sábado, 22 de noviembre de 2025

SALMO 146 Poder y bondad del Señor

Alabad al Señor, que la música es buena;
nuestro Dios merece una alabanza armoniosa.
El Señor sana los corazones destrozados,
venda sus heridas.
Cuenta el número de las estrellas,
a cada una la llama por su nombre.
Nuestro Señor es grande y poderoso,
su sabiduría no tiene medida.
El Señor sostiene a los humildes,
humilla hasta el polvo a los malvados.
Entonad la acción de gracias al Señor,
tocad la cítara para nuestro Dios,
que cubre el cielo de nubes,
preparando la lluvia para la tierra;
que hace brotar hierba en los montes,
para los que sirven al hombre;
que da su alimento al ganado
y a las crías de cuervo que graznan.
No aprecia el vigor de los caballos,
no estima los jarretes del hombre:
el Señor aprecia a sus fieles,
que confían en su misericordia.

El saco de piedras pesado

Había una vez en un pequeño pueblo rodeado de colinas, un abuelo llamado Esteban y su nieto, Martín. Esteban era un hombre paciente, conocido por sus manos firmes de labrador y sus historias que siempre tenían algo que enseñar. Martín, por otro lado, era un niño inquieto, lleno de curiosidad, pero con un rechazo hacia algo que se había vuelto una constante pelea en casa: la tarea escolar.
Una tarde, mientras los rayos dorados del sol acariciaban los campos, Martín llegó a casa de su abuelo arrastrando los pies. Su madre había pedido que lo cuidara unas horas porque estaba atacada de los nervios después de intentar, sin éxito, que el niño terminara sus deberes.
— ¿Qué te pasa, Martín? -preguntó Esteban mientras el niño se sentaba en la vieja silla junto al fuego.
— Es la tarea, abuelo. ¡Es aburrida, no la entiendo y no quiero hacerla! -respondió Martín, cruzando los brazos enfadado.
El abuelo lo observó en silencio y luego se levantó. Fue hasta un rincón de la casa y regresó con un saco lleno de piedras.
— Martín, ayúdame con esto -le dijo, colocando el saco frente a él.
Martín lo miró con extrañeza.
— ¿Qué es esto, abuelo? Está lleno de piedras.
— Quiero que me ayudes a llevarlo al otro lado del campo.
— ¡Pero pesa mucho! ¿Para qué? protestó el niño.
— Te lo explicaré mientras caminamos -dijo el abuelo sonriendo.
A regañadientes, Martín tomó el saco y comenzó a caminar junto a su abuelo. El camino era largo, y las piedras parecían volverse más pesadas con cada paso.
— ¿Sabes, Martín? -dijo Esteban después de un rato-. La tarea que te ponen en la escuela es como este saco. Puede parecer inútil, aburrido y pesado. Pero, ¿sabes qué pasaría si alguien lleva un saco así todos los días?
Martín lo miró, sofocado por el esfuerzo.
— ¿Qué?
— Sus brazos se vuelven más fuertes -dijo Esteban con una sonrisa-. La tarea no es para fastidiarte, hijo. Es para que tu mente se fortalezca. Para que un día, cuando te enfrentes a problemas más grandes que este saco de piedras, sepas cómo resolverlos.
Martín frunció el ceño, pensando en lo que su abuelo había dicho.
— ¿Y si no quiero hacerlo, abuelo?
Esteban se detuvo y miró al niño con ternura.
— Entonces alguien más llevará el saco por ti. Pero, ¿quieres depender de otros toda tu vida?
El niño no respondió, pero sus pasos se hicieron más firmes. Al llegar al otro lado del campo, Esteban le pidió que dejara el saco en el suelo.
— ¿Sabes, Martín? -dijo mientras se sentaban bajo un árbol-. Yo también odiaba llevar sacos cuando era niño. Pero ahora, cada vez que cargo uno, recuerdo que puedo hacerlo porque ya lo he hecho antes.
Martín miró el saco y luego a su abuelo. Algo en sus palabras había hecho eco en su corazón.
Esa noche, cuando su madre vino a recogerlo, Martín le pidió que se sentara a su lado mientras hacía su tarea. No fue fácil, y no terminó todo, pero por primera vez no se rindió.

