Eran cerca de
las once de la noche. Hacía algunos minutos había dejado a mi novia en su casa.
Al parar en el semáforo una persona caminó hacia el vehículo e inmediatamente puse
el seguro. Era un joven con el rostro sucio que blandía en su mano derecha un
trapo pretendiendo limpiar el parabrisas... Dije que no sin mucho entusiasmo.
El insistió y mi paciencia se agotó, sentí que la sangre se me subía a la
cabeza, bajé la ventanilla y me encaré con el joven:
- “¡Ya te he
dicho que no!”
Al fijarme
detenidamente en su rostro observé que estaba sucio, pálido y con una expresión
de tristeza.
- Con ese trapo
tan sucio, dije, más bien me vas a ensuciar el cristal.
Él bajó su cabeza
y guardó silencio. La actitud humilde del joven me impactó. Me sentí incomodo y
para tratar de suavizar la situación le dije:
- ¿Por qué no
te compras un limpia-cristales y así das un buen servicio?
- Es que no
tengo dinero -respondió con voz suave que parecía un murmullo.
- Bueno, pues
ahorra y cómprate una -le respondí.
Levantó los ojos
y me dijo:
- Está bien,
señor.
El incidente se
me olvido. Pasó el tiempo, y una noche, en el mismo semáforo, un joven con el
cabello al viento y con una sonrisa contagiosa se me acercó alegremente y me
preguntó:
- ¿Ahora sí,
señor, me deja limpiarle el cristal?
Ahora estaba
limpio y sujetaba en su mano una palita de esas con que se limpian los cristales.
- Mire, agregó
el joven; le hice caso, ahorré y me compré mi limpiador, ahora me va muy bien.
Por su puesto,
el joven limpió de forma eficiente el parabrisas. Le pagué por sus servicios y
él lo agradeció. Por la noche repasé los acontecimientos. Ese joven no tenía
recursos ni esperanzas. Pero la necesidad y la voluntad de salir adelante
bastaron para agarrarse a una posibilidad.
Cuántas veces, me pregunto, muchos de
nosotros con más recursos y más estudios, nos hundimos en el desánimo y nos
quedamos bloqueados.
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