domingo, 11 de marzo de 2018

Las manos del abuelo

El abuelo, con noventa y tantos años, sentado débilmente en el banco del patio. No se movía, solo estaba sentado cabizbajo mirando sus manos. Cuando me senté a su lado no se dio cuenta y estuvimos así durante un rato. Finalmente, no queriendo estorbarle sino saber que estaba bien, le pregunté cómo se sentía.
Levantó su cabeza, me miró y sonrió.
- Sí, estoy bien, gracias por preguntar, dijo en una fuerte y clara voz.
- No quise molestarte, abuelo, pero estabas sentado aquí simplemente mirando tus manos y quise estar seguro de que estás bien, le expliqué.
- ¿Te has mirado alguna vez tus manos?”, preguntó, quiero decir, ¿realmente te has mirado las manos?
Lentamente abrí mis manos y me quedé contemplándolas. Las volví, palmas hacia arriba y luego hacia abajo. No, creo que realmente nunca las había observado mientras intentaba averiguar qué quería decirme. El abuelo sonrió y me contó lo siguiente:
- Detente y piensa un momento acerca de tus manos, cómo te han servido bien a través de los años. Estas manos, aunque arrugadas, secas y débiles han sido las herramientas que he usado toda mi vida para alcanzar, agarrar y abrazar la vida.
Ellas pusieron comida en mi boca y ropa en mi cuerpo. Cuando era niño, mi madre me enseñó a rezar con ellas. Ellas ataron los cordones de mis zapatos y me ayudaron a ponerme mis botas. Han estado sucias, raspadas y ásperas, hinchadas y dobladas. Se mostraron torpes cuando intenté sostener a mi hijo recién nacido. Decoradas con mi anillo de bodas, le mostraron al mundo que estaba casado y que amaba a alguien especial.
Mis manos temblaron cuando enterré a mis padres y a mi esposa y cuando caminé por el pasillo con mi hija en su boda. Han cubierto mi rostro, peinado mi cabello y lavado y limpiado el resto de mi cuerpo. Han estado pegajosas y húmedas, dobladas y quebradas, secas y cortadas. Y hasta el día de hoy, cuando casi nada más en mí sigue trabajando bien, estas manos me ayudan a levantarme y a sentarme, y se siguen juntando para rezar.
Estas manos son la marca de dónde he estado y de la rudeza de mi vida. Pero más importante aún, es que son las que Dios tomará en las Suyas cuando me lleve a casa. Y con mis manos, Él me levantará para estar a Su lado y allí utilizaré estas manos para tocar el rostro de Cristo.
Nunca volveré a mirar mis manos de la misma manera. Pero recuerdo que Dios estiró las Suyas y tomó las de mi abuelo y se lo llevó a casa.
Cuando mis manos están heridas o dolidas, pienso en el abuelo. Sé que él ha recibido palmaditas y abrazos de las manos de Dios. Yo también quiero tocar el rostro de Dios y sentir Sus manos en el mío.

No hay comentarios:

Publicar un comentario