban todos habitados de jóvenes que llenaban con cantos la iglesia. Ahora, el monasterio estaba abandonado. La gente no venía ya a fortalecerse con la oración. Quedaba un puñado de monjes ancianos, que se arrastraban por el claustro. Rezaban con corazón pesaroso.
En los alrededores del bosque perteneciente al monasterio, un viejo ermitaño había construido una cabaña. De tanto en tanto, acostumbraba a entrar en ella para ayunar y orar.
Un día el abad se decidió a ir a visitarlo y a confiarle sus penas. Mientras se acercaba a la cabaña, vio al ermitaño que, desde el umbral, le abría los brazos en señal de bienvenida. En el centro de la habitación en la que los dos hombres entraron había una mesa de madera sobre la que estaba la Biblia abierta. Por un momento se pararon delante del libro, luego el ermitaño comenzó a llorar. Nunca en su vida había encontrado tanto alivio en el llanto.
Cesadas las lágrimas y recobrado el silencio, el ermitaño levantó la cabeza y dijo:
- «Tú y tus hermanos servís al Señor con corazón pesaroso; por eso has venido a visitarme y a pedirme consejo. Pues bien, te daré una información que es también un consejo. Podrás comunicársela a los otros sólo una vez».
El ermitaño dirigió una mirada seria y comprensiva al abad, luego dijo:
- «El Mesías, el salvador, está entre vosotros».
Sin decir una palabra, sin volver la mirada, el abad se fue.
A la mañana siguiente, reunió a los monjes en la sala capitular. Les contó que había recibido del ermitaño una información que era también un consejo; podía repetirla una vez, pero nadie más la debía pronunciar en voz alta. Luego miró a cada uno de sus hermanos y dijo:
- «El ermitaño ha afirmado que uno de nosotros es el Mesías, el Salvador».
Los monjes se quedaron desconcertados al oír esta afirmación y se preguntaron qué es lo que podía significar: «¿Es fray Juan el Mesías?, ¿o tal vez padre Mateo? ¿o fray Tomás? ¿Quizá soy yo el Salvador? Todos se sintieron sacudidos por estas palabras del ermitaño, pero ninguno volvió a pronunciarlas más.
Con el paso del tiempo, los monjes comenzaron a tratarse con profundo respeto. En sus relaciones había algo noble, auténtico, algo cálidamente humano, difícil de describir pero fácil de notar. Vivían juntos como hombres que finalmente han encontrado algo. Juntos examinaban las Escrituras, como personas siempre habitadas de una profunda espera.
Visitadores ocasionales se sintieron profundamente interpelados por la vida de estos hombres. Y muchos jóvenes pidieron agregarse a esta comunidad.

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