Dos jóvenes estudiantes salieron de la
escuela rabínica perfectamente preparados, aunque con muy diferentes mentalidades.
Uno de ellos se sabía al dedillo todas las prohibiciones y todas las
obligaciones que su religión le exigía; había estudiado con escrúpulo y rigor para
que no se le escapase ni una sola letra de su ley; el otro había elegido un
estilo diferente y, por supuesto que respetando y tratando de cumplir todas las
normas, se había quedado con lo de «Amarás al Señor con todo tu corazón, con
toda tu alma, con todo tu ser», pues estaba convencido que eso era
realmente lo esencial.
El primero de ellos decidió preparar dos
tinajas; en una metería una bolita negra por cada tentación que superara, y en
la otra una blanca por cada obligación que cumpliera. Así podría llevar cuentas
de cómo marchaba su vida y, además, cuando llegase el momento, podría presentarse
ante Dios con aquel fabuloso bagaje, y Dios nada podría reprocharle. Acumulando
y acumulando bolitas blancas y negras (y sin hacer ninguna trampa, todo con total
honradez), llenó ya no dos, sino cientos de tinajas, que a su vez le llenaban a
él de orgullo y de la seguridad de que Dios le miraba con muy buenos ojos… ¡no
podía ser de otra manera, con tantas buenas obras acumuladas, y tantos pecados
evitados!
Y sucedió que, al igual que habían
terminado juntos sus estudios, juntos fueron llamados a la presencia de Dios
para dar cuentas de sus vidas. El segundo rabino llegó ante el Señor montado en
una nube, ágil como un rayo; sólo llevaba consigo su amor a Dios «con todo su
corazón, con toda su alma, con todo su ser», que es algo de poco peso, aunque
de mucho calado.
Pero cuando el primero de los rabinos
empezó a acarrear sus tinajas… ¡Qué desastre! No podía con todas, no sabía dónde
ponerlas de tantas que eran y, por supuesto, a duras penas conseguía elevarse
su nube con todo aquel peso; al final, después de vaivenes y apuros de todas clases,
la nube no pudo con aquel cargamento que cayó por tierra, rompiéndose todas las
tinajas y desperdigándose todas las bolitas. ¡Qué desastre, qué tragedia, sus
ofrendas para el Señor, sus muchos méritos acumulados, su aval para el cielo…
todo perdido! En aquel momento su nube empezó a subir veloz hacia el cielo, con
gran asombro del rabino, que no paraba de repetir: «¿Cómo me voy a presentar así
ante Dios?».
Lo cierto es que sólo así se pudo presentar
aquel buen hombre ante Dios, cuando se libró de todo su cúmulo de méritos,
buenas obras y supuestos derechos adquiridos, admitió que lo había perdido
todo, y aprendió a confiar en Dios, que es mucho más grande incluso que nuestra
propia conciencia. Amar, ese es nuestro único posible mérito. Pero el amor nunca
se podrá medir, sólo vivir.
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