lunes, 12 de marzo de 2018

El convicto liberado

Cada año, con motivo del aniversario de su coronación, el rey de un pequeño condado liberaba a un prisionero. Cuando cumplió 25 años como monarca, él mismo quiso ir a la prisión acompañado de su Primer Ministro y toda la corte para decidir qué prisionero iba a liberar.
- "Majestad", dijo el primero, "yo soy inocente pues un enemigo me acusó falsamente y por eso estoy en la cárcel".
- "A mí", añadió otro, "me confundieron con un asesino, pero yo jamás he matado a nadie".
- "El juez me condenó injustamente", dijo un tercero.
Y así, todos y cada uno manifestaba al rey por qué razones merecían la gracia de ser liberados.
Había un hombre en un rincón que no se acercaba y que permanecía callado y algo distraído. Entonces, el rey le preguntó:
- "Tú, ¿Por qué estás aquí?
El hombre contestó:
- "Porque maté a un hombre majestad, yo soy un asesino".
- "¿Y por qué lo mataste?", inquirió el monarca.
- "Porque estaba muy violento en esos momentos", contestó el recluso.
- "¿Y por qué te violentaste?", continuó el rey.
- "Porque no tengo dominio sobre mi mal genio".
Pasó un momento de silencio mientras el rey decidía a quien liberaría. Entonces tomó el cetro y dijo al asesino que acaba de interrogar:
- "Serás tú el que salga de la cárcel".
- "Pero majestad", replicó el Primer Ministro, "¿Acaso no parecen más justos cualquiera de los otros?"
- "Precisamente por eso", respondió el rey, "saco a este malvado de la cárcel para que no eche a perder a todos los demás que parecen tan buenos".
El único pecado que no puede ser perdonado es el que no reconocemos. Es necesario confesar que somos pecadores y no tan buenos como muchas veces creemos ser o tratamos de aparentar.

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