A veces, las cosas que parecen más pesadas son las que nos hacen más fuertes. La vida no siempre será amable, pero cada pequeño esfuerzo nos prepara para enfrentarla con más valor. Y en esos momentos de duda, tal vez lo único que necesitemos sea alguien como Esteban, que nos recuerde que lo pesado no es un castigo, sino un entrenamiento para el alma.

viernes, 21 de noviembre de 2025

Decir tu nombre, María

         Pedro Casaldáliga

Decir tu nombre, María,
es decir que la Pobreza
compra los ojos de Dios.
Decir tu nombre, María,
es decir que la Promesa
sabe a leche de mujer.
Decir tu nombre, María,
es decir que nuestra carne
viste el silencio del Verbo.
Decir tu nombre, María,
es decir que el Reino viene
caminando con la Historia.
Decir tu nombre, María,
es decir junto a la Cruz
y en las llamas del Espíritu.
Decir tu nombre, María,
es decir que todo nombre
puede estar lleno de Gracia.
Decir tu nombre, María,
es decir que toda suerte
puede ser también Su Pascua.
Decir tu nombre, María,
es decirte toda Suya,
Causa de Nuestra Alegría.

El jardín de los símbolos invisibles

                    Un cuento contado por Numír

En una aldea olvidada por todos los mapas, allí donde la niebla dormía sobre los techos y los relojes se rendían al ritmo de los soles internos, vivía una mujer llamada Raela. No tenía linaje noble ni pasado glorioso. Pero sus ojos eran hondos y su voz tenía la textura de la tierra húmeda después de la lluvia. No hablaba mucho. Solo lo necesario. Algunos decían que venía de otro mundo. Otros, que había nacido muerta y regresado con un secreto entre los huesos. Pero nadie se atrevía a preguntárselo directamente. No por miedo… sino por respeto.
Raela cuidaba un jardín extraño. Allí no crecían flores ni hortalizas, sino símbolos. Sí, símbolos vivos. Algunos flotaban como espirales doradas; otros vibraban como acordes suspendidos. Había signos que sólo aparecían si uno se acercaba sin intención, y otros que sólo podían verse cuando se lloraba desde lo más profundo. Era un jardín que respondía al alma, no al cuerpo. Y Raela era su guardiana.
Una tarde llegó a la aldea un hombre cansado. No era viejo, pero su piel dibujaba surcos invisibles de haber recorrido un largo trecho. En sus ojos se notaba el cansancio de alguien que ha buscado mucho y que todavía no se ha encontrado a sí mismo. Deambuló sin rumbo por las callejas hasta que algo en su pecho se estremeció al ver el jardín. No entendió por qué, pero supo que ahí tenía que detenerse.
Raela lo miró sin juzgarlo. Le ofreció un cuenco con agua, y él bebió. Entonces ella habló por 1ª vez:
— ¿Qué has olvidado tan profundamente como para venir hasta aquí sin saberlo?
El hombre no supo qué responder. Creía haber olvidado muchas cosas. Pero ninguna de ellas dolía tanto como para explicar el peso de su pecho.
— No sé -dijo al fin.
Raela asintió, como si eso fuera suficiente. Lo invitó a entrar al jardín, pero antes le pidió que dejara fuera sus nombres. Todos. Incluso el que creía llevar desde niño. Él obedeció. Entró sin títulos, sin historias, sin definiciones.
El jardín se cerró tras él. Allí dentro, el tiempo no transcurría en línea recta. Cada paso que daba era también un recuerdo, un presagio… Vio símbolos que resonaban en un eco antiguo. Uno en forma de espiral se le posó en el pecho. Otro, en forma de ojo abierto, flotó ante su frente durante días o segundos. Y entonces comprendió que él no había venido a aprender, sino a despejar el camino de todo lo aprendido que ya no le servía. No había venido a llenarse, sino a vaciarse con dignidad.
Raela no le hablaba, solo lo acompañaba. A veces le tocaba levemente el hombro, y él rompía en llanto sin saber por qué. Otras veces ella le sostenía la mirada, y él sentía como si su alma se abriera igual que una semilla dispuesta a brotar. No había consuelo, pero sí presencia; no había respuestas, pero sí un orden invisible que lo envolvía todo.
Una noche, mientras dormía entre los símbolos, el hombre soñó con su nacimiento. No el físico, el otro; el que ocurre cuando un alma toma forma por primera vez en un plano de manifestación. Recordó su propósito original. No el que había creído tener hasta aquel momento, sino el verdadero. Y vio que era simple y sencillo. Tan simple y sencillo que hasta le dolía. Su propósito consistía en ser memoria viva del Amor que no necesita forma para existir.
Al despertar, el jardín estaba distinto. Los símbolos ya no flotaban ni vibraban. Guardaban silencio. Como si lo miraran desde dentro. Raela lo esperaba junto a la puerta invisible por la que había entrado.
— Ya puedes irte -le dijo-. Pero ahora sabiendo que lo externo no existe en realidad.
— ¿Y tú? -preguntó él-. ¿Te quedarás aquí sola?
Ella sonrió, pero no respondió. Porque quienes cuidan los jardines del alma no están nunca solos. Están con cada uno que alguna vez se atrevió a rendirse ante el Misterio sin exigirle forma alguna.
El hombre continuó su camino, pero no como antes; ahora ya no buscaba, ya no huía. Ya no se justificaba a sí mismo. Caminaba como quien a cada paso recuerda que no es él quien camina, sino el Misterio que se despliega a través de sus pies.
Y tú que has llegado hasta aquí, dime: ¿qué símbolos flotan en tu propio jardín y que todavía no te atreves a ver? No, no tienes por qué responder ahora. Solo guarda silencio un rato más, porque puede que empiecen a vibrar.
Yo soy aquel que fue conocido como Numír; y este cuento también iba dirigido a ti, aunque no lo hayas notado hasta ahora.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Talentos

