sábado, 8 de noviembre de 2025

¿Quién te separará de mi amor?

  Rezando Voy (adaptación de Rom 8,31b-35.37-39)

Hijos míos, si yo estoy con vosotros, ¿quién estará en contra?
Yo que entregué a mi propio hijo a una vida vivida hasta el final,
hasta el punto de dar la vida por vosotros,
por mostrar mi amor, mi justicia, y mi verdad,
¿qué más me falta por daros?
¿Quién os va a acusar? Yo soy el juez y os declaro inocentes.
¿Quién os va a condenar? No será Cristo,
que, por no condenar ni a justos ni a pecadores murió,
más aún, resucitó y está a mi derecha, e intercede por todos vosotros.
¿Quién podrá apartaros del amor de Cristo?
¿la aflicción? ¿la angustia? ¿el hambre?
¿la desnudez? ¿el peligro? ¿la espada?
A todo eso lo venceréis fácilmente
con la ayuda de Quien os ha amado hasta el extremo.
Estad convencidos de que ni la muerte, ni la vida,
ni los ángeles, ni el tiempo, ni el espacio, ni criatura alguna
podrá apartaros de mi amor, manifestado en Cristo Jesús, vuestro Señor

Andrés y la abuela

Había una abuela que tenía tres nietos y dos nietas.
Todos la querían mucho. La visitaban en el campo, bebían leche recién ordeñada, comían pasteles que ella horneaba al alba y se relajaban juntos bajo la sombra de un viejo naranjo. Crecieron escuchando sus historias, aprendiendo de su paciencia y su bondad silenciosa. La abuela los miraba con ojos que no juzgaban, sino que acogían. Y estaba profundamente orgullosa de ellos.
Todos… excepto Andrés. Andrés era el nieto que siempre parecía fuera de lugar. Le iba mal en la escuela, se escapaba de casa, mentía, robaba pequeñas cosas -a veces por necesidad, a veces por rabia, a veces solo porque no sabía cómo pedir ayuda-. Pasó un tiempo en la cárcel. La familia, avergonzada, empezó a hablar de él en susurros. Con el tiempo, dejaron de invitarlo a las reuniones. “No es como los demás”, decían, como si el amor pudiera medirse en logros o en buen comportamiento.
Los otros cuatro nietos, mientras tanto, se reunían con frecuencia. Reían, recordaban anécdotas, y a menudo, entre bocado y bocado de pastel, volvía el mismo juego:
— ¿Quién crees que más quiere a la abuela?
— ¡Yo, claro! Siempre la visito.
— Pero yo le escribo cartas…
— ¡Yo le traigo flores cada primavera!
Era su debate favorito. Inocente, quizás. Pero también revelador.
Una primavera, los vecinos llamaron con una mala noticia: la abuela había sufrido un derrame cerebral. Necesitaba a su familia. Pero afuera, el mundo se deshacía: la nieve se derretía, la lluvia no cesaba, y los caminos se habían convertido en ríos de barro. Conducir era peligroso. “Esperaremos unos días”, dijeron los nietos. “Cuando mejore el clima, iremos todos juntos”.
Pero Andrés no esperó. Vendió la única chaqueta decente que tenía para comprar un billete de tren. Tomó un autobús hasta donde pudo. Y luego, con la aguanieve azotando su rostro y el barro hasta las rodillas, caminó dos horas sin abrigo, sin comida, sin más compañía que su miedo y su amor.
Llegó al hospital con las manos vacías. No traía flores, ni pasteles, ni regalos envueltos en papel brillante. Pero con esas manos vacías, le cambió las sábanas, le sostuvo la cabeza cuando tosía, le llevó la bacinilla con la misma ternura con la que ella alguna vez le limpió las rodillas sangrantes. Se quedó a dormir en su casa vacía, para poder volver al hospital cada mañana antes del alba.
Y poco a poco, la abuela despertó. No solo de la enfermedad, sino de una verdad que ya intuía, pero que ahora veía con claridad absoluta.
Cuando el camino se secó y el resto de la familia llegó -con cestas de frutas, ramos de flores silvestres y pasteles envueltos en servilletas bordadas-, Andrés ya se había ido. Nunca fue bien recibido entre ellos. Prefería desaparecer antes que enfrentar sus miradas de distancia.
Se sentaron alrededor de la mesa, como siempre. Sirvieron té, partieron pasteles… y volvieron a su viejo juego:
— ¿Quién crees que más quiere a la abuela?
Esta vez, la abuela no respondió. Solo sonrió con los ojos húmedos.
Ya había firmado su testamento. La casa del campo, con su naranjo y su huerto, se la dejó a Andrés.
Porque había aprendido algo sobre el amor: No es el que llega con las manos llenas, sino el que llega con el corazón abierto. No es el que demuestra, sino el que se entrega. No es el que dice “te quiero”, sino el que, en medio del barro y la tormenta, camina sin abrigo solo para estar a tu lado.
Y a veces, el amor más verdadero viene disfrazado de quien todos han olvidado… pero que nunca dejó de recordarte.

jueves, 6 de noviembre de 2025

Las manos del Padre

  
        Benjamín G. Buelta, SJ rezando voy

Con tu mano rodeas el pábilo vacilante
y proteges su llama del viento
que arrastra los fríos del Norte.
Con tu mano sanas célula a célula
la herida de la caña quebrada
por las botas de la competencia ciega.
Veo arañadas tus manos de viñador
por los sarmientos secos
de una vida exitosa cortados en la poda.
En los surcos de tus manos hay color de arcilla
que delata tu oficio
de perpetuo alfarero de nuestro barro.
En tus palmas abiertas
palpo los callos del bastón
en tu búsqueda incesante
para reunir en tu rebaño
los perdidos en sus soledades.

