Gisel Dominguez
Cada tarde, después del colegio, Tomás llegaba al geriátrico con su mochila colgando de un solo hombro y una flor silvestre en la mano. Siempre la misma rutina: entraba despacio, saludaba a todos con una sonrisa, y caminaba directo a la habitación 214, donde lo esperaba una anciana de cabello blanco y ojos perdidos en algún lugar del tiempo.— Buenas tardes, señora Clara. ¿Le traje su flor preferida? —decía él, como si fuera la primera vez.
Ella lo miraba y sonreía, sin reconocerlo del todo.
— ¿Y tú quién eres, corazón?
— Un amigo, nada más.
Durante meses, él le leía cuentos, le pintaba las uñas, le peinaba el cabello y le ponía canciones viejas. A veces ella reía, a veces lloraba, y otras lo confundía con un actor de telenovela o con su primer amor.
El resto del personal del geriátrico lo adoraba. Decían había nacido con un corazón demasiado grande. Algunos familiares venían una vez al mes. Pero Clara, la señora de la habitación 214, no recibía a nadie más que a él.
Una tarde, mientras la peinaba, ella se quedó mirándolo fijo.
— Tienes los ojos de mi hijo, ¿sabías? -murmuró.
Tomás tragó saliva.
— ¿Sí? ¿Se los prestó el destino, tal vez?
— Puede ser. Pero mi hijo me dejó. Se enfadó conmigo cuando empecé a olvidar cosas… Me dijo que yo ya no era su mamá. Y se fue.
Ella bajó la vista. Él le acarició la mano.
— A veces, cuando uno olvida, los demás se olvidan también. Pero no todos.
Ella sonrió. Le dio un beso en la mejilla y le susurró:
— Gracias por quedarte conmigo, aunque no sepa bien quién eres.
A los pocos meses, ella falleció. Tranquila. Con una flor silvestre en la mesita de luz.
En el Tanatorio, Tomás se quedó a un lado, en silencio. La gente del geriátrico lo abrazaba, le agradecía. Nadie entendía por qué lloraba tanto.
Hasta que una de las enfermeras se acercó a él y le preguntó:
— ¿Por qué lo hacías, Tomás? Nunca faltaste un solo día…
Él la miró, con los ojos llenos de lágrimas, y dijo:
— Porque era mi abuela.
— ¿Tu abuela?
— Sí. Pero cuando le diagnosticaron Alzheimer, todos la abandonaron. Mis tíos, mis padres… Decían que ya no era ella. Pero yo sí la reconocí. Aunque ella ya no supiera quién era yo.
Y con la misma calma con la que llegaba cada tarde, se fue.
Moraleja: A veces, el amor no necesita ser reconocido para existir. A veces, ser nieto no se trata de sangre… sino de memoria del corazón.
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