domingo, 3 de mayo de 2020

Las huellas en la arena


Durante su infancia, en las catequesis, le habían insistido una y otra vez en que Dios siempre estaría con ella, junto a ella, acompañándola; y con esa confianza había vivido su no siempre fácil vida.
Habían pasado los años, muchos, sentía acercarse su final, se hacía montones de preguntas… Había sufrido, no poco; ¿había merecido la pena todo aquello, había tenido sentido su vida, le había importado a alguien su persona y su existencia?
Una noche, ya mayor y enferma, en sueños (¿visión o delirio?, quién sabe y qué importa), tuvo una visión de conjunto de toda su vida. Era un largo caminar por una playa de cálidas y suaves arenas y, ciertamente, allí estaban las huellas de dos pares de pies: los suyos, y los de Dios, que le había ido acompañando a lo largo de su vida.
Pero en aquellas huellas había algo extraño. De vez en cuando, intermitentemente, un par de huellas desaparecía y sólo quedaba el otro par. Para mayor extrañeza y sorpresa de aquella pobre mujer, los momentos en que desaparecía el otro par de huellas coincidían exactamente con los momentos más duros de su vida: cuando murió su hijo recién nacido, cuando quedó viuda, cuando aquella enfermedad que estuvo a punto de terminar con ella en la flor de su vida, cuando aquella calumnia que echaron sobre su persona y que la obligó a tener que marchar de su ciudad… Siempre, en los momentos más difíciles, sólo un par de huellas.
Y en aquel momento, en su visión, aquella mujer descubrió una figura a su lado. Era el propio Dios que se hacía, al fin, visible para ella. Y la mujer, sin reproches, pero con una sombra de dolor en su mirada, se dirigió a Él y le dijo:
- Señor, de niña me enseñaron que Dios siempre estaría a mi lado, que nunca me dejaría sola; yo confié siempre en esa compañía; pero ahora, al acercarse el final de mi vida y contemplarla en esta visión, compruebo que eso era cierto sólo en parte, pues en las situaciones más duras me tocó caminar sola; mira, ahí se ven mis huellas solitarias en aquellos momentos tan difíciles.
Entonces el Señor, lleno de ternura, la cogió de la mano y le contestó:
- Observa bien esas huellas, observa su tamaño, comprobarás que no son las huellas de tus pies sino las de mis pies; porque en aquellos momentos más duros de tu vida, aunque tú no lo notaras, aunque no te lo pareciese, aunque no lo sintieras, era yo quien te llevaba sobre mis hombros, para que pudieras llegar hasta aquí.
El verdadero Buen Pastor conoce y cuida realmente a sus ovejas, cuidándolas y llevándolas sobre sus hombros cuando es verdaderamente necesario.

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