La sabiduría del perro viejo

             Antena Misionera

Cierto día un perro, ya viejo, salió a cazar mariposas. Después de un rato se dio cuenta de que se había perdido. Dio varias vueltas tratando de hallar el camino cuándo, de repente, vio que un joven leopardo corría en su dirección con la intención de pegarse un buen almuerzo.
El perro viejo se dijo ¡ahora sí que estoy perdido. Viendo alrededor suyo algunos huesos, se puso rápidamente a roerlos, dando la espalda al leopardo que se aproximaba cada vez más.
Cuando éste estaba a punto de abalanzarse sobre él, el perro viejo exclamó en voz alta:
— "Este leopardo estaba realmente delicioso! Me pregunto si no habrá otros por aquí ".
Al escuchar eso, el joven leopardo interrumpió su ataque, miró al perro con miedo y sigilosamente huyó espantado.
— "¡Ufff!, suspiró el leopardo, por poco; el perro viejo me come".
Mientras tanto, un mono, que había presenciado toda la escena desde una rama cercana, pensó que podía utilizar la situación, negociando con el leopardo lo que sabía, a cambio de protección.
Por lo tanto, salió ligero a alcanzarlo, pero el perro cuándo lo vio correr a toda velocidad detrás del leopardo, se dio cuenta que algo iban a tramar.
El mono alcanzó al leopardo y le contó todo, pidiendo que a cambio de tan interesante dato lo protegiera.
El joven leopardo se enfureció y le dijo al mono:
— Ven aquí, mono, monta en mi lomo y vas a ver lo que le va a ocurrir a ese viejo inútil que se cree inteligente.
El perro viejo vio al leopardo que se acercaba con el mono montado en sus espaldas y se inquietó de verdad: Y ¿ahora qué hago?
Pero en vez de huir, se sentó de nuevo de espaldas a sus agresores haciendo una vez más como sí no los hubiera visto y en el momento en que se aproximaron lo suficiente como para oírlo dijo:
— "¿Dónde estará el mono?, hace una hora que lo envié a buscarme otro leopardo y no ha vuelto".

Moraleja: La edad y la sabiduría que se adquiere con ella siempre triunfan ante la juventud y la fuerza...! Mas sabe el diablo por viejo que por diablo.

domingo, 2 de noviembre de 2025

Siguen estando con nosotros

            José Mª Rodríguez Olaizola sj

Ellos siguen estando. No solo en la esperanza de futuro.
Siguen estando en nosotros, que los recordamos.
Siguen estando en el amor que compartimos.
En la memoria de los abrazos que nadie nos puede arrancar.
En las imágenes que cada uno atesoramos en nuestra memoria.
En las conversaciones que nos construyeron.
En las canciones que nos hacen evocarlos.
En la sonrisa con la que a veces acogemos un recuerdo.
En lo que aprendimos de ellos.
En el sentimiento que hace que a veces
queramos obrar de tal manera que, donde estén, estén orgullosos de nosotros.
Siguen estando en nosotros, porque cuando amas,
eliges que alguien se quede contigo para siempre.
Hasta más allá de la vida. Hasta más allá de la muerte.

¿Dónde está la abuelita?

- ¿Por qué vas siempre al cementerio, mamá? -preguntó una niña.
- Para visitar a la abuelita y llevarle flores, mi cielo -explicó cariñosamente la madre.
- ¿Abuelita está en el cementerio? -siguió preguntando la pequeña.
- Sí, mi hijita -respondió tristemente la mamá.
- ¿Y por qué no te la traes a casa entonces? -dijo la niña.
- Bueno, porque está muerta y enterrada -dijo la madre.
- ¡Ah! ¡Cómo me engañaste! -respondió la chiquilla.
- ¿Por qué te engañé? -preguntó la madre.
- Porque cuando la abuelita se fue, me dijiste que estaba con Dios en el cielo -dijo la niña.
- Bueno, en el cielo está la abuelita viva y en el cementerio está la abuelita muerta -intentó explicar un tanto acorralada la madre.
¡Era una abuelita y ahora son dos abuelitas! -pensó extrañada la niña-. Las personas mayores no se aclaran. Y siguió pidiendo explicaciones…
- Y tú, ¿a quién quieres más, mamá? ¿A la abuelita muerta del cementerio o a la abuelita viva del cielo?
Pero la mamá ya no sabía qué decir. Y salió al paso diciendo:
- Después hablaremos, mi amor.