sábado, 1 de noviembre de 2025

Todos los Santos

                 Carlos Maza, SJ (Rezando voy)

Prometimos quedarnos hasta el final.
Juntos.
Pero a vosotros vinieron y os mataron.
Nosotros
(los supervivientes que esperan la vida)
tenemos que levantarnos y seguir trabajando.
Levantarnos, tomar la azada.
Que pesa más por la ausencia.
Que pesa menos por las manos invisibles.
Nosotros somos los santos
que necesitan aún despertador.
Que lloran con cuerpo.
Que trabajan por la paz con cuerpo.
Que tienen hambre y sed de justicia en el cuerpo.
Insuflad vosotros (Santos sin fines de semana)
aire en él desde el cielo.
Porque seguimos juntos
en las Bienaventuranzas.

El niño que pudo hacerlo...

Dos niños llevaban toda la mañana patinando sobre un lago helado cuando, de pronto, el hielo se rompió y uno de ellos cayó al agua. La corriente interna lo desplazó unos metros por debajo de la parte helada, por lo que para salvarlo la única opción que había era romper la capa de hielo que lo cubría.
Su amigo comenzó a gritar pidiendo ayuda, pero al ver que nadie acudía buscó rápidamente una piedra y comenzó a golpear el hielo con todas sus fuerzas.
Golpeó, golpeó y golpeó hasta que consiguió abrir una grieta por la que metió el brazo para agarrar a su compañero y salvarlo.
A los pocos minutos, avisados por los vecinos que habían oído los gritos de socorro, llegaron los bomberos. Cuando les contaron lo ocurrido, no paraban de preguntarse cómo aquel niño tan pequeño había sido capaz de romper una capa de hielo tan gruesa.
— Es imposible que con esas manos lo haya logrado, es imposible, no tiene la fuerza suficiente ¿cómo ha podido conseguirlo? -comentaban entre ellos.
Un anciano que estaba por los alrededores, al escuchar la conversación, se acercó a los bomberos.
— Yo sí sé cómo lo hizo -dijo.
— ¿Cómo? -respondieron sorprendidos.
— No había nadie a su alrededor para decirle que no podía hacerlo.

jueves, 30 de octubre de 2025

Aquí estoy, Señor

Aquí estoy, Señor, delante de ti,
con mi presente y con mi pasado a cuestas;
con lo que he sido y con lo que soy ahora;
con todas mis capacidades y todas mis limitaciones;
con todas mis fortalezas y todas mis debilidades.
Te doy gracias por el amor con el que me has amado,
y por el amor con el que me amas ahora, a pesar de mis fallos.
Sé bien, Señor, que por muy cerca que crea estar de Ti,
por muy bueno que me juzgue a mí mismo,
tengo mucho que cambiar en mi vida,
mucho de qué convertirme,
para ser lo que Tú quieres que yo sea,
lo que pensaste para mí cuando me creaste.
Ilumina, Señor, mi entendimiento y mi corazón,
para que Tú seas cada día con más fuerza,
el dueño de mis pensamientos, de mis palabras y de mis actos;
para que todo en mi vida gire en torno a Ti;
para que todo en mi vida sea reflejo de tu amor infinito,
de tu bondad infinita,
de tu misericordia y tu compasión.
Dame, Señor, la gracia de la conversión sincera y constante.
Dame, Señor, la gracia de mantenerme unido a Ti siempre,
hasta el último instante de mi vida en el mundo,
para luego resucitar Contigo a la Vida eterna. Amén.

