sábado, 4 de octubre de 2025

Cántico de las criaturas

      San Francisco de Asís

Omnipotente, altísimo, bondadoso Señor,
tuyas son la alabanza, la gloria y el honor;
tan sólo tú eres digno de toda bendición,
y nunca es digno el hombre de hacer de ti mención.
Loado seas por toda criatura, mi Señor,
y en especial loado por el hermano sol,
que alumbra, y abre el día, y es bello en su esplendor,
y lleva por los cielos noticia de su autor.
Y por la hermana luna, de blanca luz menor,
y las estrellas claras, que tu poder creó,
tan limpias, tan hermosas, tan vivas como son,
y brillan en los cielos: ¡loado, mi Señor!
Y por la hermana agua, preciosa en su candor,
que es útil, casta, humilde: ¡loado mi Señor!
Por el hermano fuego, que alumbra al irse el sol,
y es fuerte, hermoso, alegre: ¡loado mi Señor!
Y por la hermana tierra, que es toda bendición,
la hermana madre tierra, que da en toda ocasión
las hierbas y los frutos y flores de color,
y nos sustenta y rige: ¡loado mi Señor!
Y por los que perdonan y aguantan por tu amor
los males corporales y la tribulación:
¡felices los que sufren en paz con el dolor,
porque les llega el tiempo de la consolación!
Y por la hermana muerte: ¡loado mi Señor!
Ningún viviente escapa a su persecución;
¡ay si en pecado grave sorprende al pecador!
¡Dichosos los que cumplen la voluntad de Dios!
¡No probarán la muerte de la condenación!
Servidle con ternura y humilde corazón.
Agradeced sus dones, cantad su creación.
Las criaturas todas, load a mi Señor. Amén.

Francisco de Asís y el hermano lobo.

Cuando San Francisco vivía en la ciudad de Gubbio, apareció por los alrededores un lobo grandísimo, terrible y feroz. El lobo no sólo devoraba las ovejas que los pastores llevaban a pacer, sino que a menudo atacaba a las personas.
Los habitantes de Gubbio temblaban de miedo, sobre todo cuando el lobo merodeaba por las murallas de la ciudad. Si uno se encontraba solo frente a aquel lobo, era incapaz de defenderse y el lobo le devoraba. Nadie se atrevía ya a salir de la ciudad y ni siquiera de casa.
San Francisco, compadecido de aquella pobre gente, decide salir al encuentro del lobo. Los ciudadanos se lo desaconsejan:
- ¡Por Dios! ¡No vayas! ¡El lobo te devorará!
Pero San Francisco toma consigo algunos compañeros y, haciendo el signo de la cruz, sale fuera de las murallas confiando en Dios. Después de caminar un trecho los compañeros le abandonan porque tienen miedo de ir más adelante. San Francisco, por el contrario, sigue caminando hacia el lugar donde solía estar escondido el lobo.
Los habitantes de Gubbio se suben a las murallas para ver qué sucedía. Y decían entre ellos:
- El lobo devorará seguramente a Francisco.
El lobo salió de su guarida rechinando los dientes. Rabioso, echa a correr hacia Francisco.
Francisco no está armado. No tiene ni siquiera un palo. Lleva los brazos cruzados sobre el pecho.
El lobo se para delante de Francisco. El santo levanta mano y hace la señal de la cruz dirigida al lobo, y luego le dice con voz firme:
- ¡Ven aquí, hermano lobo! Te ordeno que no hagas daño ni a mí ni a ninguna otra persona.
San Francisco mira al lobo en los ojos. El lobo entonces cierra la boca, mete el rabo entre las patas y se acerca cabizbajo a San Francisco.
Y cuando llega a los pies del santo, se tumba como un perrito. San Francisco le habla así:
- Hermano lobo, has hecho mucho daño. Has matado a muchas criaturas de Dios sin su permiso. Has devorado a las bestias y hasta has tenido el atrevimiento de matar a hombres y niños. Por tu maldad merecerías morir a palos. La gente de esta ciudad grita contra ti, y en este territorio todos te son enemigos. Pero yo quiero, hermano lobo, hacer la paz entre ti y los habitantes de Gubbio. Si tú no vuelves a ofenderles, ellos perdonarán tus pasadas fecharías.
Los ciudadanos, desde lo alto de las murallas, oyen las palabras de Francisco y todos se quedan boquiabiertos de estupor. El lobo, a las palabras del santo, mueve el rabo, agacha las orejas e inclina la cabeza, como para dar a entender que acepta lo que el santo ha dicho.
Francisco continúa:
- Hermano lobo, yo te mando que vengas ahora mismo conmigo, sin dudarlo. Tenemos que hacer la paz entre ti y el pueblo de Gubbio.
Francisco da media vuelta y se encamina hacia la ciudad. El lobo le sigue detrás como un perrito domesticado.
En seguida la noticia se esparce por la ciudad. Todos se reúnen en la plaza alrededor de Francisco y el lobo. Los niños están en primera fila, curiosos de ver desde cerca aquel lobo terrible y feroz.
Francisco dice dirigiéndose a la gente:
- Oíd, hermanos míos. El hermano lobo me ha prometido hacer la paz con todos; pero vosotros debéis prometerle que le vais a dar cada día el alimento necesario para quitarle el hambre. Yo os garantizo que el hermano lobo mantendrá la promesa de no volver a molestaros.
El pueblo aplaude y acepta las condiciones del pacto. Francisco se dirige al lobo:
- Y tú, hermano lobo, ¿Prometes solemnemente observar el pacto de paz? ¿Prometes que ya no volverás a molestar ni a los hombres ni a los animales ni a ninguna otra criatura viviente?
El lobo entonces dobla las patas delanteras, se arrodilla, inclina repetidamente la cabeza, mueve el rabo y agacha las orejas. Con estos gestos quiere demostrar, en lo posible, que observará el pacto.
Francisco añade:
- Hermano lobo, quiero que me prometas mantenerte fiel a estas condiciones aquí ante todo el pueblo.
Entonces el lobo, de pie, levanta la pata delantera derecha y la pone en la mano del santo. Francisco estrecha la pata del lobo. Toda la gente aplaude. Los niños se acercan al lobo y empiezan a acariciarlo. El lobo lame la mano de los niños como un perrito domesticado.
Desde aquel día el lobo vivió dentro de la ciudad de Gubbio. Entraba en las casas. Iba de puerta en puerta. Jugaba con los niños. Nadie le molestaba y él no hacía mal a nadie. Ni siquiera los perros le ladraban.
Los habitantes de Gubbio, de acuerdo con lo prometido, se preocupaba de darle de comer todos los días.
Pasados algunos años, el hermano lobo murió de viejo. Una mañana le encontraron tendido ante la puerta de la ciudad. Cuando se esparció la noticia de la muerte del lobo, todos se entristecieron porque se habían acostumbrado a querer al lobo. Muchos lloraron. Sobre todo los niños.