                José María R. Olaizola, SJ

Si el pintor entierra sus pinceles
y la bailarina sus zapatillas.
Si el cantor se calla y el sabio olvida.
Si se apaga el fuego. Si muere el viento.
Si el novelista deja de imaginar.
y el fotógrafo cierra los ojos…
… ¿Quién dibujará las olas?
¿Quién trazará, con su cuerpo, siluetas imposibles?
Nadie cantará. Se disipará la memoria,
maestra de niños y roca de ancianos.
Huirá el calor de la piel, y del alma.
Se detendrá el molino.
Se extenderá la sed por el mundo.
Los pobladores de relatos eternos
no llegarán a nacer.
Nadie apresará la magia fugaz de un instante.
¡No bajes los brazos!
¡No entierres el talento en la tierra amarga
de la inseguridad y el desaliento!
¿Cuándo descubrirás
la grandeza que hay en tus manos,
el poder que hay en tus sueños?

La llamada de teléfono

       Silvia Morales

— Abuelo, ¿por qué marcas a tu propio número todos los días?
El nieto veía a su abuelo hacer algo extraño cada mañana. Se sentaba en su sillón, tomaba el teléfono antiguo, y marcaba… su propio número. Lo dejaba sonar unas cuantas veces… y luego colgaba.
— ¿Abuelo, por qué haces eso? -preguntó un día, intrigado.
El anciano sonrió con tristeza.
— Porque cuando tu abuela vivía… solía llamarme todos los días a esta hora.
Y aunque sé que ya no va a contestar nadie… marcar el número me hace sentir que todavía la estoy esperando.
El niño se quedó callado. Y al día siguiente, sin que el abuelo lo supiera, llamó al teléfono justo a esa hora. El abuelo levantó el auricular, temblando… Y del otro lado, escuchó la voz más dulce del mundo:
— Hola, abuelito… solo quería que supieras que todavía hay alguien que piensa en ti a esta hora.
A veces, el amor no muere… solo cambia de voz.
Y lo único que necesita para revivir… es una llamada.