Reparar TV antiguos

                Ankor Inclán

A los 82 años, mi abuelo aprendió a usar YouTube. No porque quisiera ver videos de cocina o escuchar boleros de antaño. Sino porque tenía una misión.
Durante más de cinco décadas, había trabajado como reparador de televisores en un pequeño pueblo. Era de esos hombres que sabían identificar un problema solo con escuchar el zumbido de un aparato. Decía que los televisores, como las personas, también daban señales antes de apagarse del todo.
Pero con la llegada de las pantallas planas, los LED y los Smart TV, los clientes dejaron de venir. Su taller, ese santuario de destornilladores y resistencias, se volvió museo. Sus hijos lo animaban a venderlo. Él se negaba.
— Todavía hay cosas que puedo enseñar -decía.
Nadie le prestaba atención. Hasta que una tarde, su nieta -mi prima- lo grabó arreglando un viejo televisor.
— “Mira esto”, le dijo. “Vamos a subirlo a YouTube. A lo mejor a alguien le sirve.”
Mi abuelo no entendía del todo. Solo dijo: “Si puede ayudar a alguien, hazlo”.
El video se tituló: “Abuelo enseña cómo revivir un televisor de tubo”. Tenía sus manos temblorosas, su voz pausada, y una ternura que no se aprende: se vive. A la semana, tenía 18 vistas. A las tres semanas, 12.000. A los dos meses, lo invitaron a un programa de tecnología en la TV local para que hablara de “oficios que no deberían morir”. Yo lo acompañé. Antes de entrar al set, me apretó la mano y murmuró:
— Nunca imaginé que lo que aprendí en soledad le serviría a tanta gente.
Ese día, contó que aprendió electrónica por correspondencia. Que hacía dibujos en cuadernos con regla y lápiz. Que nunca tuvo computador, pero podía leer un circuito como quien lee una carta de amor.
Cuando terminó, el público lo ovacionó de pie. Y él, que nunca había usado un micrófono, solo dijo:
— No importa cuántos años pasen, lo que uno sabe puede seguir ayudando… si alguien lo escucha.
Volvió al pueblo como una leyenda. Su taller, que antes era un desván lleno de polvo, se transformó en aula. Venían chicos de otros barrios a aprender cómo funcionaban los radios antiguos. Traían sus dudas, sus ganas de saber, y él respondía con una mezcla de ciencia y cariño.
Hace poco, cumplió 84. En lugar de pedir regalos, pidió que todos los que lo querían trajeran un aparato viejo para arreglar entre todos.
— Así se aprende: no con cosas nuevas, sino dando nueva vida a las que aún pueden funcionar -dijo.
Ese día, estropeó a propósito su propio televisor. Lo abrió delante de todos y les enseñó a cada uno cómo encontrar la pieza rota.
Después encendieron el aparato y todos aplaudieron. Mi abuelo se rio y dijo:
— ¿Veis? La vida también es así. A veces no hay que reemplazar… solo entender dónde está el fallo y tener paciencia para repararlo.

domingo, 26 de octubre de 2025

Sólo a veces, Señor

              Florentino Ulibarri

A veces, Señor, sólo a veces,
harto de este malvivir,
de tanto aparentar y de ser fariseo,
subo al templo a estar contigo
como el publicano del evangelio.
Me coloco en los últimos puestos
sin atreverme a levantar cabeza,
me desnudo en tu presencia
y se opera el milagro esperado.

A veces, Señor, sólo a veces,
me hago sencillo y transparente,
y en esos diálogos sinceros
se me estremece el corazón
y fecundan las entrañas
con tantas semillas de vida y gracia,
que me siento joven y libre
para caminar por la historia
sin tener que justificar mis andanzas.
A veces; Señor, sólo a veces,
leo el evangelio y descubro
que no necesita explicaciones
para que fecunde mis entrañas.

