miércoles, 20 de diciembre de 2023

La sopa de la Mendiga

En el pueblo ninguno era más pobre que Rebeca, pues sólo poseía los vestidos que llevaba. Y esto era muy poco. La blusa y la falda estaban desgarradas, las medias y las sandalias llenas de agujeros. Todos los habitantes del pueblo la conocían y Rebeca conocía a cada uno de ellos.
Cuando tenía hambre sabía dónde golpear y tenía la costumbre de dormir afuera. Aún en invierno sabía dónde encontrar un refugio. ¡Qué vida tan mísera! Sin embargo, Rebeca llevaba esta vida desde hace muchos años y no sentía envidia, ni la necesidad de cambiar lo que fuese.
A un campesino que un día se había apiadado de su suerte, ella le había respondido:
-- “Tú suerte por un lado es más penosa que la mía, en todo caso yo no la conozco”. Y como el campesino la miraba sorprendido, le explicó: Todos vosotros habéis sido mendigados por mi alguna vez, en cambio yo no he sido mendigada jamás por nadie”.
Le puso bajo su brazo la hogaza de pan que le había dado y se fue con una sonrisa maliciosa.
Poco después de esto, sobrevino una gran escasez en el país. La gente no tenía casi con que alimentarse. Cuando llegaba Rebeca, su presencia era molesta y se le cedía de mala gana los restos de comida. Tenía que golpear en muchas puertas para saciar su hambre. Un día recibió un poco de sopa caliente que llenaba la mitad del cuenco. ¡Qué suerte! Se había sentado al borde del camino para comerla, cuando vio unos viajeros que venían hacia donde ella estaba. Un hombre, una mujer y un pequeño asno. Eran María y José que caminaban hacia Belén. ¡Que sombría era la cara del hombre! ¡Y la de la mujer estaba pálida y hundida! A Rebeca le dio pena y les habló así:
-- “¡Eh buenas gentes! ¿Por qué estáis tan tristes? ¿Qué es lo que os pasa?
José miraba a Rebeca sin decir una palabra con los ojos fijos en el cuenco, parecían medir la sopa. María respondió dulcemente:
-- “Estamos al límite de nuestras fuerzas. La marcha resulta penosa cuando no se ha comido.”
-- “¿Por qué no compran comida?” preguntó la mendiga.
-- “¡Ya no nos queda dinero!” respondió María
-- “¿Y por qué no mendigan?, quiso saber Rebeca. María respondió confusa:
-- “Ya lo hemos intentado, pero nadie no ha dado nada”.
La mendiga asintió con la cabeza:
-- “¡Así es! Estos momentos son duros, la gente no tiene nada ni para ellos”. “Mirad la poca sopa que he recibido”.
Y les mostró su cuenco a medio llenar. De repente a Rebeca la pasó un pensamiento que todavía nunca le había venido:
“Decidme”, les preguntó, “¿Tienen un recipiente?”
Sí, María y José habían traído uno. La mendiga dijo con voz decidida:
-- “Entonces, venid, compartamos mi sopa y las penas”.
José le alargó su cuenco. Rebeca vertió lo necesario para ella. Después en un arrebato de generosidad, vertió un poco más todavía. Ella tenía su cuenco de forma que ni María ni José se dieran cuenta que estaba vacío.
Al mirar a los forasteros comer su sopa, la mendiga sintió una alegría que jamás había sentido hasta ahora. Por un instante, se olvidó de su propia hambre.
En unos momentos, María y José habían terminado su sopa y reemprendían el camino. Rebeca los siguió largo tiempo con la mirada. ¿No le había revelado ese lado de su suerte humana que ella no conocía? Ella, la mendiga Rebeca, había sido mendigada por primera vez en su vida. Finalmente se inclinó para recoger su cuenco y ¡estaba lleno hasta el borde! Lleno de una rica sopa caliente, a su gusto, una sopa que sació su hambre completamente.

No hay comentarios:

Publicar un comentario