jueves, 17 de octubre de 2019

El rey pequeñito


                 Del libro “El Silencio del Alma”

Había una vez en un reino un príncipe que le llamaban “pequeñito” por su baja estatura. Siempre había sido un segundón y poca gente de su alrededor le respetaba por cómo era, sino simplemente porque era el futuro rey. El príncipe siempre se veía obligado a hacer lo que todo el mundo quería, hasta su padre el rey confiaba poco en él y su familia le manipulaba. Todo lo que tenía lo había conseguido con su trabajo y valor pero debido a su corta estatura, nadie le concedía crédito y se fijaba en su interior.
Un día de verano, dando un paseo a caballo, salió del reino sin darse cuenta y se sintió perdido. Vio entonces a una joven paseando y decidió ir a pedirle ayuda. Cuando la vio su corazón dio un vuelco, era la mujer más bella que había visto nunca y al instante se enamoró de ella. El se presentó y le contó que se había perdido pero que estaba contento porque gracias a su extravío la había conocido. Ella se ruborizó pero se presentó como la joven Eiza y no dudó en ayudar al príncipe a volver a casa.
A partir de aquel día, el príncipe iba todas las tardes hasta el sitio donde encontró a Eiza y allí estaba ella esperándole. Pronto se hicieron amantes y se juraron amor eterno. Fueron los días más felices en la vida del príncipe pues a Eiza no le importaba su estatura, sólo miraba su interior y allí veía un gran hombre enamorado y lleno de humanidad.
Pasó el verano y los días se hacían más cortos, por lo que el príncipe pidió a Eiza que todos los días llevara una lámpara de aceite para poder distinguirla entre las sombras del atardecer. Eran felices como nunca lo habían sido y Eiza le prometió que si estaba con ella e iba a su reino, le trataría como a un rey.
Pero no eran tan fáciles las cosas pues él debía ser el sucesor de su padre y no podía marcharse al otro reino. Además su madre ya le había buscado una mujer con la que casarse y le había planificado su vida, como siempre. Para empeorar las cosas, su padre el rey se enteró que estaba viendo a una mujer de otro reino a escondidas y le castigó sin poder salir del castillo. El príncipe se sintió el más desdichado del mundo, su vida no le pertenecía, tenía que hacer siempre lo que los demás querían y además no podría ver a su gran amor. Debido a esto, el príncipe enfermó, su tristeza menguaba su cuerpo y día tras día perdía peso. No podía seguir así y una tarde que se encontró con más fuerzas abandonó el castillo. Sabía que al huir nunca llegaría ser rey, pero tenía que elegir entre hacer lo que su corazón le indicaba o ser un mediocre intentando quedar bien con todo el mundo pero sin ser él mismo.
Cabalgó y cabalgó sin darse apenas cuenta llegó al lugar donde se encontró por primer vez con Eiza. Hacía meses que no la veía, que no sabía nada de ella. De repente, sintió una gran angustia dentro de sí mismo, ya no pensaba en el castillo, en su familia, en lo que dejaba atrás, sino su pensamiento fue hacía la que era su gran amor. ¿La volvería a ver? ¿se acordaría ella de él?
Y mientras cabalgaba errante sumido en sus pensamientos, de repente vio una luz entre los árboles. Al principio se asustó pues creyó que era la guardia que venía tras él pero luego se dio cuenta que aquella luz le era muy familiar. Se acercó poco a poco entre las sombras del anochecer y vio a Eiza llevando la lámpara de aceite. Su corazón empezó a palpitar fuertemente, no lo podía creer, ella estaba allí esperándole. Bajó de su caballo rápidamente y abrazó con todas sus fuerzas a su gran amor. Un sentimiento de felicidad inundó a ambos.
- No puedo creerlo, estás aquí, cómo deseaba volver a verte.
- Todos estos meses he seguido viniendo aquí al atardecer, día tras día, como hacía antes cuando estábamos juntos. Sabía que un día volverías a estar conmigo.
- Quiero estar contigo el resto de mi vida, no quiero volver a separarme de ti nunca más. Llévame a tu casa que voy a pedir tu mano a tu padre.
- ¡Qué feliz soy querido!
Y se fueron juntos a casa de ella. Pero el príncipe se quedó sorprendido cuando entraron en el castillo y fueron a ver al rey.
- ¡Dios mío, eres la hija del rey!
- Así es, ya te dije que si estabas conmigo te iba a tratar como a un rey.
Se casaron y pasó el tiempo. Curiosamente el príncipe “pequeñito” se convirtió en rey pero no del reino de su padre sino del de su mujer Eiza. En un viaje a su antiguo reino fue a hablar con sus padres, pero ahora de igual a igual, él era también rey. Y todos los habitantes de su antiguo reino le guardaban ahora respeto también. Hizo las paces con su familia y a la muerte de su padre heredó también la corona. Así que decidió unir los dos reinos y llegó una nueva etapa de paz y prosperidad. Todos le admiraban ahora y le querían por lo que él mismo era, por su gran corazón y estaban orgullosos de vivir en el nuevo gran reino del rey “pequeñito”.

No hay comentarios:

Publicar un comentario