Del
libro “El Silencio del Alma”
Había una vez en un reino un príncipe que le llamaban
“pequeñito” por su baja estatura. Siempre había sido un segundón y poca gente de
su alrededor le respetaba por cómo era, sino simplemente porque era el futuro rey.
El príncipe siempre se veía obligado a hacer lo que todo el mundo quería, hasta
su padre el rey confiaba poco en él y su familia le manipulaba. Todo lo que
tenía lo había conseguido con su trabajo y valor pero debido a su corta
estatura, nadie le concedía crédito y se fijaba en su interior.
Un día de verano, dando un paseo a caballo,
salió del reino sin darse cuenta y se sintió perdido. Vio entonces a una joven paseando
y decidió ir a pedirle ayuda. Cuando la vio su corazón dio un vuelco, era la
mujer más bella que había visto nunca y al instante se enamoró de ella. El se
presentó y le contó que se había perdido pero que estaba contento porque gracias
a su extravío la había conocido. Ella se ruborizó pero se presentó como la
joven Eiza y no dudó en ayudar al príncipe a volver a casa.
A partir de aquel día, el príncipe iba todas
las tardes hasta el sitio donde encontró a Eiza y allí estaba ella esperándole.
Pronto se hicieron amantes y se juraron amor eterno. Fueron los días más
felices en la vida del príncipe pues a Eiza no le importaba su estatura, sólo
miraba su interior y allí veía un gran hombre enamorado y lleno de humanidad.
Pasó el verano y los días se hacían más cortos,
por lo que el príncipe pidió a Eiza que todos los días llevara una lámpara de
aceite para poder distinguirla entre las sombras del atardecer. Eran felices
como nunca lo habían sido y Eiza le prometió que si estaba con ella e iba a su reino,
le trataría como a un rey.
Pero no eran tan fáciles las cosas pues él
debía ser el sucesor de su padre y no podía marcharse al otro reino. Además su
madre ya le había buscado una mujer con la que casarse y le había planificado
su vida, como siempre. Para empeorar las cosas, su padre el rey se enteró que
estaba viendo a una mujer de otro reino a escondidas y le castigó sin poder
salir del castillo. El príncipe se sintió el más desdichado del mundo, su vida
no le pertenecía, tenía que hacer siempre lo que los demás querían y además no
podría ver a su gran amor. Debido a esto, el príncipe enfermó, su tristeza menguaba
su cuerpo y día tras día perdía peso. No podía seguir así y una tarde que se
encontró con más fuerzas abandonó el castillo. Sabía que al huir nunca llegaría
ser rey, pero tenía que elegir entre hacer lo que su corazón le indicaba o ser un
mediocre intentando quedar bien con todo el mundo pero sin ser él mismo.
Cabalgó y cabalgó sin darse apenas cuenta llegó
al lugar donde se encontró por primer vez con Eiza. Hacía meses que no la veía,
que no sabía nada de ella. De repente, sintió una gran angustia dentro de sí
mismo, ya no pensaba en el castillo, en su familia, en lo que dejaba atrás,
sino su pensamiento fue hacía la que era su gran amor. ¿La volvería a ver? ¿se
acordaría ella de él?
Y mientras cabalgaba errante sumido en sus pensamientos,
de repente vio una luz entre los árboles. Al principio se asustó pues creyó que
era la guardia que venía tras él pero luego se dio cuenta que aquella luz le
era muy familiar. Se acercó poco a poco entre las sombras del anochecer y vio a
Eiza llevando la lámpara de aceite. Su corazón empezó a palpitar fuertemente,
no lo podía creer, ella estaba allí esperándole. Bajó de su caballo rápidamente
y abrazó con todas sus fuerzas a su gran amor. Un sentimiento de felicidad
inundó a ambos.
- No puedo creerlo, estás aquí, cómo deseaba volver
a verte.
- Todos estos meses he seguido viniendo aquí al atardecer, día tras día, como hacía antes cuando estábamos juntos. Sabía que un día volverías a estar conmigo.
- Quiero estar contigo el resto de mi vida, no quiero volver a separarme de ti nunca más. Llévame a tu casa que voy a pedir tu mano a tu padre.
- ¡Qué feliz soy querido!
- Todos estos meses he seguido viniendo aquí al atardecer, día tras día, como hacía antes cuando estábamos juntos. Sabía que un día volverías a estar conmigo.
- Quiero estar contigo el resto de mi vida, no quiero volver a separarme de ti nunca más. Llévame a tu casa que voy a pedir tu mano a tu padre.
- ¡Qué feliz soy querido!
Y se fueron juntos a casa de ella. Pero el
príncipe se quedó sorprendido cuando entraron en el castillo y fueron a ver al
rey.
- ¡Dios mío, eres la hija del rey!
- Así es, ya te dije que si estabas conmigo te iba a tratar como a un rey.
- Así es, ya te dije que si estabas conmigo te iba a tratar como a un rey.
Se casaron y pasó el tiempo. Curiosamente el príncipe
“pequeñito” se convirtió en rey pero no del reino de su padre sino del de su
mujer Eiza. En un viaje a su antiguo reino fue a hablar con sus padres, pero
ahora de igual a igual, él era también rey. Y todos los habitantes de su antiguo
reino le guardaban ahora respeto también. Hizo las paces con su familia y a la
muerte de su padre heredó también la corona. Así que decidió unir los dos reinos
y llegó una nueva etapa de paz y prosperidad. Todos le admiraban ahora y le querían
por lo que él mismo era, por su gran corazón y estaban orgullosos de vivir en
el nuevo gran reino del rey “pequeñito”.
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