lunes, 1 de enero de 2024

La tacita del príncipe Juan

Cuenta la leyenda que había un rey obsesionado con el arte y la belleza. Encargaba que le trajeran de todos los rincones del mundo las piezas más extraordinarias. Con el tiempo, su colección se convirtió en una de las maravillas del mundo.
De entre todos los objetos que atesoraba, su favorito era un cuenco de porcelana en el que bebía siempre. Lo había creado un artesano de China que había dedicado la vida entera a descubrir el secreto de los esmaltes.
La pieza era fina y suave como la seda, los colores que adornaban su filo eran brillantes como un día de sol y tenía unos adornos de oro que hacían las veces de asas. El rey cuidaba aquel objeto como su mayor tesoro.
Cuando nació el príncipe Juan el rey decidió que, en cuanto su hijo dejase de mamar, el pequeño sólo comería y bebería en ese recipiente. Y el día que el pequeño cumplió su primer año, el rey se dispuso a disfrutar de verle comer en su cuenco por primera vez.
Estaba casi acabando la comida cuando, en un descuido, el pequeño le dio un manotazo al cuenco que estalló contra el suelo. Se había roto en unos cuantos pedazos. El pequeño no se asustó, pero el rey no podía controlar su disgusto y se puso a chillar desaforadamente. El príncipe, que no entendía nada, se reía a carcajadas mientras su padre mandaba recoger con cuidado todas las piezas y buscar al hombre que lo había fabricado para que lo arreglase.
El día que sus emisarios regresaron del largo viaje y el rey sacó el cuenco de su estuche, su decepción fue enorme. El artesano había pegado los trozos de porcelana con una resina mezclada con oro. Se veía perfectamente por dónde se había roto. Aquellas venas doradas que lo recorrían le iban a recordar siempre el día en que el príncipe Juan lo rompió.
El rey mandó que fueran de nuevo en busca del ceramista. Necesitaba que le explicase por qué había hecho aquello en vez de arreglar la porcelana sin que quedase ninguna huella del desperfecto, como le había encargado.
Al volver, sus emisarios traían el cuenco exactamente igual, con aquella reparación dorada, y una carta para el rey:
“Majestad –empezaba la misiva–, lamento profundamente que no haya sabido valorar la belleza del Kintsugui, que es como se llama el arte de la reparación que conserva la magia de la rotura. En la vida, hasta las cosas que suceden y no nos gustan, se pueden utilizar para mejorar. Todo tiene su propia belleza. Un objeto sólo se puede romper del mismo modo una sola vez. Esa rotura es un momento irrepetible. Como también es único el hecho de ver comer a un hijo por primera vez o el instante en que da sus primeros pasos. Debería valorar la rotura de la taza y mi reparación como una fortuna. Fabriqué diez tacitas exactamente iguales a la suya, que están repartidas por el mundo.
Todas están en manos de los hombres más poderosos y son obras de arte. Pero la suya, Majestad, es la única en la que ha comido el príncipe Juan. Y, ahora, ese pequeño objeto no podrá confundirse con ningún otro. Es distinto a cualquiera que yo pueda fabricar. Espero que aprenda a valorarlo”.
El rey comprendió las palabras del artesano y por primera vez miró la taza con otros ojos.
Seguía siendo muy bonita, tal vez más, con esos brillos de oro.
Ahora sí que era la tacita del príncipe Juan, ¡y era un objeto único!

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