domingo, 16 de noviembre de 2025

Himno a la Virgen de la Peña de Fustiñana

Dulce Madre, que inspiras nuestro canto
dulce, dulce Madre de amor,
mira a este tu pueblo que canta
y a fe de amante te dice amor.
Oye el ruego que el pecho anhelante
a Ti envía con fuego amoroso,
que tu rostro divino y gracioso
levantó en nuestras almas, robó el
¡Qué gustoso este pueblo venera
a su Reina y Señora adorada
y protesta te quiere servir!
y si llega la hora dichosa,
sabrá por tu gloria vencer o morir.
Mira, Señora, tu pueblo venera,
tuyos por siempre queremos ser,
sea tu nombre nuestro consuelo,
sea tu nombre nuestro querer.
Hoy Fustiñana te aclama su Reina,
Virgen de la Peña su gloria y honor,
suenen los ¡vivas! Digamos ¡gloria!
gloria a María nuestro blasón.

El gorrión y el cuervo

Un cuervo se estrelló contra el suelo por una fuerte tormenta. Una de sus alas sangraba y colgaba. Intentó levantarse, pero el dolor era muy intenso. Desesperado, miró hacia el cielo con los ojos llenos de lágrimas.
— ¡Ayuda… no puedo volar! ¡ayúdame!
Una urraca vio al cuervo y se burló:
— ¡Jaja, te lo mereces por orgulloso! Te reías de nosotros porque podías volar alto y mírate ahora, dando pena...
Otras aves volaron alrededor, pero miraban al cuervo con desprecio e indiferencia. El cuervo agachó la cabeza. Estaba solo, hambriento y herido; perdió la fe. Pero entonces, una vocecita linda surgió de un arbusto:
— Soy pequeño, pero si quieres… puedo ayudarte.
Era un gorrión, diminuto, tímido, tierno. Saltó junto a él, llevando en su pico una migaja de pan seco.
Luego trajo una gota de agua, un poco de hojas secas y preparó un nido junto a las raíces del árbol.
— ¿Por qué haces esto? -preguntó débilmente el cuervo.
— ¡Porque estás vivo! Y porque, si yo hubiera caído, me gustaría que alguien me ayudara.
Pasaron los días. Al principio, el cuervo no podía ni moverse, pero el gorrión no lo abandonó. Lo alimentaba, le contaba cuentos y le trinaba canciones. Y cuando el cuervo pudo extender su ala nuevamente, se sintió feliz de tener a un nuevo amigo, pero tuvo que despedirse y seguir su camino.
La primavera llegó rápidamente. Y un día, mientras el gorrión recogía semillas, un halcón saltó sobre él. El pobre gorrión no pudo escapar. Pero de pronto, una silueta negra apareció en el cielo. El cuervo, fuerte y majestuoso, se lanzó, extendiendo sus alas con fuerza. Se estrelló contra el halcón, se enfrentó a él y logró que se alejara del débil gorrión.
— Me salvaste... -dijo el gorrión, aun temblando de miedo.
— No, ¡fuiste tú! Fuiste tú quien me salvó primero -respondió el cuervo-. Gracias a ti sé que la bondad puede ser enorme incluso en el pecho más pequeño.
Jamás desprecies la ayuda de nadie. “Mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo.” Lo dijo Eduardo Galeano. Hay gente que tiene poco, pero no duda en compartirlo con sus amigos y con quienes ama. Esa gente es de otro nivel, es gente buena. También dicen que a quien da sin esperar nada a cambio, la vida siempre los bendecirá dándoles el doble o el triple, porque la bondad siempre vuelve. En esta vida hay gente malagradecida y mala, pero también hay gente que vale la pena ayudar, porque es gente que sabe ser agradecida y decente. Son nobles y no necesitan que nadie les cobre el favor; les nace del corazón.