Nuestro árbol se distinguía a lo
lejos. Era enorme, robusto, anciano y
con una gran copa que proyectaba su sombra jaspeada sobre la hierba del jardín.
Era un ombú, que durante años, fue creciendo a lo alto y a lo ancho, hasta
conquistar una pradera cercada por una muralla de piedra.
Cuando trepábamos por él, yo pensaba
que era como el lomo de un inmenso elefante africano o como una ballena del
reino vegetal.
Si el árbol hubiera podido hablar, nos
habría contado las historias de los niños de otros tiempos: a qué habían jugado
por sus ramas, quiénes habían escalado su colina de corteza para sentarse a
descansar antes de seguir subiendo, quiénes habían resbalado por su musgo o
quiénes habían tropezado en sus raíces.
Niños felices que se habían escondido
bajo sus hojas. Niños valientes que habían subido hasta lo más alto, donde
habían contemplado el valle a vista de pájaro y se habían sentido como reyes.
Una tarde hubo una gran tormenta. Fue
de un momento para otro. El cielo se puso muy negro y pareció que se iba a
romper. Después, empezó a llover con
fuerza. Detrás del cristal, vimos los relámpagos y oímos los truenos. A la
mañana siguiente, corrimos a jugar a nuestro árbol: un rayo había partido la
rama larga, horizontal al suelo, donde solíamos columpiarnos. Había dejado un
profundo boquete en el tronco.
Nos sentimos tristes. Por suerte, el
resto del ombú estaba intacto. Abrazamos a nuestro árbol y poco a poco,
recuperamos los juegos.
Cuando llegó la primavera, el agujero
hecho por el rayo se llenó de ramitas jóvenes.
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