Federico
Serradilla
De cuando yo
era niño, recuerdo especialmente, aquellas Nochebuenas en las que, subido en el
que había sido el butacón de mi abuelo, pegaba mi naricilla al cristal de la
ventana para observar los copos de nieve que caían pausadamente sobre el suelo.
Mientras, los mayores, deambulaban por la casa. Mis tías y mi madre, preparaban
la mesa y la cena.
De la cocina, salían aquellos olores que yo, niño glotón, anticipaba durante todo el año en mis mejores sueños. Mi madre, que siempre había sido una gran cocinera, preparaba con cariño, aquellos platos que ella casi nunca llegaba a disfrutar del todo, pues las grandes raciones las repartía entre los demás. Era su forma de disfrutar de la vida y su manera de ser, prefería el disfrute ajeno al suyo propio.
De la cocina, salían aquellos olores que yo, niño glotón, anticipaba durante todo el año en mis mejores sueños. Mi madre, que siempre había sido una gran cocinera, preparaba con cariño, aquellos platos que ella casi nunca llegaba a disfrutar del todo, pues las grandes raciones las repartía entre los demás. Era su forma de disfrutar de la vida y su manera de ser, prefería el disfrute ajeno al suyo propio.
Mi padre y
mis tíos, se contaban las historias de siempre, hablaban de fútbol, de política
y a veces, en secreto, de lo que ellos llamaban “tías buenas“. “Cosas de la
vida también”, imaginaba yo, niño inocente por aquel entonces.
Al finalizar
la cena, siempre, el tío Marcelo, cantaba villancicos cuando ya se había tomado ya
alguna copita de anís. Los niños, jugábamos incansables y yo entonces,
siguiendo indicaciones de mi madre, sacaba a bailar a la abuela, que ya no
estaba para muchos trotes. Todo ello, para que se olvidara de que el abuelo ya
no se encontraba entre nosotros.
Siempre se escapaban algunas lágrimas durante la cena, recordando a todos los que ya se habían ido, y se convertía la cena, en una mezcla de alegría y de llanto, difícil de explicar.
Siempre se escapaban algunas lágrimas durante la cena, recordando a todos los que ya se habían ido, y se convertía la cena, en una mezcla de alegría y de llanto, difícil de explicar.
Hoy, que ya
soy adulto y tengo mi propia familia, conservo los recuerdos de aquellas
Navidades de mi niñez. Los olores, los sabores, los abrazos de mis padres, los
villancicos cantados entre risas y pienso, que no podían haberme ofrecido un
regalo mejor, ya que todo eso formará para siempre, parte de mi corazón. ¡¡FELICES
NAVIDADES!!
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