La señora Marcela

— Disculpe… ¿a dónde me lleva? -preguntó la mujer en voz baja, mirando con desconcierto por la ventana del coche.
— Señora Marcela, hemos llegado. Este es el hogar de ancianos “Santa Ana”. A partir de hoy, usted vivirá aquí.
— ¿Cómo que… viviré aquí? -su voz tembló- ¿Y mi hija? ¿No viene?
— Dijo que la llamará, -respondió el conductor mientras dejaba una pequeña maleta en la acera: un suéter, un cepillo, una vieja fotografía.
— Le deseo mucha salud, señora Marcela. Aquí estará bien.
El coche se alejó. Marcela se quedó sola, con el viento frío acariciando sus mejillas húmedas.
En la puerta, una mujer con bata azul la esperaba.
— Bienvenida, señora Marcela. Soy Nicoleta, la enfermera. Venga, le mostraré su habitación.
— ¿Habitación? Yo tenía una casa… un jardín… y flores…
— Aquí también tendrá flores, ya lo verá, -dijo Nicoleta con dulzura.
La habitación era pequeña pero limpia. En la otra cama dormía una anciana.
— Se llama tía Ileana, -explicó la enfermera- Habla poco.
— No importa, -sonrió Marcela- Yo siempre hablo por dos.
Los días pasaban lentamente. Los residentes eran callados, cansados, cada uno atrapado en sus recuerdos. Algunos esperaban visitas que nunca llegaban, otros vivían de sus memorias. Pero Marcela no sabía quedarse quieta. Una mañana pidió una pala.
— ¿Qué quiere hacer, señora Marcela? -preguntó el guardia.
— Quiero plantar flores. No puedo vivir entre paredes sin tocar la tierra.
Y plantó -menta, albahaca y caléndulas.
— Aquí crecerá nuestra primavera, -dijo a las demás- Si no tenemos a quién esperar, al menos esperemos a que florezca algo.
Semanas después, el patio olía a vida.
Un día, tía Ileana susurró:
— Huele a infancia…
— Sí, querida. A infancia y a Dios, -respondió Marcela con ternura.
Desde entonces, Ileana volvió a hablar. Luego, Marcela fue a ver a la directora.
— Permítanos crear un pequeño taller de costura y recuerdos. Cada persona tiene una historia. Si no la contamos, muere con nosotros. La directora sonrió.
— Está bien, señora Marcela. Si logra convencer a los demás, le traeré materiales.
Y lo logró. En pocos días, la sala se llenó de risas, hilos de colores y voces.
— ¡Yo fui modista en Cortefiel! -decía una.
— ¡Y yo cosía ropa para artistas! -añadía otra.
Marcela reía:
— ¿Veis? Aún estamos vivas. Tenemos manos, tenemos corazón. Solo nos faltaba ilusión.
Llegó la verdadera primavera. El hogar cambió: flores por todas partes, paredes pintadas, gente sonriente. En la puerta colgaba un poema de Marcela:
“No importa dónde esté tu casa,
lo que importa es tener a alguien que te escuche,
y un pedacito de cielo bajo el cual decir ‘gracias’.”
Un domingo, un coche elegante se detuvo frente a la puerta. De él bajó una mujer joven y elegante.
— Busco a mi madre. Marcela Ionița.
Marcela estaba en el jardín, regando las flores.
— Irina…
— Mamá… he venido a llevarte a casa.
— ¿A casa? -sonrió-. Ya estoy en casa.
— Mamá, perdóname… creí que hacía lo correcto.
— Hiciste lo que sabías, hija mía. Pero mira a estas personas: nadie más viene a verlas. Si me voy, ¿quién les contará una historia? ¿Quién regará sus flores?
— Pero no tienes obligación de cuidarlas, mamá.
— El amor nunca es una obligación, Irina. Es un regalo.
Irina miró alrededor: rostros tranquilos, flores, paz.
— Es hermoso este lugar, mamá.
— Sí. Pero ¿sabes qué es lo más hermoso? Pensé que mi vida había terminado… y apenas comenzaba.
Desde ese día, Irina venía todos los fines de semana. Traía dulces, frutas, libros. Marcela la presentaba con orgullo:
— Esta es mi hija. Ella me enseñó que no hay que enfadarse con quienes te dejaron sola. Solo hay que mostrarles que aún puedes ser feliz.
Con el tiempo, la directora le dijo:
— Señora Marcela, todos la quieren. Queremos que sea la coordinadora de actividades.
— ¿Yo? ¿A los setenta y tres años? -y se echó a reír.
— Sí. Usted es el alma de este lugar.
Así se convirtió en “Doña Marcela” -la mujer que sembraba esperanza. Escribía poemas, preparaba té de menta, organizaba noches de canto.
— ¿De dónde saca tanta fuerza? -le preguntó Nicoleta.
— De las lágrimas que ya no quise llorar. Las convertí en sonrisas.
Tres años después, el hogar “Santa Ana” ya no era un lugar de soledad, sino un lugar lleno de vida. Los periódicos escribían: “Los ancianos que renacieron gracias a una mujer sencilla.”
Marcela recibió un reconocimiento del ayuntamiento. Al subir al escenario, dijo solo:
— Gracias. El mayor premio es saber que aún tienes un propósito. La felicidad no se va con la juventud, se va cuando dejas de amar.
Una mañana, Marcela se fue en silencio, mientras dormía. En la mesita, un papelito:
“No lloréis. Solo fui a regar las flores del otro lado.
Cuídense unos a otros. El amor nunca se jubila.”
Irina encontró la nota y lloró -no de tristeza, sino de gratitud. Siguió el camino de su madre: visitaba, ayudaba, traía flores, contaba historias.
Y así, una mujer sencilla y olvidada se convirtió en el comienzo de una nueva vida para muchas almas.
Porque a veces no hace falta cambiar el mundo entero. Basta con regar una flor. Y un corazón.